sábado, 8 de junio de 2019

De sueños y pesadillas


Un amigo de la facultad me había mandado una invitación a un evento en el que el arte jugaba un papel fundamental; pero no explicó gran cosa, aparte de que en él se hablaría con profusión del pintor suizo Johann Heinrich Füssli, conocido entre los británicos como Henry Fuseli. La tarjeta indicaba una dirección de un pueblo de la sierra y supe que se trataba de un viejo caserón del siglo XIX, rehabilitado con mucho dinero y mejor gusto. La lluvia caía con fuerza sobre nuestro coche mientras Martín, que se inclinaba sobre el parabrisas para ver mejor, me explicaba que iba a asistir a una singular forma de ver el arte. En realidad, yo iba a ser el único espectador realmente novel de aquello, pues todos los asistentes conocían y participaban de todo cuanto iba a ver y disfrutar.

Nuestro anfitrión, un excéntrico hombre de negocios, era un entusiasta del Romanticismo como movimiento literario y artístico y todos los años organizaba una convivencia con sus amigos y conocidos en su vieja mansión de la sierra. Había un invitado al evento como espectador, por lo general, cercano a alguno de los participantes a aquel extraño aquelarre artístico. Lo primero que me sorprendió fue ver a la entrada una pintura de Henry Fuseli, Thor golpeando a la serpiente Midgard, presidiendo el acceso. La tenue iluminación ambiental y la cuidada luz en torno al cuadro creaban una atmósfera irreal, en la que dos titánicas fuerzas mitológicas se enfrentaban en un mar embravecido.

La parafernalia romántica nos envolvía, no solo la decoración y mobiliario, sino también en detalles como la vestimenta de los sirvientes que nos atendían, todo ello muy cuidado y centrado en la primera o segunda década del siglo XIX. Martín me fue presentando gente sentada en canapés y sillas Estilo Imperio, con las mismas vestimentas que los sirvientes, pero con gran dispendio de telas caras y diseños suntuosos. En mi habitación, sobre la cama y en el armario, había ropa de época. Literalmente me transformé en uno de ellos y así pude recorrer las tertulias informales y corrillos del salón y las salas adyacentes, sin que nadie, aparentemente, reparara en mí.

Enseguida fui presentado a mi anfitrión. Era un rubicundo y sonriente hombre de casi dos metros que se paseaba entre los grupos saludando a unos, estrechando la mano a otros y portando un libro de Byron bajo el brazo. De vez en cuando abría el volumen y, con gran entusiasmo, entre histriónico y divertido, les recitaba algo con pomposa solemnidad.
Nos sentamos junto a una de las ventanas del salón. La lluvia fuera arreciaba y un fogonazo anticipó el estruendo de un trueno. Mi anfitrión estaba exultante.
—Excelente tiempo —me decía, mientras observaba mi cara de estupefacción— no ponga ese gesto, este tiempo es magnífico para mis planes, además la previsión es que continúe todo el fin de semana. ¿Sabía usted que el verano de 1816 fue extraño en extremo? 
Entre risas me contó que tal vez debiéramos a este extraño fenómeno de tiempo inusualmente frio la creación de dos mitos del Romanticismo, Dos monstruos que ya no nos abandonarán jamás; el Nuevo Prometeo y el Vampiro.
Conocía la historia mil veces contada y narrada en libros y películas. La reunión en Villa Diodati, cerca del Lago Ginebra, de cuatro genios de la literatura romántica: Byron, Shelley, Mary Shelley y Polidori en 1816. Fue aquel un verano tan lluvioso y frío que impidió a los amigos navegar y dar paseos por la campiña, lo que les incitó a escribir.  Me vino a la memoria la histriónica recreación que Ken Russell hizo de este episodio en su filme Gothic, frente a la mejor llevada de Gonzalo Suarez en Remando al viento. Es posible que mi elección mental se debiera a que, presidiendo aquel rincón del salón, estaba una de las obras más conocidas de Fuseli: La pesadilla; cuadro que es visualizado y recreado por Russell en el filme. Nuevos relámpagos iluminaban el rostro demoníaco del íncubo que acecha a la dama. Si la intención de mi anfitrión era sumergirnos en los misterios de la poética romántica, a mi entender lo había logrado. Bien era cierto que en todo aquello había un punto de exceso; pero no lo era menos que, con imaginación, debía suplir el láudano que circulaba entre los protagonistas de hace dos siglos, para que entráramos en el trance necesario.

Pero si había pensado que todo aquello no pasaba de ser la locura de un hombre que no sabía cómo gastar el dinero, me equivocaba de medio a medio. La noche siguió con una cena, donde corrió el vino y fueron recitadas poesías de Percival Shelley, Lord Byron, fragmentos de El Vampiro de Polidori y pasajes del Frankenstein de Mary Shelley. A la mañana siguiente en otro salón acondicionado como pequeño teatro, una profesora con acento inglés dio una disertación sobre las ilustraciones que Fuseli hizo de Shakespeare. Era sorprendente que el gran artista llegara a la pintura tardíamente, convencido de ser más un ilustrador de literatura que un pintor de genio, pero así fue. Mientras ella hablaba, las imágenes se proyectaban en la pantalla, mostrando personajes del gran dramaturgo recreados por la mente de Fuseli. Al final de la charla nos recomendó encarecidamente una magnífica obra sobre el tema.  Fuseli, Shakespare’s Painter, de Giulio Carlo Argan.

No fue esa la única disertación. El domingo por la mañana asistimos a otra en la que un profesor de arte nos sumergió en el ambiente de pesadilla y sueños que fue el mundo onírico de Fuseli. No solo se centró en el maestro suizo, del que tenía materia de sobra, sino que se acercó a él comparándolo a otro genio de nuestro arte, contemporáneo suyo: Francisco de Goya. Fue una conferencia memorable en la que tan pronto el sueño de la razón producía monstruos, como que estos eran creados por ella directamente, apenas velados por los limpios ropajes de nuestra civilización.
Comidas y cenas se transformaban en episodios creativos, influidos por los vapores del vino que desinhibía a los menos lanzados. Se recitaban poesías propias o fragmentos de obras ya creadas. También algún dibujante trazaba en carboncillo imágenes mitológicas, oníricas o dramáticas inspiradas en Fuseli, mientras un hombre de letras leía en voz alta alguno de los aforismos del artista. En otras ocasiones breves performance, recreaban momentos imaginados en aquella villa del lago y otros salidos de la imaginación de sus autores. Todo valía y todo era invención e ingenio, con gran gusto de los presentes.

En compañía de nuestro anfitrión, recorrimos las salas del viejo caserón, todas contaban con una o varias reproducciones de tamaño real de los cuadros de Fuseli. No eran pinturas propiamente dichas, sino facsímiles de gran calidad que simulaban perfectamente el ambiente que se deseaba crear. Supuse que cada año cambiaba el autor y la temática, pero siendo que la casa estaba perfectamente ambientada en el primer tercio del siglo XIX, cualquier pintura romántica encajaba como un guante en aquel decorado. Pero iba de sorpresa en sorpresa, mi cicerone no solo era un entusiasta más o menos informado del tema que le gustaba, era en realidad un verdadero experto en pintura del siglo XIX. Su conversación no desmerecía a las de sus muchos invitados, prácticamente todos profesores de historia del arte, o de literatura, escritores, historiadores y artistas de todo pelaje.

La última velada nos reunimos con expectación en el salón de actos donde habían tenido lugar las disertaciones. El telón estaba bajado y había un murmullo general de intriga. Lo que iba a ocurrir al levantarse la tela, solo lo sabían el anfitrión y un reducido grupo de sus acólitos. Sin música y sin anuncio alguno el telón se levantó lentamente mientras el público permanecía en un respetuoso silencio.
Apareció en medio de la escena un hombre de edad indefinida, pronto supimos que se trataba de Henry Fuseli interpretado por un actor. Iba ataviado con las mismas ropas y el mismo peinado de un retrato que le hicieron cuando no debía tener más de cuarenta años, que yo había visto en una de las salas. Fuseli, sentado en un escritorio, garabateaba con una pluma febrilmente y de pronto se levantó y comenzó a hablar. Se inició con un extraño exordio, formado por algunos de sus aforismos célebres: tales como:
“La belleza, aislada de cualquier otro aspecto, puede desembocar fácilmente en la banalidad, saciándonos como nos sacia la posesión.”
“La abundancia raramente logra comunicar el sentido de la grandeza.”
“Sólo una inagotable fatiga puede llevar hacia la perfección; sólo el solemne e imparcial fluir del tiempo abre las puertas de la inmortalidad.”  [i]


Después comenzó a charlar en un lento y melodioso monólogo:
Belleza, grandeza e inmortalidad son fines en sí mismos a los que aspira el artista. Yo los he perseguido cabalgando el negro corcel de la noche, apremiando los sueños como lúcidas visiones celestiales. Las pesadillas, hermanas tenebrosas de aquellos son, en cambio, simas a través de las cuales la mente se sumerge en los resplandores del averno. Otra realidad se esconde tras las veladuras de Morfeo. dioses y demonios oprimen el alma del durmiente como guías a otra realidad, quien sabe si más verdadera que esta en la que os hablo. No durmáis pensado que sois libres, no dejéis que ellos os gobiernen cual desbocada yegua en tiniebla, no penséis, como decía Adison, que el alma, libre del cuerpo, imagina; pero yo os digo que el alma sin consciencia la gobiernan otros…
Sus hipnóticas palabras nos envolvieron a todos, mientras seres de pesadilla eran reflejados en la pared del fondo. El telón bajó y todo quedó en penumbra. Nos retiramos a nuestros aposentos extrañados, como poseídos del alma de Fuseli. Aquella noche soñé, pero fue tan denso el sueño que mi mente protegió mi alma de súcubos y alimañas. Ya no volvería a mirar un cuadro de Fuseli sin estremecerme.
Hay personas que viven fuera de su época y añoran mundos pasados con otros ideales más puros, promesas de vida o principios distintos a los de ahora, todo tan idealizado como falso. Seguramente conscientes de ello, de sus fantasías y soportando a duras penas la realidad que lo contiene todo, viven una vida de sueño. Tal vez los sueños no sean tan malos, si lo pensamos, cuando el presente no nos ofrece nada, a menos que, esos sueños, tan deseados y necesarios, se conviertan en pesadillas.


[i]   González Serrano, C. J.: El pintor de la oscuridad: aforismos inéditos de J. H. Füssli
https://elvuelodelalechuza.com/2017/06/28/el-pintor-de-la-oscuridad-aforismos-ineditos-de-j-h-fussli/