viernes, 19 de octubre de 2018

Castillo


La carretera serpentea agradablemente atravesando suaves cerros cubiertos de encinas. Hace apenas una hora, ni sabía que me iba a poner en camino, lo cual da a mi excursión un aire de improvisación más ficticio que real y sin embargo me hace sentir bien. Mi vehículo no recorrerá un trayecto largo, apenas ese mismo espacio de tiempo para llegar a mi destino; pero la sensación es que estoy apartado. Es algo que se puede conseguir sin apenas pensarlo, no vende tanto como ir al desierto del Sáhara o perderse en las estepas rusas, pero si uno quiere buscarse a sí mismo en la naturaleza, no hace falta alejarse mucho. La carretera está plagada de curvas, pero no es mala y no llevo prisa. Es un día de diario, feriado únicamente para mí, por lo que sin obligaciones a la vista he cogido la cámara, un cuaderno de notas y me he puesto en camino.
He dejado atrás varios pueblos tranquilos, a pesar de que las banderitas que cuelgan de un lado a otro de sus viejas casas anuncian que están en fiestas. Veo de pasada al atravesar sus calles angostas y entrañables, la torre de sus iglesias y recuerdo que esta es tierra por donde anduvo Pedro de Tolosa, un maestro cantero que dejó su impronta renacentista en estas tierras fronterizas entre las provincias de Toledo y Ávila. La omnipresencia de Gredos es patente aquí. En la antigüedad, incluso en época medieval la sierra debió ser una amenaza latente, una presencia abrumadora y aún sobrecoge aproximarse a ella desde la llanura del Tajo. Para las gentes de las llanuras, la montaña, con sus imponentes farallones, es vista acaso como la morada de los dioses, y nos aproximamos a ella como las helénicas gentes se relacionaban con el inaccesible Olimpo.
Mi destino no estaba fijado de antemano, pero había pensado visitar un castillo. No tengo ninguna intención de bucear en su historia, cosa que haré seguramente, solo deseo deleitarme recorriéndolo. Soy algo romántico en ese aspecto, me aproximaría a él como lo haría en el siglo XIX uno de esos viajeros extranjeros que, con una fantasía desbordante, dibujaban sus ruinas y contaban historias imaginadas entre sus muros.  Sus lejanos lectores debían figurarse Castilla como la tierra de la fantasía, poblada de fortalezas en ruinas, donde la vegetación y las almas de sus moradores daban a sus desmochadas torres, de aspecto decrépito, un aire de misterio. Mas mi castillo no está en ruinas ya, ha sido primorosamente reconstruido, y cuando lo califico así, no lo digo con segundas intenciones. Se ha hecho aquí un trabajo de primera y para atraer a los visitantes se ha musealizado convenientemente.
Mi primera impresión al ascender por la cuesta que me lleva a su cerca es volver a la infancia. Me imagino a mí mismo esperando ávidamente la llegada de mi hermana a casa tras el trabajo. Lo que trae para mi cumpleaños es pura fantasía para un niño de mi época, un juego de construcción de un castillo, pequeño aún, preludio del que tiempo después, ya más grande y complejo, me traerían los Reyes Magos para las navidades. Creo que nunca he sacado más partido a un juguete en toda mi niñez. Qué gran poder tiene ésta para vislumbrar nuestra vida futura.
La fortaleza tiene dos cercas, una primera más pequeña, la barrera o barbacana de trazado irregular que rodea al muro principal, defendida por fuertes cubos que protegen a una cerca rectangular mucho más elevada. Avanzo para cruzar el puente levadizo sobre el foso y accedo a la primera cerca entre dos torres. Confieso que, a pesar de mi escasa belicosidad, me dan ganas de ponerme la armadura, tomar las armas, calarme el yelmo y subir por esas escaleras a defender el recinto de inexistentes huestes de sarracenos armadas hasta los dientes. Recuerdo con una sonrisa a Woody Allen diciendo en una de sus películas aquello de: "No puedo escuchar tanto Wagner... ¡me dan ganas de invadir Polonia!". Sin duda el ambiente condiciona y lo solitario del lugar da alas a mi imaginación quijotesca.
Un letrero me indica que se pueden adquirir entradas para la visita en el interior de la fortaleza. Aún no me topado con un alma, cosa que me extraña, todo parece abierto. Entro por la puerta principal defendida por un espectacular matacán que amenaza a los visitantes desde las alturas.
Un guía del castillo me vende la entrada e indica que antes de la visita debo ver un video explicativo. Me hace entrar en una sala de proyección con aire de refectorio de convento, larga, estrecha y muy grande para un solo visitante. Me sorprendo escuchando las explicaciones del corto sobre la historia del castillo, más solo que la una y escuchando de fondo a un gato maullar tras una puerta que hay a mi derecha. Es todo un tanto surrealista, pero tiene su encanto.
Una vez en el interior del castillo, en lo que sería el patio de armas, el guía y yo hablamos un rato sobre la fortaleza, su historia y, amablemente contesta a todas las preguntas que le hago. Su perro guardián nos contempla con desinterés y una vez comprobado que no soy una amenaza para su dueño se aleja y desaparece de mí vista. El guía me indica cómo puedo hacer el recorrido por el castillo y los lugares de interés. Me deja a mi libre albedrío moverme por todo el recinto sin ninguna restricción más allá de aquellas que son de sentido común. Jamás me hubiese imaginado algo así, es como un pequeño regalo, teniendo en cuenta que, en todo el recorrido, que no duraría más de una hora, no me topo con ningún otro visitante. Solo y entre piedras muchas veces centenarias. ¿Se puede pedir más?
Voy de sorpresa en sorpresa, tal vez la mitad del recinto principal lo ocupa una antigua iglesia gótica. Se mantienen en pie sus bellos pilares y el arranque de sus arcos apuntados, con las siempre extrañas marcas de cantería, aleatoriamente repartidas aquí y allá en sus bien trabajadas formas. Es una iglesia de tres naves, amplia, rematada por un elevado ábside. En realidad, la iglesia precede en el tiempo al castillo, que aprovechó su enorme cabecera para convertirla en una impresionante torre del homenaje semicircular. Lo extraño de esta iglesia no es que se convirtiera en fortaleza, hay muchos ejemplos de ello, sino sus dimensiones, sorpresivamente grandes en el siglo XIII, para dar consuelo espiritual a la que no sería entonces más que una pequeña aldea.
Accedo a la otra parte del recinto, un palacio a todas luces renacentista, con sus bellas arquerías, su escalera precedida de un magnífico arco sobre capiteles ménsulas, y llego a los corredores de la primera planta que me dan una panorámica del patio magnifica. En las enjutas de los arcos se ven los blasones de sus antiguos dueños: el menguante lunar de Don Álvaro de Luna y el mantelado sobre dragón de Don Beltrán de las Cuevas, signos de pasadas glorias. Todo de buena cantería, muy reconstruido eso sí, pero respetando lo existente y distinguiéndolo de lo nuevo.
Estoy ansioso por subir a las alturas, a pesar de saber que lo pasaré regular. Mi mal de altura se ha acrecentado con el tiempo. El vértigo no viene del temor a caerse, sino de la atracción que ejercen los abismos. No sé si fue Sartre el que dijo aquello de que: “…lo peligroso de subirse a un muro alto no es que puedas caerte, es que puedes tirarte”.  En fin, lo cierto es que llego a la parte de arriba del ábside sobre la torre del homenaje, pero allí no hay una panorámica del exterior, está solo parcialmente reconstruido. Sin embargo, descubro que, para llegar a una interesante torre albarrana, similar en función a las que hay en la Ciudad Invisible, tengo que pasar por un adarve que apenas mide ochenta centímetros de ancho. A un lado del adarve están las almenas, y el vació al otro solo separados por una, para mí, invisible barandilla. Calculo que son unos cincuenta o sesenta metros que se me van a hacer muy largos. Los atravieso como un caballero medieval accede a un ordalía necesaria para probar su valor.
Aprecio desde allí el panorama interior, el solar de la iglesia, e imagino a feligreses del pasado escuchando las incomprensibles palabras latinas del sacerdote. También conjeturo la sombra de silenciosos centinelas en las negras y frías noches de invierno, gente anónima, ánimas tal vez perdidas, tal vez unidas a Dios para siempre. Únicamente los blasones hablan de nombres, pero ¿qué son los nombres? ¿Qué es verdaderamente la memoria, un símbolo, una realidad? Estos pensamientos me retrotraen a pasadas lecturas. “…los grandes de antaño, las ciudades famosas, las bellas princesas, todo se lo traga la nada.”[1] Nos da miedo el vacío, nos da miedo saber que no seremos, como no lo fuimos. Tal vez por estas razones construimos, creamos arte, escribimos, luchamos y amamos, tenemos fe, gobernamos y vamos más allá que otros. Pretendemos permanecer, seguir viviendo, no sé si como lo decía Unamuno.
 “No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí…”
Salgo del castillo con una sensación agridulce, el recorrido no muy largo me ha regalado multitud de sensaciones: misterio, admiración, eternidad, euforia al vencer el vértigo, sensación de pérdida y miedo existencial. Todo ello te lo puede dar una pequeña excursión sin pretensiones, sin intención apenas, aunque tal vez ese apenas no necesite mucho para hacer germinar la imaginación.
Vuelvo a mirar los muros, y siento los murmullos del pasado, susurros que las secretas piedras mantienen en el tiempo, porque únicamente ellas parecen imperecederas, solo ellas resisten, tienen memoria y dan fe de las gentes que las habitaron.


[1] ECO, UMBERTO. Apostillas a El nombre de la Rosa. Palabra en el tiempo. Lumen 1984.

martes, 5 de junio de 2018

Red House


Una casa de cuento, eso es lo que es Red House. Esa es la primera impresión que te llevas al contemplar las cubiertas inclinadas, los muros de ladrillo rojo en los que se abren ventanas de formas circulares y apuntadas, o el pozo, con un fantástico tejadillo puntiagudo que ha quedado para los restos, como la icónica cubrición de los castillos medievales. Sin duda William Morris buscó en el Medievo las formas que en su imaginación representaban lo genuinamente bello de un pasado no por menos idealizado, menos necesario para construir su ideal de vida. No importa que la inspiración viniera directamente del gótico francés, ni de su más cercano Estilo Tudor, William quería moverse, trabajar y vivir en una casa que podía situar en algún lugar de su mente en aquella mítica Camelot de las leyendas artúricas. 
Pero William, un hombre incalificable e inclasificable, no solo contempló su huida al pasado en la arquitectura de su vivienda. Cada objeto que en ella hay, desde las vidrieras de las ventanas, los tapices, los muebles, las pinturas, la decoración de las puertas, las alfombras, hasta el último detalle por pequeño que sea, que puebla y decora esta casa, recuerda a ese pasado real de Chaucer o menos real de Arturo y tiene siempre como estandarte la belleza.
Casi puedo imaginar las reuniones que tenían lugar en aquella casa donde Morris haría de maestro de ceremonias, vestidos todos con ropajes medievales. Lo veo junto a sus amigos y colaboradores, aquellos mismos amigos que decoraban con total libertad cada habitación, cada rincón de la casa. Seguramente se veían como aquellos caballeros que, en torno a la tabla redonda, rodeaban a Arturo en busca del Grial místico. Para ellos el progreso no era en absoluto alentador, ni para ellos ni para la mayoría de la gente. El mundo real en el que se movía Morris eran las feas y contaminadas ciudades industriales británicas de la segunda mitad del XIX, donde todo atisbo de trabajo artesanal propio de los tiempos pretéritos había desaparecido. Los obreros vivían una misérrima existencia ajena a todo arte que vive, poco o mucho, en cualquier artesano. Un trabajo mecanizado, abrumador, deshumanizado que lleva a la alienación, no podía pasar desapercibido a Morris y, partiendo como siempre ocurre en la literatura, de un utópico pasado, denuncia una realidad absolutamente inasumible por una mente decente.
Llego a la exposición en el justo momento en el que va a comenzar una visita guiada. No suelo unirme a ellas porque me gusta vagar por lo expuesto con total libertad; pero sin que me dé cuenta estoy escuchando la exposición de la mujer que se encarga de esos menesteres. Habla con calma, la precipitación asfixia a los oyentes, que no quieren, que no deben saberlo todo, pero ella no actúa así. Busca puntos de interés, de observación, de reflexión, el personaje lo requiere. Recorro las pocas salas tras del grupo, no quiero verlo todo a primera vista, sé que nada más acabar la charla volveré a empezar a mi ritmo y me detendré donde me plazca. La exposición no es extensa, pero con la cuidada selección y esmero que la Fundación Juan March suele ofrecer. Cuatro o cinco salas nos llevan por un recorrido fascinante de objetos utilitarios y bellos a un tiempo, que muestran una poderosa personalidad creadora, la de William Morris y el movimiento Arts and Crafts. 

Pero ¿qué se puede decir de este hombre para no quedarse corto? Probablemente nada de lo que diga lo definiría con claridad y totalidad. Morris es uno de esos artistas que no se detiene en una única rama del arte, un hombre del Renacimiento que amaba el Medievo y que vivía en época victoriana. Un artista fuera de tiempo, que lo aprovecha hasta límites sobrehumanos, pues así debe ser aquel que toca tantos palos en una sola vida. Empresario, artesano, escritor, impresor, ilustrador, tejedor, tipógrafo…todo arte le fascinaba y lo practicaba; pero sobre todo aquél que nace desde el artesano, desde el anónimo hombre que no va a firmar su obra, que no pasará a la posteridad ni a los museos. Y del mismo modo que el arte nace desde el humilde taller, no debe llegar únicamente a unas élites ilustradas sino a todo ser humano capaz de usarlo y al mismo tiempo admirarlo. Porque él admiraba lo bello, pero siempre dentro de la utilidad. 
Dignificar a ese anónimo personaje creador de las vidrieras de una catedral, escultor de sus góticas formas, iluminador de códices maravillosos, ese era su fin. Un camino del arte que hace del individuo su principio y conclusión y que en consecuencia es absolutamente totalizador. Amigo de Edward Coley Burne-Jones y de Dante Gabriel Rossetti, Morris conoció a través de ellos la pintura prerrafaelista y las teorías estéticas de John Rusky. Se movió, por tanto, en un entorno fascinante y creador, que él mismo prodigó desde su emprendedora actividad empresarial y artística.
Admiro los finos diseños de sus papeles y tejidos pintados, hechos con tintes naturales vegetales que le dan unos tonos suaves y delicados. Son estampaciones a partir de patrones de madera y sus tenues tonos daban al resultado un acabado similar al que provoca el paso del tiempo. Su decoración es vegetal, repetitiva, que imita la naturaleza en su exuberancia, pero no aburre, sino que regala a los ojos esa sensación de plenitud que nos conmueve cuando los modelos reales nos rodean.
La vista no es capaz de seguir el ritual de un recorrido bien definido porque, no bien se fija uno en una pieza de azulejería, que permite la repetición con mayor prodigalidad que los papeles pintados, o en los muebles sencillos pero decorados con gran gusto, o los artículos de escritorio o piezas de cerámica, ya ha fijado uno los ojos y aun el alma en las magníficas vidrieras. Si un arte es reconocible en el mundo gótico son ellas, que pueblan los impresionantes ventanales de esos monumentos misteriosamente luminosos que son las catedrales. En cierta ocasión visité la catedral de León, era un día lluvioso, triste, no era el mejor día para ver y admirar la luz entrar por aquellos ventanales; sin embargo, al penetrar en la catedral me emocioné, la luz seguía siendo impresionante. No he vuelto allí, lo que sí recuerdo es haber pensado: “Si esta luz atenuada por las nubes y tamizada por esas magníficas vidrieras es tan poderosa, qué no será un día con la intensa luz del sol”. La iniciativa de este movimiento artístico no solo puebla las iglesias con ellas, también invaden el espacio privado, las casas, y su resultado no es menos espléndido. Explicar su contenido es inútil, basta contemplarlas, con eso es suficiente.

Pero, si por algo tengo debilidad es por los libros y es en ellos donde me detengo más. Morris investigó y diseñó nuevos tipos de letras que luego aplicó a estupendos ejemplares de obras clásicas y a la narrativa suya. No solo se quedó en las letras, en sus formas, sino que, imitando esa obra de arte supuestamente menor que son los códices medievales, rodeó aquellas con una decoración exuberante que hizo de sus libros objetos de arte únicos. Y no me estoy refiriendo solamente a la decoración interior, (letras capitales, tipos, decoración grutesca) sino a las portadas, en las que colaboraron pintores de la talla de Rossetti.
Me voy con pena de la exposición, cada pieza, cada cuadro es irrepetible allí.  Cuando finalice la exposición, eso lo saben quiénes con dedicación la han montado, todo será un sueño, por eso escribo estas letras, para perpetuar en mi mente las sensaciones que recorren mi espíritu al admirar cada tejido, cada pieza de cerámica.
Al regresar a casa busco información sobre los libros que escribió William, la mayoría obras sobre arte y ensayo, poesía e incluso de política; pero descubro con sorpresa que también escribió ficción. La última de sus obras se titula Sundering Flood, fue publicada póstumamente en 1897 por su hija. El final de esta obra lo dictó Morris en su lecho de muerte. No cabe más novelesco final. Se trata de una novela fantástica con elementos sobrenaturales que recuerda los libros de caballerías. Al principio de esta incluso aparece el mapa de una región totalmente inventada, (algo que me ha recordado a J.R.R. Tolkien) donde se desarrollan los hechos en torno a un gran río, que da nombre a la novela. Parece que la culminación de su polifacética vida artística que no se separó mucho de su cotidianeidad, fue esta obra de ficción, ideal de sus sentimientos, de su destino vital. Fue la cúspide de una intensa vida, llena de logros empresariales, artísticos y también sociales.
Creo firmemente que cuando el mundo que te toca vivir no te gusta, es lícito que puedas crear uno a tu medida. Si pensamos que todo esto es una utopía y una pérdida de tiempo propia de ilusos, debemos meditar sobre la necesidad de todo ser humano de forjarse un destino, un ideal de vida, algo que nos enganche a ella para siempre, que nos aleje de la nada. La vida no espera, eso, en definitiva, lo hace la muerte. 


martes, 27 de febrero de 2018

El rumor de la vida


La hallé haciendo limpieza en el desván de mi casa. Estaba guardada en su marchita funda de cuero marrón al lado de otros objetos del pasado de mi familia. La caja contenía pequeñas reliquias inservibles, aquellas que nos resistimos a tirar por su valor sentimental y porque son objetos que tocaron nuestros seres queridos. Son, al margen de las fotos, lo único material que nos queda de su recuerdo.
La cámara, una Univex sencilla de los años cuarenta, la habría comprado mi padre tal vez en los cincuenta, unos cuantos años antes de que yo naciera, poco o nada de ella correspondía ya a mi mundo material. En aquellos tiempos de penuria, la vorágine de innovación y frenesí técnica que nos invade hoy habría parecido un cuento utópico, una fantasía futurista en la mejor línea de Asimov o Ray Bradbury. Probablemente era un modelo réplica bajo licencia americana que se fabricaba en España por aquellos años. Su sencillez es tal que parece sacada de un museo de la prehistoria de la fotografía. Desde el punto de vista material su valor es mínimo; pero para mí lo tiene en el plano sentimental, pues aún recuerdo haber jugado con ella de niño, cuando ya era por entonces un objeto obsoleto e inservible. Su supervivencia en la casa de mis padres y después en la mía es uno de esos misterios que nos sorprenden por fortuitos, porque docenas de objetos que nos pertenecen y que apreciamos, desaparecen sin más en algún momento de nuestras vidas. Es más que probable que algunas de las escasas fotos que aún conservo de cuando era niño están hechas con ella. Es como si, adentrándome en esta humilde caja oscura pudiera rememorar mi niñez, un mundo material y espiritual desaparecido en una pequeña casa de un barrio obrero de la Ciudad Invisible.
En este tema soy de los que creen, contradiciendo mis postulados racionalistas, que las cosas no suceden por que sí, que hay una compleja e invisible red de relaciones entre los objetos y los sucesos, las ideas y las personas para conformar y entretejer nuestra vida, y que todo ello, si sabemos condimentarlo bien, se trasmuta en una forma de arte de vivir. Por eso, cuando días después de recuperar este pequeño objeto mágico que acabo de describir, recibí la invitación de un amigo para que asistiera a una insólita sesión de cine, supe que ambas cosas estaban relacionadas.
El viejo cine se hallaba en un barrio céntrico de la capital, una de esas calles que conserva el valor de lo castizo al margen de que se haya convertido en entorno de moda entre las gentes con posibles. Me llamó la atención el hecho de que la finca en cuestión no hubiese sido sustituida por una cadena de tiendas de moda, o por un restaurante de cocina rápida o alternativa. Seguía siendo un cine, y su aspecto era el que bien pudiera haber tenido décadas antes, cuando esas acogedoras salas oscuras eran templos de los dioses, un lugar al que acudíamos para ver las maravillas que no se podían contemplar de otro modo.
Había una razón por la que un local así había sobrevivido a la especulación y a la destrucción de esas salas entrañables. Una excéntrica mecenas, “forrada” de dinero y enamorada del viejo cine de su infancia, había decidido comprarlo y restaurarlo, y no solo había hecho eso, sino que lo había insuflado vida. Cada fin de semana en sesión única proyectaba películas clásicas. Lo hacía sin cobrar la entrada, hasta llenar el aforo de la sala, y ella misma se reservaba una butaca para asistir a las proyecciones. 
Si el exterior del cine era evocador, el interior lo era en grado sumo. Del primero me sorprendió la cartelera en la entrada que mostraba, además del cartel oficial de la película, distintos fotogramas de esta. Era una práctica que se hacía en tiempos de mi niñez y adolescencia, que había olvidado por completo. Todos los invitados eran recibidos por un empleado de uniforme y acomodadores de ambos sexos nos esperaban y distribuían en el interior de la sala. 
Cuando se hubieron apagado las luces, los pude ver pulular por los pasillos con las linternas acomodando a los rezagados. El interior se asemejaba a un teatro, con sus finas columnas de fundición, el suelo enmoquetado, la pantalla cubierta por una cortina y las butacas color rojo borgoña. Al pisar la moqueta sentí el retorno del tiempo pasando bajo mis pies. Ese característico sonido de pasos atenuados eran unos segundos de transición al maravilloso mundo de los sueños. Recordé con pesar distintos cines de la Ciudad Invisible hoy desaparecidos, algunos incluso físicamente, otros abandonados en espera de una utilización más prosaica de su espacio. El cine Marjul, El Calderón, El cine del Prado, El Coliseum y el de mi niñez, el más visitado en ella, el por entonces Cine Palenque, hoy un magnífico teatro. Se conservan en mi memoria en nítidos flases, al igual que los recuerdos de las películas que visioné y las gentes con las que fui a verlas. Entonces no hacía falta ir a cada cine a ver las carteleras; en la plaza, en unos expositores adosados a una fachada de una de las casas de esta, informaban de los filmes que en cada cine se proyectaban. Se hacía, como he dicho antes, a través de fotogramas.
Las cortinas de la pantalla empezaron a descorrerse a la vez que las luces se apagaban. El filme, titulado Smoke, lo había visto en su estreno allá por los años noventa; pues a pesar de lo desconocido entre el gran público es, al menos para mí, un clásico. Todo esto si hacemos caso, eso sí, a una de las múltiples definiciones del término clásico que Italo Calvino da sobre ellos en el glorioso prólogo de uno de sus textos.
Fue como volver a leer un libro.  Cuenta las vivencias de un estanquero y de la parroquia de clientes que acuden a su tienda. Es una preciosa historia que no debe ser contada, ni siquiera resumida. Quien no la haya visto se pierde una verdadera lección de cine, una de esas pequeñas joyas que se hacen con pocos medios, actores de primera y un gran talento. El guion sigue las directrices del universo de Paul Auster; porque es el propio Auster el que lo compuso y se nota su mano desde el primer momento. Todos los personajes de la película tienen alma y los actores que los representan, hasta el último de ellos, hacen un trabajo memorable.
Rescataré únicamente una escena que me fascina. En ella Auggie, el estanquero, interpretado magistralmente por Harvey Keitel, saca un trípode todas las mañanas que echa Dios al mundo para fotografiar su calle, la misma esquina todas las mañanas a la misma hora. En teoría la misma imagen. Cuando uno de sus parroquianos, un escritor en horas bajas interpretado por William Hurt le pregunta extrañado porqué hace siempre la misma foto, el estanquero le contesta que efectivamente son iguales y no lo son. Cada una es distinta de las otras: la luz de verano, de invierno; el tiempo lluvioso o soleado; días festivos o laborables; las personas que pasan con ropa de verano, de invierno, a veces las mismas personas que ser repiten, otras no, pero todas posando sin saber que forman parte del plan de un demiúrgico fotógrafo.
Recordé a Heráclito y su teoría del devenir, esas corrientes de vida que no son sino personas que discurren a nuestro lado; un cauce que se resume en tiempos de vida, en cruces causales o casuales que terminan siendo decisivos o triviales, según nuestro estado de ánimo tenga el valor de transformarlos en una cosa o la otra. Esta película no es solo una buena película, es un reflejo del rumor de la vida, que lenta e inexorablemente se escucha cada minuto del filme y que transcurre anónimamente en ese rincón del mundo.
Cuando las luces de la sala se encendieron y la gente comenzó a desfilar, me quedé un rato sentado mirando pensativamente los créditos, mientras continuaba la banda sonora de la película. Admiro a la gente que es capaz de ser consciente de este acontecer de las cosas, de ese humilde y diario transcurrir y convertirlo en arte. Porque arte es esencialmente la consciencia y el cine tiene esa magia.
Los más de nosotros no somos receptivos a ese influjo, a esa pulsión de fondo más que en momentos puntuales, aquellos en los que sonreímos a la cámara de un amigo o un familiar. Luego, al pasar las páginas de un álbum, nos miramos extrañados al vernos en esas instantáneas. Nos extrañamos porque creemos que no cambiamos, que somos siempre los mismos, la misma foto repetida una y otra vez. Pero no, no somos nosotros, ya no. Esos múltiples “yo” se perdieron en el cajón del olvido, y únicamente esas imágenes nos dan fe de que alguna vez fuimos alguien, de que vivimos y lo seguiremos haciendo para los seres queridos que nos sobrevivan. Esas imágenes y los objetos que nos pertenecieron serán testigos mudos, pero testigos a fin de cuentas, como lo es aquella vieja cámara olvidada en mi desván.