sábado, 4 de febrero de 2017

Utopía



Me quedé atrapado en el aeropuerto de (…) a causa de un temporal que trajo frio y nieve a gran parte del continente. A muchos viajeros les ocurrió lo mismo, por lo cual tuvimos que acomodarnos como pudimos para pasar la noche. La ventisca era tal que trasladarnos a la ciudad a hoteles fue tarea imposible. Así pues, me dispuse a pasar la noche en uno de esos asientos más atractivos que cómodos que suelen prodigarse en esos grandes espacios de paso.
Frente a mí, sin embargo, había un señor de cuidado aspecto que no parecía encajar en el paisaje. Tenía un pequeño portátil en el que se afanaba en escribir, sin apariencia de que esta tarea se viese alterada por el ruidoso ambiente. Cuando cayó la noche y el alboroto se fue atenuando, aquel hombre seguía escribiendo.  Y solo fue ya en la madrugada cuando cerró el portátil para recostarse un poco en su asiento, pero no dormía y me decidí a entablar conversación con él.
Resultó ser un profesor Italiano que pretendía volver a Milán. Su vuelo trasatlántico tuvo que ser desviado por el temporal cuando venía de regreso de Nueva York. Había pasado unas semanas dando conferencias de arte en varias ciudades del Este de Estados unidos y regresaba a sus clases en la Universidad. Hablaba un español casi perfecto, con la entonación inconfundible de un trasalpino. Era un hombre afable, de mirada bondadosa y una calma que contrastaba con lo que tenía alrededor. Parecía aquel tipo de personas que siempre he admirado, aquellos que son capaces de sacar partido al tiempo en cualquier circunstancia, y a los que nada parece alterar.

Abrió su portátil para enseñarme unos dibujos pertenecientes a su última conferencia. Como portada a su presentación había puesto uno hecho por Antonio Sant’Elia, un arquitecto Futurista italiano de principios del siglo XX. Pero el dibujo, de haberse mostrado hoy a cualquiera que no conociese su obra, más de un siglo después, es más que probable que no le hubiese dado esa antigüedad. Porque lo que se representaba en él, era un edificio donde predominaba la altura, integrado en una red de pasarelas y puentes que formaban un paisaje urbano tan moderno que parece actual, cuando en realidad es una obra de anticipación. Representa una visión de Milán en el año 2000 y formaba parte de los dibujos que el malogrado arquitecto presentó en la exposición de la Nuove Tendence en 1914.
Sandro, que así se llamaba aquel profesor, sonrió al ver mi cara de admiración.
–¿Sabe?– Me dijo–, resulta sorprendente el afán de la gente, no hablo ya de los visionarios como Sant’Elia, por hacer que el futuro llegue antes de lo previsto. Las previsiones sobre tales o cuales avances siempre son más optimistas que la realidad.
–En algunas cosas van más deprisa –-apunté–, quizás demasiado; pero tiene razón, algunas obras de anticipación hablan de viajes imposibles poco después del año 2000 y aquí estamos, o de sociedades futuras admirables, que visto lo visto, ni están ni se las espera.
Sandro continuaba pasando las imágenes mientras seguía hablando.
–En realidad ahora somos más pesimistas que antes. Tenga en cuenta que ellos, los futuristas, no supieron ni pudieron predecir ni asimilar las tremendas catástrofes bélicas del siglo XX, la amenaza nuclear, la superpoblación, la contaminación, ni las crisis económicas que vinieron después. La literatura anti utópica, o como ahora se dice, distópica, es una muestra de ese pesimismo, que llegó con estas calamidades.
Sus palabras me hicieron recordar pasadas lecturas de Orwell, Huxley o Ray Bradbury, que reflejan, supongo, en el momento en que fueron escritas, temores provocados por las crisis que las generaron. Sigo suponiendo que la proliferación en nuestro tiempo de este tipo de literatura y su reflejo en el cine y las series de TV, responden a esta crisis económica prolongada en la que vivimos, y al inquietante panorama político. Nada de ello ayuda a tener una visión más optimista. En realidad no son visiones del futuro, sino amenazas latentes del presente.
–Sin embargo estos dibujos son de una belleza espartana –le dije–, carecen de adornos, ninguna decoración atenúa sus formas, parecen haber surgido de la nada, no hay rastro del pasado.
–Los futuristas abominaban del pasado, –me explicó– . Sant’Elia dice en su célebre Manifiesto de la Arquitectura Futurista que “Después del siglo XVIII, la arquitectura dejó de existir.”  No admite ningún adorno del pasado en los edificios modernos que deben ser: “cálculo, audacia temeraria y sencillez”. Una arquitectura basada en el hormigón armado, el hierro y el vidrio. Creo que en eso, su influencia es manifiesta; en la arquitectura actual han triunfado estos elementos, desplazando materiales del pasado como la piedra, el ladrillo y la madera. Naturalmente nada de ello es del todo cierto. Nuestras ciudades no han aparecido de la nada, por eso los Futuristas eran utópicos. Lo fueron porque confiaron en la tecnología, la velocidad y la mecanización de la sociedad como solución. Eso fue hasta que muchos de ellos murieran en la Primera Guerra Mundial, víctimas de esas tecnologías que debían liberarnos.
–Tal vez el germen de este fracaso liberador se debía a las ideologías implícitas a aquellos visionarios –apunté–. Hablaban de modernidad, de tecnología; pero también de exaltación nacionalista, cuando no de ciertos regustos totalitarios.
-–Desde Platón, toda utopía los ha tenido, mi buen amigo. Las utopías son deseos de mejorar situaciones funestas; pero a veces no se apoyan necesariamente en situaciones sociales y políticamente justas. Si leemos a Lewis Munford, son “el equivalente ideológico de un contenedor físico”. Según Munford, con la ayuda de estos ideales, las sociedades seleccionan entre muchas soluciones, aquellas que encajan con su propia naturaleza o prometen un mejor desarrollo humano; pero apunta también que estas soluciones ideológicas chocan, por su rigidez, con el cambio como valor ideal de nuestras sociedades, con la necesaria evolución.  En una palabra, son modelos estáticos.
–Toda una paradoja, si nos atenemos a la arquitectura de Sant’Elia, que pretendía dinamismo y renovación en su Cittá Nouva, según tengo entendido.
–Eso es cierto, pero por ese afán renovador de las sociedades modernas, la genialidad de Sant’Elia, no cayó en saco roto, porque en sus aspectos técnicos, su arquitectura era innovadora. Italia en aquellos momentos se había refugiado en el pasado arquitectónico, cuando en Europa, aparecía la Secesión vienesa, y al otro lado del atlántico, surgían los primeros rascacielos. Hay algo en la arquitectura de este futurista, que le aleja un tanto de la utopía y es el hecho de que todo este entramado de estructuras, que en parte se ha llevado a cabo en las ciudades, tenía para él un carácter efímero, en permanente evolución, en continua construcción. Cada generación debía tener su propia ciudad y por tanto se alejaba del modelo estático que toda utopía propone. ¿Acaso no ocurre eso en las grandes ciudades de hoy? Se trata de un tipo de utopía, que como dice Munford, interactúa con la realidad, se adapta a ella, pretende cambiarla.
–Entonces la utopía es necesaria–incidí–, si no acudimos a ella, las sociedades no cambian, no evolucionan, no mejoran.
–Creo que sí. Pienso que esa proliferación actual de anti utopías, se debe precisamente a que, en cierto modo hemos renunciado a pensarlas, a modelarlas. Una utopía no deja de ser una pugna con la realidad, pero debe partir de ella. Las únicas que diviso en el horizonte son modelos del pasado reciclados de mala manera. Fórmulas de entender la realidad, de las que y hemos extraído enseñanzas y mejoras ya conseguidas y, también me temo, errores terroríficos a los que no deberíamos volver.
En cualquier caso, querido amigo, las utopías deben pensar más en el individuo y menos en la sociedad en su conjunto. Los individuos son el interior de las sociedades, y como decían los futuristas, el edificio debe construirse desde el interior.
Continué hablando gran parte de la madrugada con aquel amable profesor. Se supone que hablábamos de arte, el arte está en la vida, es la vida; pero ese arte también refleja las borrascas y ventiscas de la historia. La que nos confinaba momentáneamente en aquel aeropuerto, y las otras, las imposibles de conjurar tan solo con una amigable charla.


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