Me
quedé atrapado en el aeropuerto de (…) a causa de un temporal que trajo frio y
nieve a gran parte del continente. A muchos viajeros les ocurrió lo mismo, por
lo cual tuvimos que acomodarnos como pudimos para pasar la noche. La ventisca
era tal que trasladarnos a la ciudad a hoteles fue tarea imposible. Así pues,
me dispuse a pasar la noche en uno de esos asientos más atractivos que cómodos
que suelen prodigarse en esos grandes espacios de paso.
Frente
a mí, sin embargo, había un señor de cuidado aspecto que no parecía encajar en
el paisaje. Tenía un pequeño portátil en el que se afanaba en escribir, sin
apariencia de que esta tarea se viese alterada por el ruidoso ambiente. Cuando
cayó la noche y el alboroto se fue atenuando, aquel hombre seguía
escribiendo. Y solo fue ya en la
madrugada cuando cerró el portátil para recostarse un poco en su asiento, pero
no dormía y me decidí a entablar conversación con él.
Resultó
ser un profesor Italiano que pretendía volver a Milán. Su vuelo trasatlántico
tuvo que ser desviado por el temporal cuando venía de regreso de Nueva York.
Había pasado unas semanas dando conferencias de arte en varias ciudades del
Este de Estados unidos y regresaba a sus clases en la Universidad. Hablaba un
español casi perfecto, con la entonación inconfundible de un trasalpino. Era un
hombre afable, de mirada bondadosa y una calma que contrastaba con lo que tenía
alrededor. Parecía aquel tipo de personas que siempre he admirado, aquellos que
son capaces de sacar partido al tiempo en cualquier circunstancia, y a los que
nada parece alterar.
Abrió
su portátil para enseñarme unos dibujos pertenecientes a su última conferencia.
Como portada a su presentación había puesto uno hecho por Antonio Sant’Elia, un
arquitecto Futurista italiano de principios del siglo XX. Pero el dibujo, de
haberse mostrado hoy a cualquiera que no conociese su obra, más de un siglo
después, es más que probable que no le hubiese dado esa antigüedad. Porque lo
que se representaba en él, era un edificio donde predominaba la altura,
integrado en una red de pasarelas y puentes que formaban un paisaje urbano tan
moderno que parece actual, cuando en realidad es una obra de anticipación.
Representa una visión de Milán en el año 2000 y formaba parte de los dibujos
que el malogrado arquitecto presentó en la exposición de la Nuove Tendence en 1914.
Sandro,
que así se llamaba aquel profesor, sonrió al ver mi cara de admiración.
–¿Sabe?–
Me dijo–, resulta sorprendente el afán de la gente, no hablo ya de los
visionarios como Sant’Elia, por hacer que el futuro llegue antes de lo
previsto. Las previsiones sobre tales o cuales avances siempre son más
optimistas que la realidad.
–En
algunas cosas van más deprisa –-apunté–, quizás demasiado; pero tiene razón,
algunas obras de anticipación hablan de viajes imposibles poco después del año
2000 y aquí estamos, o de sociedades futuras admirables, que visto lo visto, ni
están ni se las espera.
Sandro
continuaba pasando las imágenes mientras seguía hablando.
–En
realidad ahora somos más pesimistas que antes. Tenga en cuenta que ellos, los
futuristas, no supieron ni pudieron predecir ni asimilar las tremendas catástrofes
bélicas del siglo XX, la amenaza nuclear, la superpoblación, la contaminación,
ni las crisis económicas que vinieron después. La literatura anti utópica, o
como ahora se dice, distópica, es una muestra de ese pesimismo, que llegó con
estas calamidades.
Sus
palabras me hicieron recordar pasadas lecturas de Orwell, Huxley o Ray Bradbury,
que reflejan, supongo, en el momento en que fueron escritas, temores provocados
por las crisis que las generaron. Sigo suponiendo que la proliferación en
nuestro tiempo de este tipo de literatura y su reflejo en el cine y las series
de TV, responden a esta crisis económica prolongada en la que vivimos, y al
inquietante panorama político. Nada de ello ayuda a tener una visión más
optimista. En realidad no son visiones del futuro, sino amenazas latentes del
presente.
–Sin
embargo estos dibujos son de una belleza espartana –le dije–, carecen de
adornos, ninguna decoración atenúa sus formas, parecen haber surgido de la
nada, no hay rastro del pasado.
–Los
futuristas abominaban del pasado, –me explicó– . Sant’Elia dice en su célebre
Manifiesto de la Arquitectura Futurista que “Después del siglo XVIII, la
arquitectura dejó de existir.” No admite
ningún adorno del pasado en los edificios modernos que deben ser: “cálculo,
audacia temeraria y sencillez”. Una arquitectura basada en el hormigón armado,
el hierro y el vidrio. Creo que en eso, su influencia es manifiesta; en la
arquitectura actual han triunfado estos elementos, desplazando materiales del
pasado como la piedra, el ladrillo y la madera. Naturalmente nada de ello es
del todo cierto. Nuestras ciudades no han aparecido de la nada, por eso los Futuristas
eran utópicos. Lo fueron porque confiaron en la tecnología, la velocidad y la
mecanización de la sociedad como solución. Eso fue hasta que muchos de ellos
murieran en la Primera Guerra Mundial, víctimas de esas tecnologías que debían
liberarnos.
–Tal
vez el germen de este fracaso liberador se debía a las ideologías implícitas a
aquellos visionarios –apunté–. Hablaban de modernidad, de tecnología; pero
también de exaltación nacionalista, cuando no de ciertos regustos totalitarios.
-–Desde
Platón, toda utopía los ha tenido, mi buen amigo. Las utopías son deseos de
mejorar situaciones funestas; pero a veces no se apoyan necesariamente en
situaciones sociales y políticamente justas. Si leemos a Lewis Munford, son “el
equivalente ideológico de un contenedor físico”. Según Munford, con la ayuda de
estos ideales, las sociedades seleccionan entre muchas soluciones, aquellas que
encajan con su propia naturaleza o prometen un mejor desarrollo humano; pero
apunta también que estas soluciones ideológicas chocan, por su rigidez, con el
cambio como valor ideal de nuestras sociedades, con la necesaria
evolución. En una palabra, son modelos
estáticos.
–Toda
una paradoja, si nos atenemos a la arquitectura de Sant’Elia, que pretendía
dinamismo y renovación en su Cittá Nouva,
según tengo entendido.
–Eso
es cierto, pero por ese afán renovador de las sociedades modernas, la
genialidad de Sant’Elia, no cayó en saco roto, porque en sus aspectos técnicos,
su arquitectura era innovadora. Italia en aquellos momentos se había refugiado
en el pasado arquitectónico, cuando en Europa, aparecía la Secesión vienesa, y
al otro lado del atlántico, surgían los primeros rascacielos. Hay algo en la
arquitectura de este futurista, que le aleja un tanto de la utopía y es el
hecho de que todo este entramado de estructuras, que en parte se ha llevado a
cabo en las ciudades, tenía para él un carácter efímero, en permanente
evolución, en continua construcción. Cada generación debía tener su propia
ciudad y por tanto se alejaba del modelo estático que toda utopía propone.
¿Acaso no ocurre eso en las grandes ciudades de hoy? Se trata de un tipo de
utopía, que como dice Munford, interactúa con la realidad, se adapta a ella,
pretende cambiarla.
–Entonces
la utopía es necesaria–incidí–, si no acudimos a ella, las sociedades no
cambian, no evolucionan, no mejoran.
–Creo
que sí. Pienso que esa proliferación actual de anti utopías, se debe
precisamente a que, en cierto modo hemos renunciado a pensarlas, a modelarlas.
Una utopía no deja de ser una pugna con la realidad, pero debe partir de ella.
Las únicas que diviso en el horizonte son modelos del pasado reciclados de mala
manera. Fórmulas de entender la realidad, de las que y hemos extraído
enseñanzas y mejoras ya conseguidas y, también me temo, errores terroríficos a
los que no deberíamos volver.
En
cualquier caso, querido amigo, las utopías deben pensar más en el individuo y
menos en la sociedad en su conjunto. Los individuos son el interior de las
sociedades, y como decían los futuristas, el edificio debe construirse desde el
interior.
Continué
hablando gran parte de la madrugada con aquel amable profesor. Se supone que
hablábamos de arte, el arte está en la vida, es la vida; pero ese arte también
refleja las borrascas y ventiscas de la historia. La que nos confinaba
momentáneamente en aquel aeropuerto, y las otras, las imposibles de conjurar
tan solo con una amigable charla.
genial como siemre Luismi
ResponderEliminarMuchas gracias Juan. Un abrazo.
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