jueves, 5 de mayo de 2016

Cervantes y Doré





“Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y desentrañarle el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello.”
Don Quijote de la Mancha, Par. I Cap. 1
El libro era pequeño, de papel barato y amarillento. Las letras menudas y apretadas para que en un solo volumen se concentrara la obra. Que yo supiese llevaba en casa desde que tengo uso de razón. La casa a la que me refiero es la de mis padres, pero luego continuó en la mía. Recuerdo haber visto a mi padre leerlo y también recuerdo haberlo hojeado. No sé con qué años, no sé en qué momento, aunque lo único que sí sé es que me gustaban mucho los sorprendentes grabados que, en una edición tan modesta, salpicaban la lectura aquí y allá. Luego he sabido que estas estampas abigarradas y llenas de ingenio e imaginación las ejecutó un francés que se llamaba Gustavo Doré. El librito al que me refiero es una modestísima edición del Quijote, la primera que tuve entre mis manos, en la cual ambos artes se conjugaron, formando un objeto bello. Nunca arte y literatura se unieron con tanto tino y gallardía. Si la obra del genial manco te hace soñar, vivir aventuras sin cuento y salir de esta vida para vivir otras mil, las representaciones de Doré, lejos de simplificar lo escrito, lo enriquecen y lo multiplican a su vez.
Uno no debe leer el Quijote cuando puede sino cuando quiere y, yo leí el libro de los libros de la lengua castellana con más de treinta años. No me sabe mal decirlo, ni reconocer mi tardío deseo de enfrentarme a él, porque una vez iniciado, ya no pude dejarlo. Lo concluí con la pena de saber que no volvería a tener una experiencia semejante en lo tocante a una forma de narrar en mi lengua que no he vuelto a conocer. Todo ello por más que haya leído muchas y muy gratas obras posteriormente. Nunca antes ni después he sentido, al leer un texto en español, tanto orgullo y acumulada tanta suerte por haber sido educado en la lengua de Cervantes. Supongo que ningún hispanohablante que haya leído la obra, le debe ser ajeno este sentimiento, como lo debe sentir un angloparlante al leer a Shakespeare; porque ninguna traducción puede acercarse, por seria que sea, al maravilloso privilegio de pensar en una misma lengua.
No sé si me dormí, no sé si lo he soñado, lo cierto es que una tarde de invierno me senté en mi sillón favorito para hojear más que leer El Quijote. Paseé por esos grabados antedichos hasta que supongo me venció el sueño. Cuando me siento cansado y comprendo que mi lectura no va a durar mucho, cojo una obra clásica y le doy vueltas, leyendo aquí y allá, hasta que los ojos se cierran y entonces empieza el sueño o la ficción que en eso, no sé cuál de los dos triunfa. Me veo blandiendo el acero en la diestra y el libro en la siniestra como lo hace nuestro hidalgo, y no sospecho, como él, que tras el sortilegio de la letra se esconden encantamientos, demonios, gigantes, monstruos de toda especie y doncellas, como no, sometidas en espera de que mi brazo las libere. Los rivales por doquier se amontonan e invaden los dominios de mi espíritu, para evitar que triunfe y lleve mi fama por todo el orbe.
En mi ensoñación lucho con ejércitos numerosos, ya sea transformados en animales, paisanos o molinos a causa de conjuros o defendiendo un puente contra un enjambre de enemigos. No importa que la razón diga que esto es imposible, la razón no impera en los sueños, como no lo hace en la ficción y con ello cuento, como contaba Alonso Quijano. Ella me acompaña en forma de escudero, la escucho y sopeso sus consejos pero en mi mundo, en el que me he creado, no llegaré lejos si me atengo a lo que me susurra constantemente.
Así me dice que, aquello que yo veo claramente como gigantes, no son sino los amenazantes y fantasmagóricos molinos de Doré. Me dice que no los arremeta, que no luche, que no demuestre mi valor ante ellos, que muera al fin sin demostrar lo que valgo y eso, aunque sea derrotado por sus garras en forma de aspas, no lo puedo consentir.
A fin de cuentas, ¿No estamos hechos sino de sueños, de ilusiones que intentamos transformar en expectativas de realidades? No, he calado mi yelmo, la lanza en ristre, azuzado el rocín, ya no hay vuelta atrás, enfilo hacia el primero de los monstruos…
Las Visiones de doré pueblan mi mente, son miméticas interpretaciones. ¿Acaso el arte no nació de eso, de la mímesis? ¿ no es en esencia un sueño de otro sueño? Son bellas visiones personales, intencionales, como en otro contexto lo es la ficción de Trapiello al continuar con la vida de los personajes de Cervantes. Tal vez Andrés Trapiello hizo lo que Don Quijote le daba gana de hacer con los libros de caballerías:
“…y muchas le vino el deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete.”
Cervantes no solo anima a leer, anima a contar. Es en esencia un paradigma de identidad en la que podemos mirarnos y no hablo solo de identidad colectiva, ya para eso escribió Julián Marías un libro ensayo precioso sobre Cervantes y lo español. No, yo hablo como ser humano, en el que se puede reconocer cualquiera. Lo universal vive en Alonso Quijano, por ello pervive en nuestra memoria.
Volviendo a Doré me doy cuenta de que, en mi biblioteca hay algunos libros con más grabados de él, en los que apenas he reparado. Uno de ellos es sin lugar a dudas el éxito de ventas de todos los tiempos, muy por encima del Quijote: La Biblia. Si Doré consiguió aunar con verdadero oficio, arte y literatura, en esta ocasión hace lo mismo con la fe. Otro tanto aprecio en otra obra medieval llena de visiones apocalípticas, tan terroríficas como bellas, sublimes en una palabra. Estoy hablando de La divina comedia y sus particulares visiones infernales, no otra cosa que dantescas. Luego he sabido que afrontó la ilustración de otras obras menos capitales, aunque sí universales, como las ilustraciones de Edgar Allan Poe para su poema El cuervo.
Doré, en definitiva, parecía tener un afán totalizador respecto a su obra. Icónicamente lo consiguió, pues sus imágenes han quedado fijadas en el subconsciente colectivo en cuanto a las representaciones de esas obras literarias se refiere. Hoy en día se aprecia como única premisa a considerar en el arte o en cualquier actividad, la originalidad, , una cualidad que, dicho sea de paso, es menos común de lo que creemos. Con frecuencia los genios transforman más que crean, no desmereciendo en nada su obra. Gustavo Doré no es valorado como merecía en su época, tal vez nunca lo fue, pero ahí están sus grabados, una y otra vez repetidos hasta el infinito.

Desperté del sueño pero no de lo que él ha sembrado en mi mente y, como Don Quijote, hago preparativos para mi primera salida. Eso y no otra cosa es vivir, prepararse para enfrentar nuevas aventuras. No importa el tiempo que nos quede, no importan nuestras menguadas fuerzas, nunca es tarde para ello.