Un anticuario amigo mío
adquirió recientemente un lote de libros de una biblioteca particular. No me
dijo la procedencia, pero sí que con ellos había adquirido un cartapacio con
unos grabados del siglo XVIII. El conjunto iba precedido de una singular misiva
fechada en Roma y dirigida a un desconocido caballero de la Corte de Madrid,
receptor de las láminas. La carta decía así:
“En Roma a 2 de
junio de 1777
Amigo y señor:
Hará siete días que
llegamos a Roma y es momento de darle cuenta de las gestiones y visitas que
hemos hecho en su nombre. Con esta mi relación le envío un adelanto de lo
adquirido hasta ahora que, con ser poco, será celebrado por V., no menos que el
relato de lo vivido y admirado por estos sus servidores.
Roma es una y mil. Tengo
por seguro que ninguno de nosotros hemos vivido la misma ciudad. es por eso por
lo que, humildemente, voy a mostrar mi visión de las cosas, que será, lo doy
por hecho, muy distinta de la que tienen los que me acompañan.
Entramos en la urbe por
la Puerta Salaria procedentes de Ascoli. Habíamos hecho noche en una posada a
unas leguas de la ciudad para entrar a la mañana siguiente ya descansados de
tan largo viaje. Estábamos deseosos de llegar a nuestro destino. Nos detuvimos
sin embargo en el Puente Salario, ya muy cerca de la muralla, no solo por la
singular disposición de este sino porque, una vez cruzado, hallamos a un grupo
de hombres tomando apuntes y dibujos. Así fue como conocí al caballero Piranesi
y a sus acompañantes. Me explicó que aquel puente había sido testigo de las
hazañas de Belisario, el valiente general de Justiniano, el cual la fortificó
en su lucha feroz contra los ostrogodos. Roma, ya no era en aquel tiempo más
que una sombra, pero seguía siendo un símbolo por el que luchar.
Fue un feliz encuentro
aquel que tuvimos de buena mañana, pues el cavaliere Piranesi al ver nuestro
interés por las cosas del pasado, se prestó a servirnos de guía e incluso a
buscarnos alojamiento sin tardanza. De camino a la Strada Felice donde tiene su
taller, nos fue dando un rodeo por lo que hoy es la ciudad, que es menos de una
quinta parte de lo que fue en tiempos de los emperadores. Roma es un caos en el
que se mezclan ruinas dispersas, edificios magníficos y sueños. Los lugareños
conviven con vestigios de un pasado glorioso al que apenas prestan atención. A
pesar de ser sus habitantes, al visitante le produce desasosiego su presencia,
es tan discordante y a la vez tan necesaria, que no puedo por menos que pensar
que sin ellos, Roma no sería lo que es; pero con ellos se vuelve
inquietantemente atrayente.
Paseamos atónitos por
los restos de la que fue la más grande de las termas de Roma: las de
Diocleciano, perseguidor de cristianos al tiempo que gran reformador. Dice
nuestro anfitrión que probablemente tenían unas dimensiones de más de 1250 pies
de lado y que entraban en ella unas tres mil almas, cosa de creer, dadas las
gigantescas arcadas. A pesar de que la maleza y la desolación campan por sus
rincones, el edificio sobrecoge. Y no era el único de este tipo que había en
Roma en aquel tiempo.
El caballero Piranesi es
arquitecto y artista, me dice que se ha especializado en hacer grabados con
planchas de cobre en los que representa el mundo romano en todos sus aspectos.
Es un romanista convencido frente a los que, como el caballero Winkelmann,
hablan de una primacía de la arquitectura griega sobre la romana. Piranesi
niega esto y está dispuesto a demostrarlo. Mide, calcula y dibuja cuanto ve y
lo hace con tal denuedo y talento que he decidido adquirir no solo sus
grabados, de los que le envío una pequeña muestra, sino también una obra
monumental en cuatro volúmenes sobre la arquitectura romana que el mismo ha
editado.
Llegamos al Coliseum. Si
las termas son monumentales, el anfiteatro que construyeran Los Flavios
sobrepasa todo lo imaginable. Al caballero Piranesi le brillan los ojos
mientras nos muestra la desmesura de sus estructuras. Habla de un talento de
los arquitectos romanos para solucionar problemas que aún hoy nos abrumarían de
tener que hacerles frente. En el interior, todos imaginamos los espectáculos
que se llevaron a cabo allí, pero él no tiene ojos para esas imaginaciones sino
para hablarnos de los retos de sus constructores. El emperador Flavio Tito, delicia
del género humano, tal vez uno de los mejores gobernantes que tuvo Roma, lo
terminó en el año 80 de nuestra era. Contrasta lo que le comento a V. con las
cercanas ruinas del descomedido palacio de Nerón, la llamada Domus Aurea,
del que quedan pocos, pero impresionantes restos.
La decepción se apodera
de nosotros al llegar al Foro Romano, unas pocas columnas aquí y allá
sobreviven. Únicamente Los arcos de Tito y de Septimio Severo nos hablan de las
glorias del corazón del Imperio.
Roma es nuestra madre,
nos cuenta Piranesi, vayamos donde vayamos las gentes de la vieja Europa y de
la cristiandad, hallamos nuestra deuda para con ella. Así, nos hace recorrer en
nuestro rodeo hacia su taller: el teatro de Marcelo encastrado y reutilizado
como palacio; la Isla Tiberina que corta el Tíber en dos, y posteriormente
llegamos a la portada del Panteón de Agripa, hoy convertido en la iglesia de
Santa María de los Mártires, donde nos llena de admiración su gigantesca
cúpula. El recorrido termina en Castel Sant’Angelo, el antiguo mausoleo de Elio
Adriano, al que llegamos por el puente del mismo nombre. En lontananza vemos la
cúpula de San Pedro, pero nuestro anfitrión nos dirige ya a su taller.
Al entrar en él
comprendemos el afán de Piranesi en mostrarnos algunos de los monumentos antes
de llevarnos a su casa. Nos ha hecho beber unos sorbos de la impresionante y confusa
ciudad para luego mostrarnos su trabajo y así comprender su obra.
Los siguientes días de
nuestra estancia nos lleva por innumerables rutas posibles, unas dedicadas a
los restos antiguos, otras a monumentos e iglesias actuales y pasadas. Roma es
como un gran mosaico de restos, decadente y admirable, donde se mezclan las eras
y los tiempos en un caos incomprensible y bello.
En el taller de Piranesi
trabajan su hijo Francesco y sus colaboradores. El mismo se afana en cada
detalle: se dibuja, se trabajan las planchas, se imprimen fabulosas representaciones
de cada rincón de la vieja ciudad, de cada edificio pasado o reciente. Tumbas,
acueductos, termas, estadios, anfiteatros, Iglesias, todo es representado con
la belleza de un Tiepolo o un Canaleto, gentes venecianas de su mismo origen;
pero él añade un no sé qué de misterio, de añoranza por las cosas viejas y
perdidas. Sus representaciones son rigurosas y al mismo tiempo grandilocuentes.
He visto el Coliseum y otros edificios, y aquí en su taller hallo en sus
grabados algo que no he podido ver en la realidad de los restos. Tal vez se
trate del prodigioso contraste entre luces y sombras o sea fruto de sus
admirables perspectivas, no sé decirlo, es algo para lo cual ninguno de
nosotros está preparado. Se diría que Piranesi estuviese dotado de un genio, un
numen para representar las cosas dotándolas de alma y misterio.
Nos abre una edición de
su Le antichità romane, una obra monumental que contiene todo aquello
que hemos admirado de la cultura romana. En ella se añaden abundantes y
precisas anotaciones de como aquellos gigantes de la ingeniería y la
arquitectura construían los edificios, los acueductos, las calzadas. Incluso
planos de la Roma antigua son descritos aquí con el encanto dulce y marchito de
las cosas perdidas.
Pero lejos está la
posibilidad de que este hombre deje de sorprendernos. De hecho, este trabajo
que le ha llevado décadas no es fruto de su imaginación, sin duda muy
desarrollada a juzgar por ciertas representaciones fantásticas de cárceles
romanas, lo que él llama Invenzione capricciose di carceri, totalmente
imaginarias; sino porque cada dibujo, cada vista, sus vedute todas, son
fruto de un trabajo de campo ingente e indudablemente preciso. Excava, mide y documenta, y fruto de todo
esto son sus maravillosas vedute. Como le digo a V. no caben más sorpresas,
pero estas llegan. Nos hace pasar a unas salas anexas a sus talleres del
palacio de la Strada Felice. En ellas se muestran objetos y reliquias halladas
en sus múltiples excavaciones dentro y fuera de la Ciudad Eterna. El propio cavaliere
Piranesi las clasifica, las restaura y las vende. Me he tomado la libertad, en
su nombre, de adquirir algunas de ellas para que V. las disfrute y se regale de
su antigüedad y belleza.
Antes de despedirme de
V. le comunico que permaneceremos unos días más en Roma, luego partiremos hacia
el sur, a Nápoles, acompañando a Piranesi en un viaje de exploración a Paestum,
una antigua ciudad griega que este hombre, incansable y apasionado, quiere
visitar.
Una tarde en el
maravilloso crepúsculo romano interpelé a Piranesi del porqué de tan ingente
obra. Me contestó que tenía una necesidad de conocimiento e interés por cuanto
le rodeaba, que este le hacía generar grandes ideas y a ellas les dedicaba el
alma.
Al oírle hablar uno
tiene el deseo de seguirle, se contagia de su entusiasmo, de su pasión por la
antigüedad. Y tengo la sensación de que da lo mismo a lo que nos dediquemos en
nuestras humildes vidas; si la pasión nos guía en nuestro afán, ellas cobrarán
sentido.
Servidor y amigo de V.
G. M. J.”
*Todos los grabados
expuestos proceden del rico fondo que, de la obra de Piranesi, tiene la Biblioteca Nacional
de España.
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