domingo, 19 de diciembre de 2021

El arte de vivir


“La superficie de la tierra es suave e impresionable a las pisadas de los hombres y lo mismo ocurre con los senderos que recorre la imaginación…”

                                               Henry David Thoreau

 

Viajábamos por tierras de Burgos con la intención de visitar un famoso monasterio románico sin horario ni prisas. Por eso, al aparecer un letrero que nos indicaba la presencia de una ermita visigoda, no dudé en tomar aquella estrecha carretera que atravesaba el páramo que parecía no llevar a parte alguna. Cuando viajas por un camino sin conocer distancias ni presencias, se suele hacer largo y así ocurrió con aquella sinuosa carretera. Nos rodeaba un paisaje ralo en vegetación y carente de presencia humana, solo al fondo se divisaban unos riscos como frontera de aquella planicie, casi vacía. Al final llegamos a un pequeño pueblo sin divisar la ermita, con la sensación de estar perdidos. En los tiempos en que vivimos, de GPS e internet, perderse es casi una extravagancia, no tienes más que mirar la pantallita de tu coche o móvil, pero no disponemos de lo primero y me he negado a mirar el segundo. Al final llegamos a una bifurcación y sin pensarlo dejamos que la intuición nos diera a elegir el camino. Y fue el correcto, allí estaba la ermita a poco menos de un kilómetro del solitario pueblecito.



Dejamos el coche debajo de uno de los escasos árboles que rodeaban el pequeño monumento. De éste apenas quedaba un ábside cuadrado, los brazos de un transepto a todas luces incompleto y las marcas en el suelo excavadas de lo que debió ser su corta nave. La primera impresión fue de decepción no tanto por lo que quedaba de la iglesia, algo que ya presuponíamos; sino porque era bastante probable que no se pudiera visitar su interior, ya que no se divisaba nadie en aquel paisaje desolado. Pero como he dicho, fue una primera y desde luego falsa impresión; porque al rodear el edificio, pudimos admirar que el ábside y la prolongación de los brazos del crucero eran recorridos por frisos con maravillosos relieves. Tallados en los viejos sillares, tal vez reutilizados de algún edificio romano anterior, bandas de roleos vegetales formados por círculos sogueados sucesivos contenían formas vegetales, animales, geometrías y extraños e incomprensibles monogramas. De lejos el edificio era simple, parco y frío; de cerca, cobraba vida. Una segunda sorpresa vino al rodear la iglesia y comprobar que no estábamos solos. Saliendo de una caseta junto a la que vimos una pequeña moto, el guarda nos dio la bienvenida. Era un extraño individuo muy lejos de lo que uno espera encontrar como guía de un monumento. Esta impresión no solo era por su indumentaria, sino por su actitud. De la primera solo me quedé con el sombrero de ala corta y flexible (a lo Indiana Jones) que no se quitó ni en el interior de la iglesia; de la segunda, su cercanía, era como si nos conociera de siempre. Portaba en su mano, lo cual era insólito en el lugar y el momento, una guitarra española. Nos dijo que odiaba las visitas de grupos, pues perturbaban su tranquila existencia. Mientras nos explicaba los exóticos relieves, nos hablaba de su forma de vida y estudio. 




De los relieves reveló su increíble delicadeza y calidad. Según los estudiosos, parecían de influencia bizantina o sasánida, lugares muy alejados de aquel páramo, lo que les confería no solo el misterio de su procedencia sino el carácter incierto de su significado. El friso superior contenía animales, algunos imaginarios como los grifos y otros reales como toros, felinos o ciervos. El inferior alternaba motivos vegetales como vides y arboles de la vida, con aves de diversos tipos, todos ellos envueltos en roleos. Mientras que el friso central contenía rosetas y cruces en cuyos brazos aparecían enigmáticas letras.


Al entrar en el interior una luz rojiza lo envolvía todo formando una penumbra atenuada por la intensa luz de julio. Ésta entraba por las breves ventanas a modo de saeteras confiriendo al interior un ambiente de sereno recogimiento. Lo único reseñable del transepto era el arco de entrada al ábside, cuya rosca estaba decorada con motivos vegetales entre aves. Dos columnitas flanqueaban el arco y en sus primitivos capiteles había talladas figuras que representaban al sol y a la luna.

 

Aquí y allá, por el suelo y arrimadas a los muros, encontrábamos piezas sueltas de columnitas y sillares, algunos de estos últimos tallados también con misteriosos personajes identificados con Cristo y acompañados de ángeles. La explicación del significado de todo ello fue breve por parte de nuestro anfitrión, luego se sentó en uno de los sillares sueltos del suelo y, ante nuestro asombro, tomó su guitarra y empezó a tocar. No nos metió premura en la visita, parecía estar disfrutando tanto como nosotros. De sus explicaciones, aunque breves, obtuvimos la conciencia de las fuertes controversias de los estudiosos por situar en el tiempo aquella obscura construcción. Para unos era visigoda (siglo VII); otros, basándose en el estilo de las tallas y las posibles influencias, lo situaban en el siglo X.
  Sin duda había muchas similitudes entre esas tallas interiores y algunos códices mozárabes. Los comentarios al apocalipsis nutren también de esa iconografía a todos estos relieves.

Pero tan intrigado estaba por aquellas controversias como por la actitud de nuestro guía. Junto a la guitarra había un libro que conocía bien y que daba pistas de su filosofía de vida, se trataba de Walden de H. D. Thoreau.


¿Está interesado en el transcendentalismo? —le interrogué, señalando el libro.

—Si lo quiere ver así… —me contestó deteniendo la música—No, no más que la mayoría de la gente que se ha aproximado a Thoreau. Hoy todos lo reivindican, yo me quedo con algunas ideas suyas que me ayudan a hacer mejor mi vida.

De vez en cuando entre frase y frase sonaban de nuevo notas de su guitarra, como si quisiera apostillar con ellas lo que decía. Ahora lo veía como a un ermitaño laico, alguien que decide separarse del mundo sin otro fin que vivir mejor.

—¿Le gusta la idea de aislarse? este parece un sitio muy a la mano: una ermita solitaria, un pueblo con pocas personas y un paisaje casi desértico. Me recuerda a los primitivos eremitas del desierto egipcio.


—Al ver el libro seguro que ha pensado en la cabaña de Thoreau y en su retiro voluntario; pero no era un eremita, no lo era y tampoco un ecologista al uso, o al menos como lo entendemos hoy, sino un hombre libre, cuyo fin vital era experimentar como sinónimo de vivir. Si eso es ser trascendentalista, lo soy. En cuanto lo de aislarme, no lo busco, pero disfruto de ello cuando se da.

—Siempre me ha interesado el fenómeno, —le dije—¿por qué la gente se retira del mundo? Yo sería incapaz, soy tan urbanita que no concibo vivir sin gente alrededor, por eso me llama la atención una actitud tan extrema.

—Puede haber muchos motivos para ello. La gente se retira del ruido y también para que el tiempo de su vida sea suyo de verdad. Unas veces el porqué es Dios, sin intermediarios ni influencias; otras entrar en contacto con uno mismo, no es poco. Thoreau se probaba a sí mismo, demostraba que no necesitamos más que unas pocas cosas, no solo para vivir físicamente, sino para ser felices. El trabajo lo es si no nos convierte en esclavos y, en cuanto a la vida social también, si es realmente un contacto sentido con los otros. ¿No cree?


Y diciendo esto siguió tocando la guitarra. Recorrí con la vista aquellas venerables piedras, aquellas tallas que nos hablaban de la inmortalidad del alma, del paraíso y de la vida venidera. Sin duda no fueron tiempos fáciles para los talladores de los relieves. Aquellas eran tierras de frontera, no tanto porque lo fueran físicamente, que también; sino que, fuese cual fuese la época, visigoda o posterior, se trataba del fin de una era para entrar en otra. La nuestra puede serlo sin que nos demos cuenta pues ningún ser humano tiene una verdadera perspectiva de su época.

Sobre uno de los minimalistas capiteles, apenas un sillar horizontal, aparecía una inscripción en latín:  + OC EXIGUUM EXIGUA OFF… D…O FLAMMOLA VOTUM. Le pregunté a nuestro cicerone por aquel nombre.


—Quien lo sabe…—contestó el músico sin dejar de tocar— se supone que alguien que fundó la iglesia o la reparó en algún momento de su azarosa vida. Unos dicen que Flámola fue alguna pariente del famoso Fernán González, otros que pudo ser alguien anónimo, pues era nombre de uso común en aquellos siglos.

—Al menos de ella ha quedado el nombre…—casi susurré— un nombre perdido en el tiempo, como esos de las anónimas lápidas romanas o de cualquier época a los que ya nadie llora. Me fascina imaginar cómo pudieron ser sus vidas. Tal vez sea triste que de una persona solo quede un nombre sin más, o tal vez no, acaso ese anonimato les protege.

—Nadie quiere morir del todo —sentenció el artista— el último recurso es la memoria, luego la nada. Pero no se preocupe, la piedra suele proteger la memoria, tarda mucho en disgregarse. A veces en la soledad hablo con ella, con Flámola, sigue viniendo a rezar.

—¿Tiene un fantasma en su ermita?

—¿Qué son esos entes si no hay nadie que crea en ellos? ¡Claro que tengo un fantasma! No estamos en el Siglo XIX, ni soy un Bécquer; pero sí, me gusta verla entrar en la iglesia, incluso oigo los oficios a veces cuando el viento sopla y no hay nadie por aquí.

Alguien había hecho algunas pequeñas maquetas de la iglesia tal como debió ser, están sobre los sillares tallados. Hay un delicioso ambiente de improvisación en todo ello y con él nos vamos de aquel lugar con la sensación de una visita irrepetible. Ahora, con el tiempo, imagino que lo hemos soñado y que aquel personaje entrañable que nos mostró la iglesia no es sino otro fantasma, alguien que nos hechizó durante la visita, haciéndonos sentir cosas que solo la gente predispuesta quiere creer.