sábado, 29 de octubre de 2016

Entre la verdad y la ilusión




Las paredes de la muestra no pueden ser más sobrias, de una tonalidad grisácea, opaca, donde las fotografías destacan y se convierten en protagonistas a pesar de su tamaño y de sus tonos apagados sobre los blancos paspartús. Seguramente una estudiadísima iluminación contribuye a ello. Son retratos en su mayoría, aunque también hay composiciones en las que aparecen más personas. No hubiese acudido a esta exposición si no hubiese sido advertido por una amiga fotógrafa que acaba de aterrizar en Madrid. Su profesión le lleva a sitios lejanos, pero su verdadera pasión es el arte. No pinta, no esculpe, no diseña, sino que compone retratos de personas. Pone énfasis en esta palabra, componer. En ellos aparecen hombres y mujeres de todas las edades, de niños y de adolescentes también. Me dice que saca un sin fin de imágenes al retratado hasta que en una de ellas encuentra algo que lo define, que lo diferencia, solo entonces se siente satisfecha y la incluye en su álbum. Hay docenas, tal vez cientos de rostros en ese álbum virtual; y, destilado de éste, no más de una veintena de semblantes alcanzan la calidad suficiente para pasar a formar parte de un álbum físico, que progresivamente va llenando.
Comemos en un pequeño restaurante cercano mientras comentamos la muestra. Todos hemos visto alguna vez, sin saberlo, fotografías de Julia Margaret Cameron; pero verlas allí reunidas le confieren un sentido. Por separado te cautivan, juntas convierten a su autora en algo más que una pionera decimonónica de la fotografía. Hasta 1863, fecha en la que le regalaron una primitiva cámara fotográfica, Julia había sido una mujer más en el entramado social victoriano. A partir de ese momento, y gracias a su pasión por la fotografía, dejó el anonimato para inmortalizar a personajes de su época, sobre todo literatos, artistas y científicos. Al lado de éstos, en su obra, había amigos y conocidos, también humildes sirvientes con los cuales convivía.
A mi amiga le brillan los ojos al referirse a Julia, pues mucha culpa de que ella sea fotógrafa profesional se debe a su descubrimiento temprano. En su época y a pesar de que, gracias a sus amigos, Cameron pudo exponer en el Victoria and Albert Museum, fue despreciada por sus contemporáneos. En ello habría una mezcla, no bien disimulada de purismo técnico y rechazo a que la mujer jugara un papel importante, fuera de lo que aquella sociedad le asignaba.
Discutimos sobre la veracidad, el sentido del retrato, de la imagen en sí. Mi amiga dice que hay una idea, ampliamente aceptada, de que lo real está detrás de una imagen fotográfica, pero en el fondo no hay más veracidad en ella que en una pintura. Se olvida uno de que, la intencionalidad del autor en el momento de tirar la foto, ya transforma esa imagen, le da una pátina subjetiva. Gran parte del rechazo a Margaret y al Pictorialismo posterior, -me dice- se sustenta en esa falsa promesa de veracidad. No terminaban de comprender que ella, con su intento de llegar a la belleza, manipulando negativos y componiendo escenas, se alejaba, sí, de la mímesis del retratado, de su imagen supuestamente real, para convertirlo verdaderamente en individuo diferenciado. A la vez que hacia esto, Julia convertía su actividad en algo más que una afición o un oficio. Hacia arte.
Le comento que me ha llamado la atención un rostro, el de una mujer que aparece en la muestra de retratos y que, de alguna manera me resulta familiar. Una sonrisa ilumina su rostro. ¿Julia Jackson? Por supuesto que te suena su rostro -comenta-. Además de ser la sobrina de Cameron, transmitió mucho de sí a su hija que no era otra que Virginia Wolf, la escritora del círculo de Bloomsbury. Jackson posó con frecuencia para Cameron.
No he leído mucho de Virginia Wolf, alguna novela, también algún que otro ensayo. Tengo una remembranza agradable de uno de estos últimos en particular. Se titulaba El lector común. Y sí, recuerdo la delicadeza en las cadenciosas descripciones de las cosas y las personas que hacía Virginia, una mujer culta y extraordinaria.
Buscamos en el móvil más imágenes de Jackson, en todas se reconocen esos rasgos delicados, finos, casi enfermizos, prototipo de belleza de la mujer del XIX; pero también son distintas unas de otras, incluso en algunas, por su caracterización, cuesta reconocerla. Esa idea me fascina. Me hace pensar en Heráclito y el devenir. ¿Somos realmente nosotros, aquellos que nos miran desde nuestras imágenes del pasado? ¿Qué permanece de aquel que fuimos en ese tiempo? Los rasgos parecen referirse a nosotros, más jóvenes, con fe, cuando no ilusión por el futuro, pero y nuestro interior, ¿ha cambiado, se ha transformado en otro individuo?
Terminamos la comida y vamos a su estudio, me propone que pase a formar parte de su utópica propuesta. Y efectivamente, durante más de media hora dispara sin cesar flases sobre mi rostro. Al principio no me dice nada, asisto a ese ritual como una estatua. No creo que pueda sacar muchos yos de esta historia; pero luego comienza a hablarme, primero de cosas intrascendentes, la comida que hemos tomado, el parque de enfrente, no sé, pequeños detalles que se le ocurren. Luego cambia el discurso y empieza a hablar de cosas más serias, primero de sí misma: sus paranoias, sus deseos y frustraciones; luego de asuntos generales, hasta desembocar en los misterios de la teología, de la filosofía, del arte.  Es un discurso sin aparente coherencia, habla y habla mientras dispara. Llega un momento en el que no parece dirigirse a mí, sino a sí misma, en un largo y en ocasiones absurdo monólogo interior. Al acabar le pregunto qué tipo de discurso suelta cuando retrata a niños y adolescentes. Se ríe. Cambia el cuento -me dice-, pero te sorprendería la gama de expresiones que ha desarrollado tu rostro mientras yo hablaba. A ellos les pasa lo mismo. 

¿Crees que Cameron hacía lo propio con sus modelos? No lo creo, -contesta pensativa- ella no contaba con los tiempos de exposición y la técnica de la que hoy disfrutamos. Es probable que hablara antes largo y tendido con sus retratados, y la preparación supliría las docenas de disparos que yo hago. Probablemente estropeó muchos negativos hasta lograr las imágenes que quería. Cuando no tienes medios, entra en acción el ingenio.
Nuestra conversación se prolonga toda la tarde, discutiendo sobre sus composiciones bíblicas y míticas, que guardan paralelismo con sus contemporáneos artistas y pintores del Prerrafaelismo. Es más que evidente que el arte de sus fotografías, debe mucho a ese sentido teatral y ensoñador que tenían artistas como Rossetti, Millais o Burne-Jones. Cameron no se detiene en aspectos del pasado, sino que busca en la profundidad de los ojos de los retratados, aquello que va más allá de la imagen idealizada, una profundidad psicológica que parecen ignorar los hieráticos retratos que recordamos de aquella época.

Las fotos antiguas tienen algo especial, el valor de lo desaparecido y vuelto a hallar, pero también contienen un serio aviso. En este sentido, no hace mucho volví a ver una película de culto para mí, supongo que para mucha otra gente también: El Club de los poetas muertos. En una escena de esta película inolvidable, el nuevo profesor de literatura, en la primera clase que da a los chicos del instituto, les saca al pasillo y les hace mirar las imágenes de antiguas promociones de estudiantes que pasaron por allí. Carpe Diem, -les susurra- ellos ríen. Mientras les advierte que todos los que les miran desde las fotos, están criando malvas. No conozco un memento mori más gracioso y evidente que esta escena. Miradas congeladas en el tiempo de muertos que nos miran y nos advierten.
Regreso a casa, la noche ha caído. Al encender las luces, de la penumbra surgen figuras del pasado en mi mente. Busco en viejos álbumes rostros de familiares y de gente a su alrededor que a veces conozco y otras no. Me fijo en sus expresiones, en sus poses. Nos sonríen a sabiendas de que lo que capte la cámara será cuanto aprecien los que en el futuro la miren. No conozco a nadie que esté satisfecho con las fotos en las que aparece. Supongo que no es más que la frustración propia de saber que, apenas un instante de nosotros quedará en ellas y, que nuestra plenitud, con sus matices, vivencias, promesas y los mil pensamientos e ideas que atesoran, jamás se verán reflejadas en él.


martes, 23 de agosto de 2016

Luz y Silencio




Busco el silencio porque en él estoy únicamente yo. El silencio es la quintaesencia del yo en soledad. Con espíritu cartujo lo busco, le doy forma en una habitación de hotel cuya ventana muestra la fría luz de una mañana cualquiera, donde no se ve a nadie, donde nadie es esperado.
El silencio elimina excusas, no tengo que demostrar nada y nada me sirve de justificación. Seguiré vivo tanto si evidencio mi pena como si no; moriré incluso si reconozco mi culpa. La vida es esencialmente existir, ninguna meta la mueve, ningún fin la sostiene. Si parto de ahí, de reconocer eso, tal vez no esté todo perdido. Mi error has sido darle forma a lo que no la tiene; mi pecado cargarme de equipajes inútiles, de condiciones de partida que lastran mi pensamiento, que adormecen mi deseo de libertad.
Afortunadamente me he detenido, ahora no hay movimiento alguno. Estoy en este lugar ajeno, perdido entre dos ciudades, la mía y la de destino. Es momento de cuestionarse el que hacer. Es fácil poner en tela de juicio cuanto he hecho hasta ahora, tal vez no sé trata de eso, lo hecho, hecho está. Es la inercia que me mueve a repetir una y otra vez aquello que no me define, ni me agrada, ni me seduce ni me pertenece, lo que debo sacar de mí. Estoy en el punto de partida, no para hacer de mi otro, sino para descubrirme.
Mi pensamiento se ha desatado mientras contemplo la pintura de Hopper. Lo he dejado libre y me ha golpeado sin indulgencia. La exposición sobre el pintor norteamericano, compuesta por más de setenta obras es todo un regalo a los sentidos. No me he detenido en cronologías ni en influencias, simplemente me he dejado empapar por las sensaciones en aquello en lo que tu existencia conecta con la intención del artista, y he disfrutado asintiendo a cada paso.
Los cuadros con presencia humana en Hopper tienen peculiaridades. Estas presencias son anónimas, desmitificadoras, como si quisiera mostrar a alguien y ese alguien fuese cualquiera de nosotros; pero, son sus pinturas de interiores, vacías, llenas únicamente de luz blanca, las que más me inquietan. En ellas se intuyen presencias pasadas. La luz incide en diagonales sobre paredes huérfanas de decoración, como si el artista hubiese querido eliminar de nuestra mente lo accesorio para ser consciente únicamente de esa luz intensa, casi cegadora.
Paso de una obra a otra sorprendiéndome de los detalles, sutiles a veces, que en ellas encuentro. Descubro matices de color en una acuarela de un edificio en los que es imposible reparar si no estás frente al original. Me sumerjo en las meditaciones de una mujer en la penumbra de un cine, en el acogedor refugio de un compartimento de un tren, o en el ensimismamiento de una solitaria mujer en un café con la noche como fondo. A Hopper le gusta mostrar, en un contexto urbano, que retrata casi metafísico y poco acogedor, la soledad del individuo frente a la inmensa aglomeración. Las pinturas no tienen contenido ideológico o moral alguno, el autor parece querer ser únicamente testigo de escenas alejadas de todo contenido aparente.
Hopper busca entre los intersticios de la naturaleza humana. Filtra aquello que no llega a los otros, lo que únicamente está y permanece en el ser único e impenetrable de nuestra mente, que muere con nosotros y que es imposible transmitir sino torpemente con palabras. Pone en evidencia, una obra tras otra, el drama de la incomunicación, y en la imposible comprensión en la que casi todos caemos y en la que pocos reparan. 
Me siento en un banco en medio de una de las salas, estoy frente a una obra emblemática de Hopper: Primeras horas de una mañana de domingo, una típica calle que puede encontrarse en cualquier pueblo o ciudad de los Estados unidos. No se ve ninguna figura humana, aunque se intuye su presencia tras las ventanas. Éstas, parecen sustituir a los rostros, a los ojos humanos. Una vaga sensación de inquietud acompaña la mirada al recorrer los objetos y la luz que deberían, con su presencia, alejarla. La mirada se detiene en hitos en los que no repararía jamás si hubiese la más leve presencia humana, y con ello consigue que nos fijemos no en lo que vemos, sino en la ausencia de lo que esperamos ver.

Medito sobre dónde he tenido las mismas sensaciones y descubro con sorpresa que en un lugar alejado de mi mente, casi olvidado, llevo el recuerdo de la visita a un caserón antiguo y decrépito de la ciudad invisible. Los dueños de la casa deseaban rehabilitarla, aunque sin duda se trataba de una labor titánica. No me detuve en su mínima heráldica, ni en sus desplomadas columnas que sujetaban, sin muchas esperanzas, zapatas de madera corroídas por los siglos, sino en aquellas habitaciones interiores en las que tímidamente se intuía la presencia de sus últimos moradores. Seguramente aquella casa patio, con una larga fachada de aparejo toledano, albergó en su día a la familia de un noble caballero; pero aquellas habitaciones a las que me refiero, destilan, respiran la presencia de gente más humilde que sin duda ocupó el edificio, cuando ya amenazaba ruina. En esos habitáculos interiores, la luz que entra por la puerta muestra el tímido intento de aquellos de hacerlas más habitables con pinturas a veces chillonas. Las puertas abiertas, no transmiten el permiso de paso, las sensaciones son de soledad y abandono, como si sus últimos habitantes no hubiesen querido cerrarlas, por si en un último momento se arrepentían de dejar sus recuerdos y sus vidas allí pasadas y volvían sobre sus pasos.
Recorro estancias y pasillos deteniéndome en los efectos de luz sobre el polvo que imperceptiblemente se levanta a mi paso. Escucho los tenues sonidos de la madera añeja, del moho en las paredes, en desconchones que muestran capas de pintura superpuestas, de dos, tres, no sé cuántas generaciones. Puedo intuir en ellas lágrimas, deseos incumplidos, tristezas, también pequeñas alegrías que no dejan tanta marca en el alma, pero ayudan a sobreponerse a las primeras. Un deseo ferviente de conocer a aquella gente, de saber de sus vidas olvidadas me invade y me cohíbe. Un desconocido sentimiento de solidaridad con ellas irrumpe en mis pensamientos al darme cuenta de que yo también seré como ellos andando el tiempo. Es una mezcla de tristeza y humilde reconocimiento de lo que soy, uno más entre los gritos del alma que, con cada generación mueren y al tiempo regeneran al ser humano. Con un tímido gesto saco fotos de estas estancias, en un postrer intento de llevarme conmigo las imágenes y con ellas estos pensamientos fugaces.
He llegado al final de la exposición, el cuadro que la cierra muestra a una mujer sentada en la cama, leyendo lo que parece una carta, y con el equipaje a los pies, no sabemos si para marchar. Otra vez la luz intensa, otra vez el rostro casi velado, una vez más la transitoria estancia en un hotel, que nos aleja o nos acerca a alguien. Hopper parece querer darnos una información parca sobre lo que observamos, para que completemos con nuestras emociones, una escena privada, cotidiana, pero llena de gran significación psicológica. Casi cualquier historia puede desarrollarse tras esta escena, pero el gran logro del pintor es que nos quedemos con ganas de saber más de ella.
Salgo de la exposición consciente del valor que el arte tiene para el propio reconocimiento, pues lejos de ser únicamente sumisión a lo ecuménico, el arte puede abrirnos las puertas al universo que se esconde dentro de nosotros. El don que tiene el artista, la fascinación que nos acomete al contemplar su alma a través de su obra, es una extraña mimesis o espejo de lo que buscamos en la nuestra.