miércoles, 3 de mayo de 2017

El barro primigenio



Las ciudades, incluso las más olvidadas, tienen lugares misteriosamente agradables si se sabe buscarlos. No es mi caso, desde luego, pues yo descubro esos sitios más por casualidad que por intención. Fue esto último lo que ocurrió cuando visité la Ciudad Invisible hace unos días.
Había quedado con Laura para hacerle un pequeño encargo artístico y descubrí para mi sorpresa que la que yo creía ilustradora era, además de esto, una artista completa que no se dejaba seducir solo por lo que los eruditos llaman artes mayores. Me invitó, una vez hecho el encargo, a que visitara su taller, a lo que accedí gustoso.
Resultó que el lugar en cuestión era un antiguo claustro convertido en escuela y más tarde en taller de artistas. En ese claustro había vivido yo no pocos episodios de mi niñez y ahora, al visitarlo, siento el paso del tiempo con algo que está muy cercano a la nostalgia.
Recorrí mi antigua clase entre mesas repletas de formas de porcelanas y lozas, todas de un blanco inmaculado bañadas por la intensa luz de la primavera. Me detuve en unos centros de mesa que esa luz convertía en objetos misteriosos, me recordaron las sintéticas esculturas de Brancuzi, de formas puras y condensadas. Estos centros eran minimalistas rostros que inducen a la calma y a la reflexión.
Al final del taller, una estancia larga, un hombre se afanaba en su tarea. Estaba justamente en el mismo lugar en el que don Manuel, aquel maestro inolvidable, me enseñó a mirar con ojos curiosos todo cuanto a mi alrededor ocurría. Gustavo, que así se llama el artista, me recibió con una amplia y franca sonrisa mientras seguía trabajando en una de sus piezas. Me explicó lo que estaba haciendo: un cuenco decorado con la técnica del esgrafiado. 
Sé que esta técnica hunde sus raíces en un pasado tan remoto como lo puede ser la civilización misma, por eso me sorprende que todavía se siga usando en la actualidad. Pero lo que más me llama la atención es observar la pieza en proceso de ejecución, sin finalizar, con rasgos aún poco definidos, como aquella Piedad Rondanini obra postrera de Miguel Ángel. Siempre he creído en la belleza de la obra por terminar. Pienso que es doblemente hermosa, pues muestra el proceso de búsqueda que queda oculto en una obra finalizada.
Luego, ambos me explicaron las técnicas que desde antiguo se han aplicado a la decoración del humilde barro, de las más modestas de raíces neolíticas, a las sublimes piezas de las cerámicas rojas y negras del arte griego. Laura estudió bellas artes y me confesó que se había pasado al barro porque deseaba mancharse las manos con ese material dúctil y primigenio, generador de mitos. Es como volver a la tierra misma, a la diosa madre de todo cuanto existe. Eso es lo que parece buscar esta pareja que tiene el arte como oficio. En sus diseños coexisten formas regulares, contenedores de la nada, que son en sí mismas contenido. Junto a estas, otras, irregulares y ondulantes, asimétricas, parecen sacadas de un recóndito lugar donde viven los sueños.
Volví a sentir aquello que me acompaña cada vez que contemplo una obra de arte: El saber que solo ellos, los artífices, pueden mostrar su alma al mundo; y que los demás, aquellos que la admiramos, tan solo mostramos balbucientes, míseros girones de la nuestra. Este sentimiento es lo más cercano a la inmortalidad que he podido sentir. Lo puedo hacer porque ellos han indagado las formas que simbólicamente me conducen a ella.
Pero no todo aquí son cacharros contenedores de la nada, también descubro, medio escondida entre tarros y mesas llenas de vasos y cuencos, alguna figura antropomorfa probablemente obtenida de una mezcla de mitos a los que la racionalidad sucumbe satisfecha. Más allá, en las vitrinas de una corta exposición, seres de pesadilla, cercanos a primitivos habitantes del planeta de eras ya olvidadas, configuran una extraña serie. Laura llama a estas obras Exoesqueletos. Hechos de porcelana o gres, están ejecutados con una técnica en la que interviene la celulosa para dar forma a estos eslabones articulados. El resultado son seres nacidos de recuerdos fóbicos, de oníricos infiernos a los que la mente acude tal vez buscando liberarse de la férrea cordura.
Soy plenamente consciente de que las obras de arte son puertas al inframundo de la mente, tal vez a un inconsciente individual más que colectivo, pues es eso lo que hace que el arte no tenga fin y no sea sino una larga evolución de nuestros miedos y esperanzas, mas con una visión muy personal de los mismos. Lo curioso es que esas visiones personales apabullan y siendo tan internas, nos conectan con los otros, y ese es el misterio.
Pero, ¿qué nexo de unión hay entre el artista y el observador que hace a aquellos referentes y que provoca al que los admira sentimientos de asombro y respeto? Sin duda la emoción.
Mucho se ha escrito en filosofía sobre arte y estética, pero, en este caso me quedo con un hombre que buscó en la filosofía práctica y en la educación el cambio necesario en toda sociedad. Además, fue el pensador de la democracia, el liberalismo y el progresismo, me estoy refiriendo a John Dewey, filósofo norteamericano. Decía él que todo conocimiento remite a la experiencia y que esta tiene en sí misma una dimensión estética. El arte como expresión de emociones es experiencia. Decía que para la producción de una obra de arte es necesario contar con una carga emotiva, en la cual esté acumulada la experiencia pasada del individuo y que, por tanto, esté presente su personalidad entera[i]. Y, como quiera que, lo único que es común a ambos: artífice y admirador, es la emoción, es esta última la que los conecta.
En una de las múltiples mesas de trabajo que tiene el taller, observo curioso las fases que llevan a una obra terminada. Sobre la mesa, el dibujo apoyado en la pared de un violín trazado en un folio. En la mesa, tumbadas las piezas de barro dando formas a dicho violín y, en las vitrinas, la obra terminada ejecutada con un guiño a celebérrimas decoraciones renacentistas que, aún hoy, dan fama a la Ciudad Invisible. Observo que hay muestras de esta última en el taller, pero no son generalidad, como si ellos quisieran romper con el academicismo, con la tradición y crear algo nuevo, como ocurre con cada generación de artistas. Huir de lo establecido no es ser hereje, si hablamos de esa herejía todo artista lo es. Deben romper moldes para dar expresión a su arte, de otro modo no plasmarían su alma en las piezas.
Entrar en un taller de pintura, escultura o de cualquier arte, es una experiencia única. Ningún museo, ninguna sala de exposiciones o galería por extraordinario que sea su contenido puede igualar en sensaciones a respirar ese ambiente, porque es allí donde se plasman los sueños, donde toman forma las ideas inicialmente amorfas de la volátil imaginación. Es allí donde el ser humano se diferencia de sus iguales, a través de una alquímica fórmula que solo ellos, los artífices, conocen.
Ninguna obra terminada alejada de este ambiente, da fe de este lugar. Todo aquí remite a los misterios de la creación, a un Dios eterno que modela formas a partir de un magma ignoto, tocado por un don misterioso. Esa luz que se filtra por los ventanales de este claustro olvidado es la luz del cosmos, del orden inmemorial que está en contraposición a esa masa amorfa, a ese caolín brillante y atrayente que es promesa en el caos.


[i] SAVATER, Fernado: “John Dewey, el pensador de la educación”. Ensayo en: La aventura de Pensar. Penguin Random House, 2011, Pag. 211.