sábado, 4 de julio de 2015

Descensus ad inferos



  No suelo viajar en coche, me inquieta y perturba, cuando lo hago es porque no hay alternativa posible. Es finales de diciembre, ya anochecido y me dirijo hacia el suroeste con la idea de llegar a un pueblo perdido en el que jamás he estado. Es una visita ineludible, una despedida definitiva de alguien que fue amigo y confidente años atrás.
   He cogido un desvío equivocado de la autovía y he ido a parar a una ciudad de tamaño medio de la que me cuesta salir. Al cansancio y al fastidio se unen la necesidad de parar, pues ya no me queda gasolina y necesito estirar las piernas. Una gasolinera de las afueras me salva del contratiempo. Es casi la hora del cierre cuando un solitario empleado sale a servirme.
Frente a la gasolinera hay una larga valla y tras las rejas de la única puerta visible, diminutos puntos de luz, son lucernas encendidas, es un cementerio. El individuo es poco hablador, una panza prominente le antecede y muestra a las claras cuál es su  pecado capital. Mientras le miro distraído pienso que, en realidad, todos estamos cercanos a uno, si no de obra, al menos de pensamiento.
Un extraño zumbido que no sé identificar, se oye no lejos. Entre el cansancio y la desgana pregunto al hombre por su origen y él, con un suspiro de resignación y una media sonrisa, me dice que es el alma de alguien convertida en humo.Es una poética forma de decirme que, junto al cementerio, hay un tanatorio dotado de crematorio. Miro hacia allá y veo una construcción moderna envuelta en la bruma, cuyos volúmenes más cercanos son sin duda las formas de una chimenea camuflada. Parece una torre campanario, pero es lo que es.
   Continúo mi periplo en una ya solitaria carretera de doble sentido, mientras suenan los Eagles y su Hotel California. Esta enigmática melodía es un fondo sonoro magnifico cuando conduces de día, incluso uno se imagina esos paisajes desérticos con carreteras infinitas de los Estados Unidos; pero aquí y ahora, en la noche, la sensación es de desasosiego. Las líneas de la carretera se suceden y se tiene la sensación de no ir a parte alguna. Me asalta una imagen que sólo tiene relación con ello, en la medida de que mi memoria la ha enlazado en el tiempo y en el espacio. Es un dibujo satírico que adornaba una de las paredes de un conocido bar de copas que frecuentaba treinta años atrás. Representaba una sinuosa carretera que, inevitablemente, se dirigían entre un giro y otro hacia un precipicio en la parte superior. Los vehículos que se acercaban a él no parecía ser conscientes de ello, o tal vez sí, lo cierto es que al final caían y era recogidos en una gigantesca red cazamariposas donde se amontonaba.
    Diviso una pequeña zona iluminada más adelante y me doy cuenta de lo cansado que estoy. Es un pequeño hostal de carretera, no uno de esos que salen en las películas americanas, con una sucesión de habitaciones de una sola planta, sino un único edificio de dos alturas con pocas habitaciones. Es deprimente, feo y aislado, pero necesito dormir, no preciso más.
    Casi al instante de tumbarme me duermo y empiezo a soñar. Chapoteo en el agua de una playa a la que he llegado, no sé de qué manera. Un agreste litoral se percibe desde ella, a lo lejos columnas de humo llenan el horizonte, son velas de navíos grandes y pequeños ardiendo. Tal vez soy un náufrago de los innumerables que caen al mar durante una batalla naval; pero al ver el horizonte, más allá de la playa, me doy cuenta de que no, pues el caos que parece reinar en esas plomizas aguas, se repite en tierra. Salgo como puedo del agua y me aproximo a unas dunas próximas donde, con horror, veo cadáveres expuestos al sol sobre altas picas. Otros cuerpos cuelgan de cadalsos improvisados, al tiempo que un esqueleto levanta una espada sobre la cabeza de un hombre que, con los ojos vendados, espera el tajo.

Docenas de esqueletos avanzan desde la playa contra una masa de gente que lucha contra ellos; otros, en desbandada, huyen despavoridos. De las profundidades de las fosas surgen muertos que se preparan para ese combate desigual, mientras otra multitud de esos monstruos de osamenta armada, esperan su turno para participar en la aniquilación. Llego a una pequeña elevación sobre la que diviso un paisaje aún más apocalíptico. Ya no son docenas sino cientos de osamentas las que, en formación cerrada, empujan a una masa aterrada de personas, masacrándola sin discriminación. Todos son empujados hacia la oscuridad de un averno incógnito, donde entran para no ser ejecutados allí mismo. 
   No hay escapatoria, una línea de escudos, en realidad ataúdes, cierra esa posibilidad. Fuera de esa escena abrumadora hay otras más cercanas, pero no menos espeluznantes: a una laguna infecta son arrojados varios infelices que se debaten para no morir, pero atados y con piedras al cuello, no tienen ninguna posibilidad de salvación. Entre el griterío ensordecedor oigo el sonido de campanas, tañidas por los mismos que masacran, son las de juicio final. De pronto, en medio del caos, la veo aparecer sobre su famélico e infernal caballo, seco y decrépito como ella. Es la muerte que cabalga con su guadaña segando vidas, aplastando existencias. Su furia no tiene límites, no deja duda ni interpretaciones: puedo ver a reyes, nobles y villanos morir, con riquezas y boatos, hambres y miserias, todos fenecen. Irrumpe en una mesa de juegos, en un banquete, en una escena de enamorados, a todos parece alcanzar, nadie está a salvo. Unos son atrapados en redes, otros degollados sin remisión. Huir o luchar no es más que una cuestión de cómo enfrentarla, al final todos caen ante ella.
Despierto en medio de la noche y una media sonrisa se dibuja en mi rostro, al tiempo que rememoro mi última visita al Prado. Un museo infinito si uno quiere, aunque nunca he podido sustraerme a las salas de los primitivos flamencos: Van der Weyden, Memling, Patinir o Hieronymus Bosch, nos esperan allí. Este último, más conocido como El Bosco y su Jardín de la Delicias, eternamente rodeado de una nube de japoneses con pinganillos. El cielo y el infierno conviven en estas tablas al óleo; Bellos rostros y delicadas telas de Flandes; paisajes idílicos junto a fuego y destrucción; Sátira, crítica y diversión junto a enseñanzas morales. Un universo filosófico y hedonista a un tiempo, que cautiva y avasalla a cuantos lo visitan.
    Para el final dejo inexcusablemente a Bruegel el Viejo y El triunfo de la muerte, la imagen más aterradora que imaginarse pueda. Un escenario sin concesiones a salvación alguna, sin redención, la muerte como fin último. No se extraña uno de tal visión apocalíptica conociendo la historia del siglo XVI en Europa: guerras, epidemias y muerte por doquier; sin embargo no tendríamos que ponerle mucha imaginación al asunto para trasladar esas plagas a nuestros días.
     Un aspecto que me llama la atención es la forma en la que se representan dos escenas opuestas en la pintura, a saber: cielo e infierno. Mientras que aquél se ve representado con un número limitado de imágenes de paz y sosiego, con una insulsez bastante notoria, los motivos y detalles de las zonas infernales parecen ser infinitos. Una sobreabundancia de desastres y zozobras terrenos pueden justificar esa desproporción, aunque pienso que la querencia por el infierno no sólo puede ser debida a esto. No quiero decir con ello que al final nos vaya la marcha y queramos ir al bullicio infernal, no, sobre todo de clientes; pero ahí tenemos gloriosos ejemplos de descensos a los infiernos, de personajes míticos a veces, literarios otros, que no pueden tener sólo una coartada moral. Creo que en el fondo hay un cierto deseo de conocer el mal, porque al contrario que el bien, parece tener mil caras, todas atrayentes, incluso para aquellos a los que horroriza. O eso, o es como decía Bernad Shaw que:

 “el infierno es la patria de lo irreal y de los que buscan la dicha…”

        Quizás debiéramos hacer desaparecer del todo a dichos antagonistas, porque como dice Borges, precisamente haciendo referencia a un texto de Shaw:

“Si el cielo es un soborno y el infierno una amenaza… ambos parecen indignos de la divinidad…”

        No obstante, me resisto a hacerlos desaparecer de nuestro acervo cultural, a pesar de haberlo planteado: ateos o creyentes, perderíamos más que ganaríamos. Sería como borrar del imaginario colectivo toda la mitología griega o romana, tan sólo porque son dioses olvidados que ya nadie adora. Han quedado, eso sí, como personificación y alegoría de las pasiones humanas, a fin de cuentas eras dioses mundanos. Falsos dioses, bellos iconos.