jueves, 26 de diciembre de 2019

En la Roma de Piranesi


Un anticuario amigo mío adquirió recientemente un lote de libros de una biblioteca particular. No me dijo la procedencia, pero sí que con ellos había adquirido un cartapacio con unos grabados del siglo XVIII. El conjunto iba precedido de una singular misiva fechada en Roma y dirigida a un desconocido caballero de la Corte de Madrid, receptor de las láminas. La carta decía así:

“En Roma a 2 de junio de 1777
Amigo y señor:
Hará siete días que llegamos a Roma y es momento de darle cuenta de las gestiones y visitas que hemos hecho en su nombre. Con esta mi relación le envío un adelanto de lo adquirido hasta ahora que, con ser poco, será celebrado por V., no menos que el relato de lo vivido y admirado por estos sus servidores.
Roma es una y mil. Tengo por seguro que ninguno de nosotros hemos vivido la misma ciudad. es por eso por lo que, humildemente, voy a mostrar mi visión de las cosas, que será, lo doy por hecho, muy distinta de la que tienen los que me acompañan.
Entramos en la urbe por la Puerta Salaria procedentes de Ascoli. Habíamos hecho noche en una posada a unas leguas de la ciudad para entrar a la mañana siguiente ya descansados de tan largo viaje. Estábamos deseosos de llegar a nuestro destino. Nos detuvimos sin embargo en el Puente Salario, ya muy cerca de la muralla, no solo por la singular disposición de este sino porque, una vez cruzado, hallamos a un grupo de hombres tomando apuntes y dibujos. Así fue como conocí al caballero Piranesi y a sus acompañantes. Me explicó que aquel puente había sido testigo de las hazañas de Belisario, el valiente general de Justiniano, el cual la fortificó en su lucha feroz contra los ostrogodos. Roma, ya no era en aquel tiempo más que una sombra, pero seguía siendo un símbolo por el que luchar.
Fue un feliz encuentro aquel que tuvimos de buena mañana, pues el cavaliere Piranesi al ver nuestro interés por las cosas del pasado, se prestó a servirnos de guía e incluso a buscarnos alojamiento sin tardanza. De camino a la Strada Felice donde tiene su taller, nos fue dando un rodeo por lo que hoy es la ciudad, que es menos de una quinta parte de lo que fue en tiempos de los emperadores. Roma es un caos en el que se mezclan ruinas dispersas, edificios magníficos y sueños. Los lugareños conviven con vestigios de un pasado glorioso al que apenas prestan atención. A pesar de ser sus habitantes, al visitante le produce desasosiego su presencia, es tan discordante y a la vez tan necesaria, que no puedo por menos que pensar que sin ellos, Roma no sería lo que es; pero con ellos se vuelve inquietantemente atrayente.
Paseamos atónitos por los restos de la que fue la más grande de las termas de Roma: las de Diocleciano, perseguidor de cristianos al tiempo que gran reformador. Dice nuestro anfitrión que probablemente tenían unas dimensiones de más de 1250 pies de lado y que entraban en ella unas tres mil almas, cosa de creer, dadas las gigantescas arcadas. A pesar de que la maleza y la desolación campan por sus rincones, el edificio sobrecoge. Y no era el único de este tipo que había en Roma en aquel tiempo.
El caballero Piranesi es arquitecto y artista, me dice que se ha especializado en hacer grabados con planchas de cobre en los que representa el mundo romano en todos sus aspectos. Es un romanista convencido frente a los que, como el caballero Winkelmann, hablan de una primacía de la arquitectura griega sobre la romana. Piranesi niega esto y está dispuesto a demostrarlo. Mide, calcula y dibuja cuanto ve y lo hace con tal denuedo y talento que he decidido adquirir no solo sus grabados, de los que le envío una pequeña muestra, sino también una obra monumental en cuatro volúmenes sobre la arquitectura romana que el mismo ha editado.
Llegamos al Coliseum. Si las termas son monumentales, el anfiteatro que construyeran Los Flavios sobrepasa todo lo imaginable. Al caballero Piranesi le brillan los ojos mientras nos muestra la desmesura de sus estructuras. Habla de un talento de los arquitectos romanos para solucionar problemas que aún hoy nos abrumarían de tener que hacerles frente. En el interior, todos imaginamos los espectáculos que se llevaron a cabo allí, pero él no tiene ojos para esas imaginaciones sino para hablarnos de los retos de sus constructores. El emperador Flavio Tito, delicia del género humano, tal vez uno de los mejores gobernantes que tuvo Roma, lo terminó en el año 80 de nuestra era. Contrasta lo que le comento a V. con las cercanas ruinas del descomedido palacio de Nerón, la llamada Domus Aurea, del que quedan pocos, pero impresionantes restos.
La decepción se apodera de nosotros al llegar al Foro Romano, unas pocas columnas aquí y allá sobreviven. Únicamente Los arcos de Tito y de Septimio Severo nos hablan de las glorias del corazón del Imperio.
Roma es nuestra madre, nos cuenta Piranesi, vayamos donde vayamos las gentes de la vieja Europa y de la cristiandad, hallamos nuestra deuda para con ella. Así, nos hace recorrer en nuestro rodeo hacia su taller: el teatro de Marcelo encastrado y reutilizado como palacio; la Isla Tiberina que corta el Tíber en dos, y posteriormente llegamos a la portada del Panteón de Agripa, hoy convertido en la iglesia de Santa María de los Mártires, donde nos llena de admiración su gigantesca cúpula. El recorrido termina en Castel Sant’Angelo, el antiguo mausoleo de Elio Adriano, al que llegamos por el puente del mismo nombre. En lontananza vemos la cúpula de San Pedro, pero nuestro anfitrión nos dirige ya a su taller.
Al entrar en él comprendemos el afán de Piranesi en mostrarnos algunos de los monumentos antes de llevarnos a su casa. Nos ha hecho beber unos sorbos de la impresionante y confusa ciudad para luego mostrarnos su trabajo y así comprender su obra.
Los siguientes días de nuestra estancia nos lleva por innumerables rutas posibles, unas dedicadas a los restos antiguos, otras a monumentos e iglesias actuales y pasadas. Roma es como un gran mosaico de restos, decadente y admirable, donde se mezclan las eras y los tiempos en un caos incomprensible y bello. 
En el taller de Piranesi trabajan su hijo Francesco y sus colaboradores. El mismo se afana en cada detalle: se dibuja, se trabajan las planchas, se imprimen fabulosas representaciones de cada rincón de la vieja ciudad, de cada edificio pasado o reciente. Tumbas, acueductos, termas, estadios, anfiteatros, Iglesias, todo es representado con la belleza de un Tiepolo o un Canaleto, gentes venecianas de su mismo origen; pero él añade un no sé qué de misterio, de añoranza por las cosas viejas y perdidas. Sus representaciones son rigurosas y al mismo tiempo grandilocuentes. He visto el Coliseum y otros edificios, y aquí en su taller hallo en sus grabados algo que no he podido ver en la realidad de los restos. Tal vez se trate del prodigioso contraste entre luces y sombras o sea fruto de sus admirables perspectivas, no sé decirlo, es algo para lo cual ninguno de nosotros está preparado. Se diría que Piranesi estuviese dotado de un genio, un numen para representar las cosas dotándolas de alma y misterio.
Nos abre una edición de su Le antichità romane, una obra monumental que contiene todo aquello que hemos admirado de la cultura romana. En ella se añaden abundantes y precisas anotaciones de como aquellos gigantes de la ingeniería y la arquitectura construían los edificios, los acueductos, las calzadas. Incluso planos de la Roma antigua son descritos aquí con el encanto dulce y marchito de las cosas perdidas.
Pero lejos está la posibilidad de que este hombre deje de sorprendernos. De hecho, este trabajo que le ha llevado décadas no es fruto de su imaginación, sin duda muy desarrollada a juzgar por ciertas representaciones fantásticas de cárceles romanas, lo que él llama Invenzione capricciose di carceri, totalmente imaginarias; sino porque cada dibujo, cada vista, sus vedute todas, son fruto de un trabajo de campo ingente e indudablemente preciso.  Excava, mide y documenta, y fruto de todo esto son sus maravillosas vedute. Como le digo a V. no caben más sorpresas, pero estas llegan. Nos hace pasar a unas salas anexas a sus talleres del palacio de la Strada Felice. En ellas se muestran objetos y reliquias halladas en sus múltiples excavaciones dentro y fuera de la Ciudad Eterna. El propio cavaliere Piranesi las clasifica, las restaura y las vende. Me he tomado la libertad, en su nombre, de adquirir algunas de ellas para que V. las disfrute y se regale de su antigüedad y belleza.
Antes de despedirme de V. le comunico que permaneceremos unos días más en Roma, luego partiremos hacia el sur, a Nápoles, acompañando a Piranesi en un viaje de exploración a Paestum, una antigua ciudad griega que este hombre, incansable y apasionado, quiere visitar.
Una tarde en el maravilloso crepúsculo romano interpelé a Piranesi del porqué de tan ingente obra. Me contestó que tenía una necesidad de conocimiento e interés por cuanto le rodeaba, que este le hacía generar grandes ideas y a ellas les dedicaba el alma.
Al oírle hablar uno tiene el deseo de seguirle, se contagia de su entusiasmo, de su pasión por la antigüedad. Y tengo la sensación de que da lo mismo a lo que nos dediquemos en nuestras humildes vidas; si la pasión nos guía en nuestro afán, ellas cobrarán sentido.
Servidor y amigo de V.
G. M. J.”


*Todos los grabados expuestos proceden del rico fondo que, de la obra de Piranesi, tiene la Biblioteca Nacional de España.

martes, 6 de agosto de 2019

Códices


“Tú que te aprovechas leyendo, no te olvides de la mano del copista para que el Señor a quien oras, no tenga en cuenta sus pecados…”
Comentario de Beato al Apocalipsis de Silos. Siglo XI.

De la mano firme y paciente del escriba iban surgiendo los signos sin aparente dificultad. Solo se guiaba por las casi imperceptibles líneas de la impaginatio que, previamente, él mismo había trazado sobre el pergamino con la tenue línea de un lápiz de plomo. Los maravillosos y pulcros renglones con la palabra de Dios iban apareciendo ante mi vista entre hipnotizada y admirada por los misterios que oculta un oficio milenario.

Había llegado aquella mañana a la abadía tras rodar kilómetros de carreteras secundarias con un tráfico escaso o inexistente. Al llegar al pueblo me indicaron el camino sin asfaltar que conducía a un monasterio que me decían en las alturas, pero cuyos muros no se veían por parte alguna. El bosque cubría las laderas y el camino que se adentraba en él, se difuminaba sin indicar hacia qué lugar debía mirar para intentar localizar alguna torre o aguja.

Ascendí por el camino siguiendo un recodo tras otro sin divisar nada durante más de media hora hasta que, tras una curva que esquivaba bruscamente un profundo barranco, pude ver como una sólida y acastillada torre cuadrada emergía entre la masa verde. Aún me quedaba un buen trecho por llegar, fue una preparación perfecta. El lugar era de una increíble belleza. La abadía casi se despeñaba al barranco desde unas pequeñas arquerías sobre unos enormes contrafuertes que la protegían de desprendimientos. La mole que formaban la iglesia y la torre que surgía a su lado, parecía vigilar y preservar desde la altura la delicada arquitectura que tenía a sus pies.

El gótico y el románico convivían sin distorsión en el interior de la abadía. El hermano Tomás, mi cicerone en la visita al cenobio era un monje pequeño, de pocas carnes y aparente debilidad. La comunidad había tenido tiempos gloriosos, así lo atestiguaba el coro de la iglesia, pero en la actualidad la veintena de monjes que tenía el convento no llenaban ni la mitad de los huecos de aquel.

Lámina 1*
Lo primero que visitamos fue el scriptorium. Era una amplia sala, llena de la luz generosa que tres enormes ventanales regalaban a un espacio lleno de códices sobre sencillos estantes que cubrían las paredes. El espacio entre ellos lo ocupaban tableros y escritorios. En él trabajaban cuatro hermanos además de Tomás que era quien estaba copiando aquel salterio. Era el encargo de un comitente extranjero. Observé el hueco dejado a la izquierda para la bellísima letra capital historiada que aparecía en el original. Eran raros encargos así. Según me decía el hermano Tomás, costaba mucho tiempo y un trabajo ingente de meses finalizar un objeto tan bello y duradero como era un códice. Las más de las veces, los encargos eran humildes copias de un único pliego de una de las bellas obras que atesoraba el convento. Me explicó que el trabajo de copia de los textos sagrados era minucioso. De hecho, había pocos errores en los códices medievales si los comparamos con otros textos profanos. Esto era debido al celo que los copistas sagrados ponían en su labor.

Me desplacé a observar el trabajo de otro de los monjes, estaba iluminando un texto ya escrito, aplicando pan de oro en torno a una gran letra capital. El texto era más sencillo que el que estaba ejecutando Tomás, pero, en el interior de la enorme letra “P”, el hábil dibujante había podido incluir la escena de la anunciación enmarcada por una sumaria, pero elegante arquitectura. Llenar de miniaturas y viñetas historiadas los huecos dejados por el copista constituía otra de las fases de una paciente labor que incluía la fabricación del pergamino, la copia, la iluminación y la encuadernación del volumen. La cubierta del códice, caso de sobrevivir, era por sí sola una verdadera obra de arte.

Lámina 2*
Tomás me explicó que lo que daba un valor añadido a su trabajo era que, en todas y cada una de las fases de aquél, incluida la fabricación de los tintes para letras y esmaltes o pinturas para los dibujos, y todos los materiales restantes eran fabricados a partir de elementos naturales y con técnicas medievales. Yo mismo pude ver cómo, delante de mis ojos, cortaba con un cuchillo y afinaba la punta de una pluma de ave con la habilidad de un experto. Los mismos monjes las lavaban y endurecían en tierra caliente. 

Asimismo, como los cálamos, todo el material de scriptorium que utilizaban (compases, punzones, reglas, cuchillos de mano, raspadores, lápices de plomo, etc., eran copias idénticas de sus predecesores medievales. La fuente de información de todas estas colecciones de objetos eran los mismos códices que copiaban, donde con frecuencia, aparecían en miniaturas los monjes trabajando.


Tomás y yo abandonamos momentáneamente el scriptorium y salimos al claustro. Me sugirió que me quedara unos días con ellos, dijo que me vendrían bien para descansar y reflexionar. Rechacé amablemente su ofrecimiento mientras quedaba admirado por la sucesión de arquerías que rodeaban el jardín. La decoración de sus capiteles, elaborada por un escultor anónimo del siglo XI, se componía de un amplísimo programa iconográfico. Animales fantásticos, aves monstruosas, leones enredados, gacelas aladas, arpías, además de bellas decoraciones vegetales se sucedían sin dejar a la vista descansar en uno solo de aquellos bajorrelieves; porque cuando lo intentabas, deteniéndote en algún detalle, ya el siguiente reclamaba tu atención.

Hablamos en el claustro sobre arte y fe. El arte, fruto de paciencia infinita y unas manos expertas que, a su vez, hacían un trabajo de inspiración divina. Y la fe que lo contenía todo como un éter que envolvía el trabajo cotidiano y los oficios litúrgicos de la comunidad. Sentía una admiración cervantina, en el sentido de incomprensible, hacia aquellos hombres, encerrados y viviendo entre la oración y el trabajo que su fundador San Benito, estableció como máxima.
—¿Qué poderosa razón puede mover a un hombre —le dije— a huir del mundo, a renunciar a tantas cosas materiales, a sensaciones y experiencias tan diversas como ofrece?
—Le contestaré a eso con una simple frase: renunciamos a mucho para tenerlo todo, por tanto —objetó— no se trata de ninguna huida. Ser monje es algo difícil de explicar para quien no ha sido llamado. Básicamente renunciamos a todo lo que constituye un obstáculo entre nosotros y Dios. Pero no huimos de los hombres, pedimos por ellos, por la salvación de todos. Nuestra vida es una búsqueda continua del Señor.
En una cultura materialista y atea como la mía —pensé—, hombres así resultan inexplicables. De ahí mi admiración por, a mi modo de ver, una renuncia inasumible.

Entramos en la iglesia. Una impresionante y diáfana nave gótica esperaba a mis ojos. Los finísimos nervios de los pilares que sostenían la bóveda la elevaban a una altura imposible, mientras una luz intensa hacía flotar las tracerías de los ventanales. Aun siendo estío hacia casi frio allí. En ese ambiente y mientras admiraba todo cuanto me mostraba, me era necesario comprender aquel retiro, a aquellos hombres, el porqué de su huida al desierto, a la nada, para encontrar a Dios.
—¿Pero, porqué alejarse, porqué separarse del mundo? —Le insistí.
El monje me miró sonriente.
—En la soledad las limitaciones desaparecen, un monje debe hacer renuncia de sí mismo para llegar a Dios. Con Él, se descubre que el mundo no es más que una pálida ilusión. Tarde o temprano todo hombre, llegada la hora, sea creyente o no, lo comprende.

Volvimos a salir al claustro y nos acercamos a la galería que se abría al abismo. El precipicio me recordó el pasaje bíblico de las tentaciones.  Me imaginé la tremenda batalla interior que debían vivir estos hombres aislados. Como si me hubiese leído el pensamiento Tomás continuó.
—Es una elección plenamente consciente. Si te olvidas de pasiones, orgullos y vanidades eres enteramente libre. Eso consigue la fe, te libera de pesadumbres y te llena de alegría y esperanza.
Le expliqué que yo era incapaz de sentirla. Probablemente porque ese concepto no complacía a mi razón, siempre con la duda como estandarte, como rémora tal vez.

Me quedé una semana en la hospedería de la abadía en la que compartí con ellos su humilde, pero estimulante vida. Medité sobre mí mismo mientras paseaba por el claustro, los veía trabajar, u oyendo sus rezos en forma de bellísimo canto que llenaba la nave de la iglesia con su sonora luz. Un tiempo que jamás imaginé pasar en un lugar así. Y me fui de allí en puridad, igualmente ateo, pero lleno de energía, revitalizado. Probablemente esa energía me la insuflaron a partes iguales el lugar, el ambiente; pero sobre todo aquel monjes sencillo y sabio compartiendo conmigo su saber en frecuentes e interesantes charlas. En el camino de regreso recordé las últimas palabras del hermano Tomás.
—Créame que no estamos tan lejos. La fe y la razón deben convivir, recuerde al Maestro de Aquino. Ambos, usted y yo, tan alejados aparentemente en nuestro diario devenir, nos buscamos a nosotros mismos. Yo copiando humildemente la palabra de Dios sobre estos pergaminos y usted, usted arrastrado más allá de la razón, haciéndose preguntas a sabiendas de que no las puede contestar.


           ***


Este texto está dedicado a las comunidades religiosas de Santo Domingo de Silos y de San Pedro de Cardeña en Burgo.

Lámina 1.  Psalterium Romanum.—S. XIII. BNE
Lámina 2. Alberto Magno, Santo. De laudibus Virginis Mariae.— siglo XV. BNE.

sábado, 8 de junio de 2019

De sueños y pesadillas


Un amigo de la facultad me había mandado una invitación a un evento en el que el arte jugaba un papel fundamental; pero no explicó gran cosa, aparte de que en él se hablaría con profusión del pintor suizo Johann Heinrich Füssli, conocido entre los británicos como Henry Fuseli. La tarjeta indicaba una dirección de un pueblo de la sierra y supe que se trataba de un viejo caserón del siglo XIX, rehabilitado con mucho dinero y mejor gusto. La lluvia caía con fuerza sobre nuestro coche mientras Martín, que se inclinaba sobre el parabrisas para ver mejor, me explicaba que iba a asistir a una singular forma de ver el arte. En realidad, yo iba a ser el único espectador realmente novel de aquello, pues todos los asistentes conocían y participaban de todo cuanto iba a ver y disfrutar.

Nuestro anfitrión, un excéntrico hombre de negocios, era un entusiasta del Romanticismo como movimiento literario y artístico y todos los años organizaba una convivencia con sus amigos y conocidos en su vieja mansión de la sierra. Había un invitado al evento como espectador, por lo general, cercano a alguno de los participantes a aquel extraño aquelarre artístico. Lo primero que me sorprendió fue ver a la entrada una pintura de Henry Fuseli, Thor golpeando a la serpiente Midgard, presidiendo el acceso. La tenue iluminación ambiental y la cuidada luz en torno al cuadro creaban una atmósfera irreal, en la que dos titánicas fuerzas mitológicas se enfrentaban en un mar embravecido.

La parafernalia romántica nos envolvía, no solo la decoración y mobiliario, sino también en detalles como la vestimenta de los sirvientes que nos atendían, todo ello muy cuidado y centrado en la primera o segunda década del siglo XIX. Martín me fue presentando gente sentada en canapés y sillas Estilo Imperio, con las mismas vestimentas que los sirvientes, pero con gran dispendio de telas caras y diseños suntuosos. En mi habitación, sobre la cama y en el armario, había ropa de época. Literalmente me transformé en uno de ellos y así pude recorrer las tertulias informales y corrillos del salón y las salas adyacentes, sin que nadie, aparentemente, reparara en mí.

Enseguida fui presentado a mi anfitrión. Era un rubicundo y sonriente hombre de casi dos metros que se paseaba entre los grupos saludando a unos, estrechando la mano a otros y portando un libro de Byron bajo el brazo. De vez en cuando abría el volumen y, con gran entusiasmo, entre histriónico y divertido, les recitaba algo con pomposa solemnidad.
Nos sentamos junto a una de las ventanas del salón. La lluvia fuera arreciaba y un fogonazo anticipó el estruendo de un trueno. Mi anfitrión estaba exultante.
—Excelente tiempo —me decía, mientras observaba mi cara de estupefacción— no ponga ese gesto, este tiempo es magnífico para mis planes, además la previsión es que continúe todo el fin de semana. ¿Sabía usted que el verano de 1816 fue extraño en extremo? 
Entre risas me contó que tal vez debiéramos a este extraño fenómeno de tiempo inusualmente frio la creación de dos mitos del Romanticismo, Dos monstruos que ya no nos abandonarán jamás; el Nuevo Prometeo y el Vampiro.
Conocía la historia mil veces contada y narrada en libros y películas. La reunión en Villa Diodati, cerca del Lago Ginebra, de cuatro genios de la literatura romántica: Byron, Shelley, Mary Shelley y Polidori en 1816. Fue aquel un verano tan lluvioso y frío que impidió a los amigos navegar y dar paseos por la campiña, lo que les incitó a escribir.  Me vino a la memoria la histriónica recreación que Ken Russell hizo de este episodio en su filme Gothic, frente a la mejor llevada de Gonzalo Suarez en Remando al viento. Es posible que mi elección mental se debiera a que, presidiendo aquel rincón del salón, estaba una de las obras más conocidas de Fuseli: La pesadilla; cuadro que es visualizado y recreado por Russell en el filme. Nuevos relámpagos iluminaban el rostro demoníaco del íncubo que acecha a la dama. Si la intención de mi anfitrión era sumergirnos en los misterios de la poética romántica, a mi entender lo había logrado. Bien era cierto que en todo aquello había un punto de exceso; pero no lo era menos que, con imaginación, debía suplir el láudano que circulaba entre los protagonistas de hace dos siglos, para que entráramos en el trance necesario.

Pero si había pensado que todo aquello no pasaba de ser la locura de un hombre que no sabía cómo gastar el dinero, me equivocaba de medio a medio. La noche siguió con una cena, donde corrió el vino y fueron recitadas poesías de Percival Shelley, Lord Byron, fragmentos de El Vampiro de Polidori y pasajes del Frankenstein de Mary Shelley. A la mañana siguiente en otro salón acondicionado como pequeño teatro, una profesora con acento inglés dio una disertación sobre las ilustraciones que Fuseli hizo de Shakespeare. Era sorprendente que el gran artista llegara a la pintura tardíamente, convencido de ser más un ilustrador de literatura que un pintor de genio, pero así fue. Mientras ella hablaba, las imágenes se proyectaban en la pantalla, mostrando personajes del gran dramaturgo recreados por la mente de Fuseli. Al final de la charla nos recomendó encarecidamente una magnífica obra sobre el tema.  Fuseli, Shakespare’s Painter, de Giulio Carlo Argan.

No fue esa la única disertación. El domingo por la mañana asistimos a otra en la que un profesor de arte nos sumergió en el ambiente de pesadilla y sueños que fue el mundo onírico de Fuseli. No solo se centró en el maestro suizo, del que tenía materia de sobra, sino que se acercó a él comparándolo a otro genio de nuestro arte, contemporáneo suyo: Francisco de Goya. Fue una conferencia memorable en la que tan pronto el sueño de la razón producía monstruos, como que estos eran creados por ella directamente, apenas velados por los limpios ropajes de nuestra civilización.
Comidas y cenas se transformaban en episodios creativos, influidos por los vapores del vino que desinhibía a los menos lanzados. Se recitaban poesías propias o fragmentos de obras ya creadas. También algún dibujante trazaba en carboncillo imágenes mitológicas, oníricas o dramáticas inspiradas en Fuseli, mientras un hombre de letras leía en voz alta alguno de los aforismos del artista. En otras ocasiones breves performance, recreaban momentos imaginados en aquella villa del lago y otros salidos de la imaginación de sus autores. Todo valía y todo era invención e ingenio, con gran gusto de los presentes.

En compañía de nuestro anfitrión, recorrimos las salas del viejo caserón, todas contaban con una o varias reproducciones de tamaño real de los cuadros de Fuseli. No eran pinturas propiamente dichas, sino facsímiles de gran calidad que simulaban perfectamente el ambiente que se deseaba crear. Supuse que cada año cambiaba el autor y la temática, pero siendo que la casa estaba perfectamente ambientada en el primer tercio del siglo XIX, cualquier pintura romántica encajaba como un guante en aquel decorado. Pero iba de sorpresa en sorpresa, mi cicerone no solo era un entusiasta más o menos informado del tema que le gustaba, era en realidad un verdadero experto en pintura del siglo XIX. Su conversación no desmerecía a las de sus muchos invitados, prácticamente todos profesores de historia del arte, o de literatura, escritores, historiadores y artistas de todo pelaje.

La última velada nos reunimos con expectación en el salón de actos donde habían tenido lugar las disertaciones. El telón estaba bajado y había un murmullo general de intriga. Lo que iba a ocurrir al levantarse la tela, solo lo sabían el anfitrión y un reducido grupo de sus acólitos. Sin música y sin anuncio alguno el telón se levantó lentamente mientras el público permanecía en un respetuoso silencio.
Apareció en medio de la escena un hombre de edad indefinida, pronto supimos que se trataba de Henry Fuseli interpretado por un actor. Iba ataviado con las mismas ropas y el mismo peinado de un retrato que le hicieron cuando no debía tener más de cuarenta años, que yo había visto en una de las salas. Fuseli, sentado en un escritorio, garabateaba con una pluma febrilmente y de pronto se levantó y comenzó a hablar. Se inició con un extraño exordio, formado por algunos de sus aforismos célebres: tales como:
“La belleza, aislada de cualquier otro aspecto, puede desembocar fácilmente en la banalidad, saciándonos como nos sacia la posesión.”
“La abundancia raramente logra comunicar el sentido de la grandeza.”
“Sólo una inagotable fatiga puede llevar hacia la perfección; sólo el solemne e imparcial fluir del tiempo abre las puertas de la inmortalidad.”  [i]


Después comenzó a charlar en un lento y melodioso monólogo:
Belleza, grandeza e inmortalidad son fines en sí mismos a los que aspira el artista. Yo los he perseguido cabalgando el negro corcel de la noche, apremiando los sueños como lúcidas visiones celestiales. Las pesadillas, hermanas tenebrosas de aquellos son, en cambio, simas a través de las cuales la mente se sumerge en los resplandores del averno. Otra realidad se esconde tras las veladuras de Morfeo. dioses y demonios oprimen el alma del durmiente como guías a otra realidad, quien sabe si más verdadera que esta en la que os hablo. No durmáis pensado que sois libres, no dejéis que ellos os gobiernen cual desbocada yegua en tiniebla, no penséis, como decía Adison, que el alma, libre del cuerpo, imagina; pero yo os digo que el alma sin consciencia la gobiernan otros…
Sus hipnóticas palabras nos envolvieron a todos, mientras seres de pesadilla eran reflejados en la pared del fondo. El telón bajó y todo quedó en penumbra. Nos retiramos a nuestros aposentos extrañados, como poseídos del alma de Fuseli. Aquella noche soñé, pero fue tan denso el sueño que mi mente protegió mi alma de súcubos y alimañas. Ya no volvería a mirar un cuadro de Fuseli sin estremecerme.
Hay personas que viven fuera de su época y añoran mundos pasados con otros ideales más puros, promesas de vida o principios distintos a los de ahora, todo tan idealizado como falso. Seguramente conscientes de ello, de sus fantasías y soportando a duras penas la realidad que lo contiene todo, viven una vida de sueño. Tal vez los sueños no sean tan malos, si lo pensamos, cuando el presente no nos ofrece nada, a menos que, esos sueños, tan deseados y necesarios, se conviertan en pesadillas.


[i]   González Serrano, C. J.: El pintor de la oscuridad: aforismos inéditos de J. H. Füssli
https://elvuelodelalechuza.com/2017/06/28/el-pintor-de-la-oscuridad-aforismos-ineditos-de-j-h-fussli/