martes, 1 de diciembre de 2015

Templo





Mi cicerone se ha parado poco en la fachada, parece tener prisa por entrar y no lo achaco al frío, sospecho premura de tiempo. Mientras me habla, mis ojos van de los suyos a las bóvedas y de éstas a la pasión que desatan sus palabras. He vuelto a la ciudad invisible. Me he quedado tantas cosas por ver en sus anónimos templos, en sus calles olvidadas, que he decido regresar para encontrar en sus añejos muros, respuesta no contestadas.
 
     Mi guía continua hablando sin detenerse, quiere que sus palabras sirvan de fondo a las imágenes que mi retina intenta fijar. Llevo la cámara conmigo pero, vuelvo a tener misma la impresión, las imágenes no se ajustan a las sensaciones que me embargan. Estamos en la nave principal, la bóveda sobre nuestras cabezas genera una extraña luz, difusa pero evidente, en contraste con cierta penumbra que atesora la parte baja. Mi imaginación fermenta y cree reconocer una platónica dicotomía: lo celestial de lo terrenal, lo ideal de lo sensible. No sé si el artífice buscaba ese efecto, pero es bello y sugerente.
        El templo está vacío, la voz de mi amigo se pierde en un recogido silencio que atesora el espacio. El arte de pilares y nervios ha hecho esclavo este espacio destinado a Dios, se respira distinto aquí dentro. Mi espíritu se ha acogido a sagrado, como aquellos que en tiempos no encontraban otro lugar donde refugiarse, donde estar a salvo de todo. Mi mente parece haber entendido esto y mientras camino entre olvidos y anónimos sepulcros, creo oír los susurros de pretéritos rezos.
        Reconozco el sabor del gótico, de la luz, pero la extrañeza se adueña de mí al contemplar ladrillos tras los revocos que simulan piedra. Extraños símbolos, no obstaste, me dicen que no todo es obra de alarifes, también los canteros de Dios están presentes donde la solidez y la fuerza lo exige. Solo se valora la pureza de estilo, pero no hay mayor belleza que el mestizaje, aquel que se mueve en la línea de sombra, que se asoma a dos realidades distintas. El templo se descubre en ellas en el tiempo en el que el mudéjar se muestra visible aún y el ultimo gótico se vuelve flamígero.
        
 Oigo las dificultades y los avatares de su construcción, los retos de fábrica de las bóvedas en la altura, los defectos subsanados, los escudos de los comitentes, las fechas, los acontecimientos históricos paralelos, mezclados con la nobleza y la realeza de  Castilla, de España al fin. Me pregunto cuántos de estos templos olvidados pueblan la geografía de las Españas y aún de las Américas, que están al margen de los grandes nombres y reconozco que es ello lo que los hace valiosos, como pequeñas joyas arrinconadas en cajones de nuestra casa.
Recorro las capillas laterales que cubren y ocultan los contrafuertes, son como pequeñas capsulas de eternidad. Están a caballo entre dos siglos, protegidas por viejas rejerías que convierten estos templos menores en algo exclusivo e íntimo. Negras letras góticas rezan en latín por el alma de los difuntos de otra realidad, de otro tiempo. Bellas esculturas en mármol o alabastros detienen su paso en el momento en que guerreros o santos han entregado su alma a Dios.  En ellas, en las capillas, encontramos retablos, pinturas, tallas de santos y de vírgenes, sublimes crucificados, ecce homos, dolorosas y toda iconografía necesaria para la invocación y el consuelo de los mortales.
Por una capilla lateral salimos al claustro, austero, este sí enteramente gótico. En él vemos retablos vacíos, restos de esculturas y más sepulturas, unas en el suelo, otras empotradas en la pared y algunos sarcófagos de granito en el patio. Se respira una extraña soledad aquí y una frialdad que contrasta con la luz que llega a través de las arquerías. Parece un pequeño museo de las cosas olvidadas, de distintas épocas, desde los visigodos hasta el Siglo de las Luces. Mi interlocutor me explica el poco común juego de contrafuertes que nacen de la nave, y mientras conozco su origen y razón de ser, sigo la cornisa con sus gárgolas de animales reconocibles unos, fantásticos otros. Erosionados y orgullos pináculos de granito coronas los contrafuerte. Al salir del claustro mi mirada, antes de llegar al umbral de la puerta, se fija en una sepultura sin nombre. Tan solo una pocas letras capitales suelta atestiguan lo que quiso ser el recuerdo de alguien, pero ya no son nada. Le comento a mi guía sobre el particular y convenimos que los epitafios e inscripciones sepulcrales pretende el recuerdo, pero solo retardan lo que terminará llegando: el olvido.
Volvemos a entrar en la nave lateral y recorremos, en lenta sucesión, las capillas hasta llegar a la sacristía. Un bella imagen de la Virgen, de rubios cabellos, la preside; pero yo me fijo en un documento tras un vitrina, un pergamino del siglo XIII escrito en pulcros y cabalístico signos góticos. Se rompe el misterio al conocer la razón de ser de este texto; mas a mí me hubiese gustado no saberla, pues los texto ilegibles o no descifrados tienen un no sé qué de misterio, un halo oculto que los hace especialmente apto para alimentar la imaginación. Esas apretadas y vistosas letras cuya tinta, ya oxidada, que han pasado del negro original a un ocre tenue, me hacen imaginar al experto amanuense copiando el texto sobre el pergamino. En el fondo, lo que nos hace amar el pasado no es el amor a las cosas muertas sino los fragmentos fosilizados de vida, de otras innumerables vidas que poblaros nuestro prestado mundo.
 Cruzamos la nave central y nos detenemos un instante frente al retablo de la Capilla Mayor, neoclásico, que enmarca un gran cuadro de la Asunción de la Virgen, para luego continuar viendo las capillas del lado de del Evangelio. Me llama la atención un lienzo de azulejos de cerámica en el banco de un retablo. Mi acompañante, un tanto exaltado, me habla del pasado glorioso de este arte en la ciudad y de su posterior decadencia. Admiro el horro vacui de un grutesco muy del gusto renacentista que recuerda, como no podía ser de otro modo, la antigüedad clásica.
Casi a punto de salir, en la sala del capítulo, admiramos un bello cantoral abierto, sus pesadas tapas se apoyan en el atril. Estando relativamente lejos, puedo ver con claridad los enormes signos delineados sobre los gruesos pergaminos que le dan soporte. Mi guía me hace imaginar ese maravilloso objeto presidiendo la sillería del coro, hoy desaparecido, y la riqueza de notas de la música sacra ascendiendo hacia la luz del crucero.

Al salir a la plaza todo cambia, vengo de otro mundo, de sonidos apagados por el paso del tiempo, pero me siento bien, esto es el mundo, pero me alegra que aún contenga lo que fue en otro tiempo. En la plaza nos volvemos hacia el templo admirando el bellísimo rosetón de la portada. Miro a mi guía, le noto triste e intuyo porqué, en la escasa hora que hemos permanecido en el templo, nadie ha acompañado nuestro pasos. En una ciudad populosa como es esta, no debería ser así, eso me dice, pero es la realidad.
 A mi regreso a casa busco información sobre el templo, apenas encuentro nada, hasta que indago donde debo. En una magnífica, exhaustiva y ya clásica obra llamada Historia de la arquitectura española del eminente Fernando Chueca Goitia, discípulo del gran Leopoldo Torres-Balbás, encuentro una descripción. Es concisa y casi poética, pero deja constancia de la importancia y peculiaridad del edificio. Luego, en la soledad de mi estudio, visualizo las fotos y rememoro las últimas frases que trabé con mi guía. Las fotos no son digna si no lo son para el recuerdo vaporoso e impreciso, pero sí lo son las reflexiones, a medio camino entre la exaltación y la melancolía. Exaltación por el descubrimiento de realidades ocultas, abandonadas; melancolía porque una vez descubiertas, el manto del olvido vuelve a cubrirlas inexorablemente.

        En la despedida, mi guía me acompaña a la estación, el frio nos sigue al borde del ocaso entre las hojas muertas del otoño. Le prometo volver si, en la búsqueda de otras pequeñas joyas de su ciudad, él me acompaña. Una sonrisa abierta ilumina su rostro y la veo difuminarle en la oscura estación cuando el tren se aleja de la ciudad invisible.