sábado, 30 de mayo de 2015

En la ciudad invisible



         Ha sido un impulso súbito, absurdo, me he bajado del tren sin más. A veces tengo estos desvaríos y sucumbo a ellos cuando presiento el tedio de un domingo en la capital. El tren acaba de partir dejándome en el silencio de una anónima estación a más de cien kilómetros de mi destino. El paisaje ferroviario es extraño, veo restos de maquinaria de otro tiempo, edificios sin uso y una decoración de grutescos que jalona los muros del edificio principal. El reloj, mudo, señala un ahora imposible, es obvio que se paró hace tiempo, pero guarda el encanto de antaño. Nadie recibe ni espera en el andén, nadie hay presto para marchar.
         En mi mano sólo llevo una mochila y en ella una libreta, un libro y una cámara, puedo salir de casa con más cosas, pero éstas no faltan. Miro otra vez la fachada del edificio, está en perfecto estado, pero algo me dice que ha vivido mejores tiempos. La soledad que se respira aquí es opresiva y descorazonadora, esa soledad de las cosas que, no estando aún en ruinas, se disfrazan para parecerlo. Cruzo la arquería principal y me hallo en un vestíbulo tan vació como lo estaba el andén. En él observo las taquillas, un bar y el kiosco de periódicos, todo cerrado. Hay cierto encanto en la decadencia, sobre todo si uno no la vive de cerca, cuando simplemente la observa; pero siento una punzada de disgusto al imaginar la sala rebosante de gente, el kiosco lleno de revistas y el rumor sordo del bar.
La luz del domingo me recibe al salir a un largo paseo que enlazaba la estación con la ciudad. Me dispongo a dar contenido al impulso que había tenido; algo habrá en esta ciudad, en todas lo hay, que justifique una visita. En el tren estaba releyendo una obra de Italo Calvino: Las ciudades invisibles, un libro que alguien me regaló hace años tan sólo por comentar su existencia y la idea que tenía de leerlo. Esta fantasía oriental, porque orientales son las ciudades que describe, ofrece un catálogo de ciudades ideales, extrañas, fantasmales, imposibles, de un imperio desmesurado y decadente. Es una reflexión casi poética sobre la ciudad moderna, sobre el concepto que hoy tenemos del término, alejado de lo griego, de lo mesurado. Decían ellos, los griegos, que no se puede hacer una ciudad con un hombre, pero tampoco con cien mil, tal vez nos avisaban de lo que iba a venir. Si esta reflexión es cierta, ¿qué son nuestras ciudades? Ya no son, por mucho que queramos, esa entidad ciudadana que ellos crearon, también sobrepasan la dimensión humana, el hombre como medida. En ellas, sobre todo en las megalópolis, el ser humano casi desaparece, empequeñecido por su la extensión; mucho más por la muchedumbre de almas que aloja.
         Recorro calles amplias, avenidas que no sé dónde terminan y que ni siquiera motivan mi interés, pues son un calco de otras que he visto en otros lugares. El alma de esta ciudad, si es que la tiene, hay que buscarla en lo que la diferencie de otras, en su pasado y lo que haya quedado de él. Como es temprano apenas encuentro viandante y, cosa curiosa, no me apetece preguntarles. Aún adormecido, como seguramente lo estarán ellos, sigo caminando sin rumbo, intentando encontrar indicios de ese pasado.
         He llegado a una plaza. Una torre y su reloj me reciben, nada que me llame la atención y decido bajar por una pequeña cuesta y, tras ella, aparece un muro y la perspectiva de una fila de torres. Las murallas, enormes, aparecen ante mí. Tienen un aspecto impresionante y abandonado a un tiempo, como en esos grabados decimonónicos, románticos y con algo de falsos, pero bellos. Ello se traduce en una mezcla imposible de descuido inmemorial y apresurada preocupación moderna por lo que queda, irreconocible supongo, de su antiguo esplendor. No sé nada de estas murallas, ni quienes las construyeron, ni en qué tiempo. Tiene extrañas formas, de dimensiones colosales para defenderse de invasores temibles. Los muros son siempre símbolos de segregación, de miedo, por mucho que aquella pretérita amenaza se haya extinguido.
            Paso bajo sus arcos y ciclópeas sillerías, para cerciorarme de que son reales y que no sigo dormido, pero soy incapaz de fotografiarlas. He sacado la cámara, pero cualquier perspectiva me parece simplificadora, no responde a nada de lo que el conjunto me dice. Entro en la ciudad vieja por una calle que debía tener puerta, y al fondo diviso un arco de ladrillo que poco o nada tiene que ver con lo que admiro. Al darme la vuelta observo el lienzo de la muralla desde dentro y saco la cámara para fotografiar los restos de una columna empotrados en el muro. No sé por qué he sacado esa imagen y por qué, al mismo tiempo, soy incapaz de obtener con satisfacción el conjunto. No es más que un relleno, un pequeña parte del muro que debía estar oculto desde sabe Dios cuando.
         Avanzo por esa calle hacia arriba, el empedrado es moderno y de ruido de fondo me acompaña el canto de los vencejos, agradable y tranquilizador. Me pierdo en estas calles estrechas, que se abren a pequeñas plazas, y en cada recodo experimento paz, una paz en el silencio del olvido.
Al llegar a una plaza un poco más amplia, pero igualmente solitaria, observo una fachada barroca de ladrillo y es tal la curiosidad que me despierta, que me siento en un banco de piedra a admirarla. De pronto alguien sale de una casa en un lateral de la plaza, es un chico con un perrito. No me resisto a preguntarle por ella, pero sólo sabe decirme su nombre y se alejan sin más. Tengo un nombre pero, ¿qué es un nombre? Apenas nada, como lo sería una imagen sin más. Tengo la misma sensación que cuando, visitando un cementerio, leo los nombres de las lápidas. No son nada, ya no. Continúo mi periplo.
         Al final de una larga y estrecha callejuela diviso un edifico enorme, cuyo ábside, cual la popa de un navío, se enseñorea por encima de las casas, su silueta destaca tanto que parece un gigante. La impresión que me causan sus dimensiones se torna en melancolía al ver las grietas que lo amenazan, la bien modelada cantería no es más que un bello maquillaje. Me llevo en la memoria y en la cámara fragmentos de capiteles y resto de revoco sobre el modesto ladrido; pero el conjunto, como en la muralla, se me resiste. El edificio se comenzó con la energía del Renacimiento y se continuó en el desasosiego del Barroco; pero aún siguen ahí uno y otro, dándonos clases de historia, de arte, tal vez de vida. No me cabe duda de que este edificio se levantó con la soberbia del poder, pero el poder no dura, se debilita y agrieta, y estos sillares ajados son su tenue resplandor. Los habitantes de esta ciudad, vieja y nueva a la vez, han olvidado el esfuerzo de su construcción, el orgullo de los blasones que adorna la fachada, el nombre de sus artífices. Su decrepitud lo demuestra.
         Bajo al rio, la muralla ha desaparecido en esta parte, pero hay un viejo puente tan dañado e irreconocible que, ladrillo y piedra se mezclan caóticamente. Desde él hay una perspectiva bellísima del entorno natural del rio, la brisa me acompaña, la luz aquí lo baña todo. En mitad del puente me vuelvo para ver el perfil de la ciudad sin nombre, un nombre que no quise leer; con sus derrotas y pérdidas, no deja de ser hermosa. Siguiendo la línea del rio diviso otro edificio enorme con una torre a su lado, tal vez allí encuentre la imagen que busco.
         He llegado a una gran plaza, es un gran rectángulo alargado donde se alinean edificios de distintas épocas. Las líneas puras e impersonales de un edificio moderno junto a un edificio gótico enorme; aquí hallo Renacimiento junto a desdichados experimentos actuales, allá portadas vetustas sobre fondos revocados ajenos. Es triste saber que una ciudad viva se transforma a costa de su alma, vendiéndose al mejor postor, arruinando su pasado, pero es la realidad. La riqueza llega, transforma, destruye y luego se va. Los edificios desaparecidos ya no vuelven, ya no existen, apenas son un recuerdo en unas pocas mentes y en algún libro de historia; pero ya no serán referencia para generaciones futuras y así, poco a poco, la ciudad pierde su identidad. Sus habitantes, que ya no la sienten, se vuelven ajenos, no la defenderán, ni la hablarán de ella.
         Una sólida torre concentra la mirada desde cualquier perspectiva de la plaza, vigilante y segura de sí misma. La iglesia está cerrada y no hay signo de vida en el resto de edificios. Me vienen a la memoria aquellas perspectivas del Renacimiento, de ciudades ideales, bellas y elegantes, pero solitarias y frías. Enfoco a la torre con mi cámara, pero es inútil, de mi boca sale un suspiro de impotencia. Cansado, me acerco a la portada, de austeras arquivoltas, ésta muestra decoradas asociaciones de ángeles y formas vegetales que dotan el alma a tan espartanas formas. A ellas dedico mi atención y mi cámara. Luego me alejo.
         Aquí y allá aparecen resto de los muros de antaño, sólidas mezcla de tiempos junto a casas decimonónica, iglesias con pasadas glorias mudéjares aisladas en la ciudad de asfalto, como iconos de un pasado que se resiste a desaparecer. Con tristeza salgo de la ciudad vieja.
    
     Lentamente la ciudad se despereza, es la mañana de un domingo cualquiera en el que nadie tiene prisa. He llegado a un parque, guiado desde las murallas hasta una cúpula que me llamó la atención a lo lejos. Este parque es de diseño francés, con amplias perspectivas y rotondas, decorado profusamente de azulejería. Más profusamente decorada y, con esos mismos motivos, está la basílica dueña de la cúpula que hay al final del parque. Hay pocos viandantes y algunos fieles entran en la iglesia, se respira frescor y sosiego. La iglesia es de sólido aparejo de ladrillo y se corona con una cúpula esbelta y ligera que suaviza el conjunto. Entro en templo y lo recorro lentamente ante el silencio que impone el culto. Me siento en un banco y admiro la decoración en yesería barroca del crucero. Alguien con gusto y alquímica sobriedad diseñó ese orden gigante, hay pobreza material pero al servicio del ingenio. Una bella azulejería recorre sus muros, los cubre todos, y no solo los decora, son historiados como las viñetas de un tebeo. Una forma hermosa de enseñar a los humildes la historia sagrada, paso a paso, deteniéndose en escenas bíblicas reveladoras de fe.
         Los edificios, las esculturas, el arte en general, se hacen para durar pero incluso si consiguen permanecer, no es raro que el olvido alcance a sus ejecutores, por bellas y bien aderezadas que sean sus obras. El artífice busca el paraíso de la memoria pero, con frecuencia no encuentra más que un purgatorio de transición, donde tal vez y solo tal vez, alguien los rescate momentáneamente. Me gustan esas efímeras resurrecciones, privados deleites que es difícil transmitir a otros pero que vivifican el alma adormecida. Cada uno debe encontrarlos en pequeñas cosas, en notas musicales, en texturas o imágenes, en textos no leídos desde hacer siglos, en cualquier detalle que nos haga sentir y percibir el alma de otro ser humano desaparecido, por tenue y humilde que fuese su propósito.
         Después de comer recorro otros barrios. He partiendo de aquella plaza con reloj que parece el vórtice de la ciudad antigua. Son barrios añejos también, arrabales que el crecimiento de la misma engulló, hasta la siguiente línea de murallas que descubro en los restos de una única torre. Hay un hombre sentado en una placita dominada por el baluarte, y me paro a preguntarle por aquel resto del pasado. El buen hombre me mira sorprendido, como queriéndome decir, que no tiene sentido mi pregunta. “Es la puerta de…” y me refiere el nombre de una ciudad lejana, tan ajena a esta ciudad que no comprendo cómo no la han llamado con el nombre de alguna ciudad más cercana y más importante en esa dirección; tampoco me sabe decir nada más de ella, salvo que aquí había una antigua cárcel. Los restos de la torre, en aparente buen estado, se rodean de un urbanismo que pretende acompañarla; pero es imposible, y así, aparece como un solitario vestigio, incomprensible ya para nadie, un símbolo del olvido.
         En un café, debajo de unos soportales, repaso las imágenes tomadas. El conjunto, caótico y desubicado, es una colección de motivos arquitectónicos a los que es imposible dotar de orden, de nexos que los una y les dé sentido. Algunos de los primeros que saqué ya me cuesta ubicarlos, como si hubiesen sido tomados con la sola intención de hacer que se perdiese su memoria. Tal vez sean una alegoría perfecta de lo que representa esta ciudad; sin embargo quiero comprobar que el olvido no lo provoco yo, que no son mías las sensaciones de que esta cuidad ha capitulado. Un par de mesas más allá, una chica lee el periódico. La observo detenidamente, parece inteligente, está enfrascada en la lectura y no percibe que la estoy mirando. Craso error, levanta la mirada y me descubre. Me sonrojo, la sonrío y ella hace lo propio y sigue leyendo. Me acerco sigilosamente, y le pido disculpas por la intromisión y por el favor que le voy a solicitar.

“He sacado −le digo − una fotos de aquí, pero he olvidado de donde son, querría saber si usted me podría ayudar con algunas”. Abro el visor de la cámara y le voy mostrando los motivos. A medida que pasan, la negativa es la nota dominante, tal sólo cree situar uno, dos a lo sumo, de más de veinte que le muestro. Le doy las gracias y me dirijo al camarero y le pregunto lo mismo y luego con un señor mayor que no ha dejado de observarme desde que entré. Éste es el único que acierta con alguna foto, pero el resultado final es equiparable a los otros.
          Está claro que las imágenes, involuntariamente, han sido sacadas con una intención oculta, que ahora descubro. Se han convertido en iconos inservibles, porque con ellos, la ciudad es y seguirá siendo invisible.