domingo, 2 de octubre de 2022

Ur, de viajeros y arqueólogos.



No esperaba una típica casa suiza, pero allí estaba. Era una fachada sacada de un libro de Juana Spyri, de planta baja más dos alturas y un tejado a dos aguas que terminaba en dos grandes aleros. Sus contraventanas verdes contrastaban con el blanco de sus muros, dándole un aspecto de casa de muñecas.  Su dueño, un diplomático español ya retirado, me había citado allí, en lugar de un balneario que solía frecuentar en Yverdon-les-Bains, cerca de otro lago, el Neuchâtel; no le faltaban motivos para ello, me hubiese perdido muchos detalles de no haber visitado su interior. Juan de Vinuesa y Calafat procedía de una añeja familia aristocrática cuyo padre, del mismo nombre, había sido un apasionado de la arqueología. Comenzó contándome cómo su antecesor, desde bien joven y con una sólida posición financiera había participado intensamente en la vida cultural del Madrid de los veinte. El foco más distinguido y vanguardista era la Residencia de Estudiantes que albergaba la flor y nata de lo que sería una generación de intelectuales irrepetible en España.

—Mi padre se unió con entusiasmo al grupo del Duque de Alba al crear El Comité


Hispano-inglés. —y añadió— No lo creerá joven, pero lo cierto es que aquella institución tan progresista y moderna era en gran parte financiada por nuestra más rancia aristocracia.

—He oído hablar de ese Comité —le dije— y de las conferencias de personalidades de la ciencia que promovió.

—Me quedó grabada en la memoria las impresiones que le causó a mi padre la conferencia en la Residencia de un arqueólogo británico que visitó Madrid en 1929. Ante los asombrados ojos de unas trescientas personas, el que luego sería Sir Charles Leonard Woolley, explicó, acompañándose de abundantes fotos y dibujos, sus descubrimientos en el cementerio Real de Ur. Me contó muchas veces como aquello fue la causa por la que se entregó en cuerpo y alma a los estudios orientales y más concretamente al país de Sumer, cuna de la civilización.

—¿Cómo fue aquella conferencia? —e inquirí—¿Cómo era Woolley?

—Le causó una honda impresión —contestó mi anfitrión con la pasión que deja la memoria— Primero de todo un perfecto gentleman, minucioso y profesional. Un arqueólogo tal como hoy lo entendemos, pero al mismo tiempo un magnífico publicista de su propia obra, pues no sé cansó de promocionar sus excavaciones con conferencias por todo el orbe. Mi padre lo admiró siempre. Explicaba sus asombrosos descubrimientos con ese desinterés muy de los británicos, ya sabe, la famosa flema, como si no tuviesen importancia; pero con esa mirada de águila que todo lo escudriña y revisa. Su conferencia no solo se quedó ahí. Estaba interesado en relacionar sus investigaciones con el relato bíblico e insistió en hablar de Abraham, Patriarca cuya cuna fue precisamente Ur, y del Diluvio que tienen un precedente en la epopeya sumeria de Gilgamesh. Sabía que esto interesaría a la concurrencia, más si cabe, que el oro y los macabros hallazgos en aquellas tumbas olvidadas.


Mi anfitrión me hizo pasar a la biblioteca. Mi sorpresa fue mayúscula, era como si me hubiera transportado a una casa victoriana con todos los detalles: esculturas, cuadros, relojes, pesadas mesas con patas de bellos torneados, anaqueles llenos de libros, mapas antiguos de oriente próximo en sus muros, armas y otros objetos de la cultura sumeria. Sobre una chimenea decorada con motivos clásicos estaba el retrato de su padre, un rostro sereno y altivo.

—No sé qué será de esta biblioteca cuando yo muera, mis hijos no tienen interés por la arqueología. Tal vez termine cediéndola a una sobrina que parece querer seguir mis estudios, no lo sé. —Me decía esto con pena y resignación, mientras miraba la reproducción increíblemente bella de un arpa sumeria. Una cabeza de toro dorada cuya barba eran incrustaciones de lapislázuli. —a fin de cuentas, esto es el pasado, ahora todo es tecnología e ingeniería financiera.

—¿Su padre estuvo en las excavaciones de Ur? —le pregunté mientras miraba detenidamente su pintura en la pared.

—Sí, desde luego, fue diplomático en Londres un tiempo, antes de ser trasladado a un consulado en Egipto. En ese primer destino conoció a Woolley, a su mujer Katherine, todo un carácter; a T.E. Lawrence (el famoso Lawrence de Arabia) y a otros más. Fíjese en el estandarte de Ur, ¿no es magnífico? Nos dice más de la sociedad sumeria que sus propios textos. —Mi anfitrión se había parado ante una de las obras más representativas de la cultura de Sumer— Nos habla de guerras, de comercio, de impuestos, de la vida cortesana. No ha cambiado tanto la vida en casi 5000 años, ¿no le parece?

—No, por desgracia no. —contesté y añadí— es difícil imaginar una Edad de Oro donde no ocurrieran cosas como las que vivimos hoy.

—En ese sentido, en cierto modo Woolley sacó del error a muchos investigadores impresionados por aquella cultura. Los sacrificios humanos de aquella primigenia dinastía, que por otra parte no se repitieron, nos hablan de una sociedad más injusta y violenta de lo que imaginábamos. No solo desenterró armas y bellas arpas, también decenas de cadáveres de los desgraciados sirvientes que fueron obligados a acompañar a los monarcas a su última morada. Muchos investigadores simplemente obviaron esto al hablar de la increíble cultura sumeria. Tal como tiempo después ocurriría con la cultura maya, a la que, ingenuamente, se la imaginaba modélica. Ningún imperio o cultura, por desgracia, se crea sin opresión de unos sobre otros. Esa es la realidad.

—Cuando me cuenta todas esas impresiones de su padre, me parece oírle hablar de un mundo desaparecido.


—En cierto sentido lo es. Mire esta estancia. Mis objetos del pasado no solo son sumerios, como esta daga ritual o este sello en forma de rodillo; muebles y recuerdos, como ese retrato, lo son igualmente. También los viajes que mi padre hizo en el Orient Express, cuando desde Londres iba camino de Irak y la gente que conoció allí, no solo a arqueólogos, sino escritores y artistas. ¿Ha leído alguna novela de Agatha Christie?  Quien no…pues bien, allí se plantó en Ur, una mujer sola en los años 20. Un viaje increíble en aquella época. Todas esas relaciones y detalles, trenes lujosos y viajes tortuosos, el gusto por las culturas desaparecidas, los lugares que ya no existen, o que han cambiado de tal manera que no se les reconoce; todo, absolutamente todo es solo un recuerdo. Porque aquella época tenia el halo de ver cosas primigenias en su esencia, que ya no lo tienen. La gente visitaba las excavaciones y hablaba con los responsables, como si tal cosa. Christie, conoció allí a su marido, el ayudante de Woolley, Max Mallowan. Mi padre también fue allí, entre la emoción y la decepción, lo primero por saberse en un lugar que cita la Biblia y lo segundo porque allí no había más que montículos de tierra cubiertos de hierba…, y sin embargo vivió una experiencia fundamental y única.

—¿Qué le atrae más de la cultura sumeria?

—No lo puedo decir con certeza. El origen desconocido de su etnia; el carácter primigenio en paralelo cronológico con Egipto; su misteriosa escritura, tan enigmática coma la jeroglífica; las joyas, dignas de una majestuosa corte de nuestro tiempo, con materias primas que venían de lejanos lugares; los zigurats, torres que ponen a los hombres en contacto con los dioses. Siendo admirador de la cultura egipcia, las culturas mesopotámicas son más híbridas, más porosas a múltiples influencias de razas y culturas. Una Babel no solo idiomática sino étnica y religiosa. Supongo que lo habrá leído, pero le recomiendo un libro clásico. La historia empieza en Sumer, de S.N, Kramer.

—No lo he leído —confesé.

—Es una visión de la cultura sumeria desde sus textos…es admirable como hace un


repaso, con títulos de capítulos como: La primera escuela, La primera guerra de nervios, la primera reducción de impuestos, la primera sentencia de un tribunal, la primera farmacopea, etc. Todo ello nos hace ver que no hay nada nuevo bajo el sol, pero también que todo rastro de civilización como estos debió tener un primer ejemplo y ese fue en Sumer.

Nos detenemos ante una vitrina de cristal que contiene un extraño objeto, parece el tablero de un juego con fichas de dos colores. Me quedo mirando con interés las bellas taraceas que adornan las casillas, no es regular como el de damas o ajedrez, pero tiene aire de ser similar. Interrogo con la mirada al anciano aristócrata.

—Es sorprendente, ¿verdad? 2600 años A.C, dos tipos como usted y yo jugaban a este juego desconocido. Fue hallado por Woolley en Ur, y no se conocen sus reglas, es una lástima; pero por un texto posterior en escritura cuneiforme, se intuye que era un juego de persecución similar al parchís actual.

—¿Tiene algún objeto original sumerio? Todo lo que veo aquí parece antiguo.


No se preocupe, no he robado nada, todos estos objetos, incluido ese famoso casco, son reproducciones. A pesar de que el dorado es similar al de nuestros retablos, me costaron una fortuna. Original, original solo guardo algunos fragmentos de cerámica que le regalaron a mi padre en sus visitas a oriente.

Nos detenemos ante un mapa enmarcado del Creciente Fértil. Sumer en el sur, ocupa solo una pequeña parte y está señalado por un rectángulo que contiene nombres míticos como Ur, Uruk, Babilonia, Nippur o Lagash. Tiene esa estética cuidada de los mapas hechos por los primeros geógrafos, al que se añade el amarillear de su papel.

—Una última cuestión, es algo que me pregunto muchas veces, y supongo que todo historiador lo hace ¿En su caso por qué le fascina el pasado remoto, porqué ese interés?

—La gente dice que se tiene por la curiosidad de conocer nuestro origen; para no repetir
errores; aprender de ellos y crear una sociedad mejor. No le niego esos valores a la historia; pero tiene que haber algo más, una pulsión, un sentimiento. En mi caso creo que me fascina lo que ha sido y ya no es, sí, esa flor marchita que nos habla de una primavera bella y olvidada. Lo que ya ni siquiera es recuerdo y al ser investigado vuelve a la vida solo para nosotros. Creo que hay un punto de exclusivismo y cierto narcisismo intelectual; pero, qué quiere que le diga, a mi edad, no me importa caer en esos pequeños pecados.

Abandoné con cierta sensación de pérdida aquella casa, sabía, que al igual que aquel mundo investigado por Woolley, desaparecería con su decrépito dueño. Llevarla en mi retina y escribirla aquí, es cuanto puedo hacer, además de tener presente que todo desaparece In ictu oculi, que diría Valdés Leal.


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