domingo, 2 de octubre de 2022

Ur, de viajeros y arqueólogos.



No esperaba una típica casa suiza, pero allí estaba. Era una fachada sacada de un libro de Juana Spyri, de planta baja más dos alturas y un tejado a dos aguas que terminaba en dos grandes aleros. Sus contraventanas verdes contrastaban con el blanco de sus muros, dándole un aspecto de casa de muñecas.  Su dueño, un diplomático español ya retirado, me había citado allí, en lugar de un balneario que solía frecuentar en Yverdon-les-Bains, cerca de otro lago, el Neuchâtel; no le faltaban motivos para ello, me hubiese perdido muchos detalles de no haber visitado su interior. Juan de Vinuesa y Calafat procedía de una añeja familia aristocrática cuyo padre, del mismo nombre, había sido un apasionado de la arqueología. Comenzó contándome cómo su antecesor, desde bien joven y con una sólida posición financiera había participado intensamente en la vida cultural del Madrid de los veinte. El foco más distinguido y vanguardista era la Residencia de Estudiantes que albergaba la flor y nata de lo que sería una generación de intelectuales irrepetible en España.

—Mi padre se unió con entusiasmo al grupo del Duque de Alba al crear El Comité


Hispano-inglés. —y añadió— No lo creerá joven, pero lo cierto es que aquella institución tan progresista y moderna era en gran parte financiada por nuestra más rancia aristocracia.

—He oído hablar de ese Comité —le dije— y de las conferencias de personalidades de la ciencia que promovió.

—Me quedó grabada en la memoria las impresiones que le causó a mi padre la conferencia en la Residencia de un arqueólogo británico que visitó Madrid en 1929. Ante los asombrados ojos de unas trescientas personas, el que luego sería Sir Charles Leonard Woolley, explicó, acompañándose de abundantes fotos y dibujos, sus descubrimientos en el cementerio Real de Ur. Me contó muchas veces como aquello fue la causa por la que se entregó en cuerpo y alma a los estudios orientales y más concretamente al país de Sumer, cuna de la civilización.

—¿Cómo fue aquella conferencia? —e inquirí—¿Cómo era Woolley?

—Le causó una honda impresión —contestó mi anfitrión con la pasión que deja la memoria— Primero de todo un perfecto gentleman, minucioso y profesional. Un arqueólogo tal como hoy lo entendemos, pero al mismo tiempo un magnífico publicista de su propia obra, pues no sé cansó de promocionar sus excavaciones con conferencias por todo el orbe. Mi padre lo admiró siempre. Explicaba sus asombrosos descubrimientos con ese desinterés muy de los británicos, ya sabe, la famosa flema, como si no tuviesen importancia; pero con esa mirada de águila que todo lo escudriña y revisa. Su conferencia no solo se quedó ahí. Estaba interesado en relacionar sus investigaciones con el relato bíblico e insistió en hablar de Abraham, Patriarca cuya cuna fue precisamente Ur, y del Diluvio que tienen un precedente en la epopeya sumeria de Gilgamesh. Sabía que esto interesaría a la concurrencia, más si cabe, que el oro y los macabros hallazgos en aquellas tumbas olvidadas.


Mi anfitrión me hizo pasar a la biblioteca. Mi sorpresa fue mayúscula, era como si me hubiera transportado a una casa victoriana con todos los detalles: esculturas, cuadros, relojes, pesadas mesas con patas de bellos torneados, anaqueles llenos de libros, mapas antiguos de oriente próximo en sus muros, armas y otros objetos de la cultura sumeria. Sobre una chimenea decorada con motivos clásicos estaba el retrato de su padre, un rostro sereno y altivo.

—No sé qué será de esta biblioteca cuando yo muera, mis hijos no tienen interés por la arqueología. Tal vez termine cediéndola a una sobrina que parece querer seguir mis estudios, no lo sé. —Me decía esto con pena y resignación, mientras miraba la reproducción increíblemente bella de un arpa sumeria. Una cabeza de toro dorada cuya barba eran incrustaciones de lapislázuli. —a fin de cuentas, esto es el pasado, ahora todo es tecnología e ingeniería financiera.

—¿Su padre estuvo en las excavaciones de Ur? —le pregunté mientras miraba detenidamente su pintura en la pared.

—Sí, desde luego, fue diplomático en Londres un tiempo, antes de ser trasladado a un consulado en Egipto. En ese primer destino conoció a Woolley, a su mujer Katherine, todo un carácter; a T.E. Lawrence (el famoso Lawrence de Arabia) y a otros más. Fíjese en el estandarte de Ur, ¿no es magnífico? Nos dice más de la sociedad sumeria que sus propios textos. —Mi anfitrión se había parado ante una de las obras más representativas de la cultura de Sumer— Nos habla de guerras, de comercio, de impuestos, de la vida cortesana. No ha cambiado tanto la vida en casi 5000 años, ¿no le parece?

—No, por desgracia no. —contesté y añadí— es difícil imaginar una Edad de Oro donde no ocurrieran cosas como las que vivimos hoy.

—En ese sentido, en cierto modo Woolley sacó del error a muchos investigadores impresionados por aquella cultura. Los sacrificios humanos de aquella primigenia dinastía, que por otra parte no se repitieron, nos hablan de una sociedad más injusta y violenta de lo que imaginábamos. No solo desenterró armas y bellas arpas, también decenas de cadáveres de los desgraciados sirvientes que fueron obligados a acompañar a los monarcas a su última morada. Muchos investigadores simplemente obviaron esto al hablar de la increíble cultura sumeria. Tal como tiempo después ocurriría con la cultura maya, a la que, ingenuamente, se la imaginaba modélica. Ningún imperio o cultura, por desgracia, se crea sin opresión de unos sobre otros. Esa es la realidad.

—Cuando me cuenta todas esas impresiones de su padre, me parece oírle hablar de un mundo desaparecido.


—En cierto sentido lo es. Mire esta estancia. Mis objetos del pasado no solo son sumerios, como esta daga ritual o este sello en forma de rodillo; muebles y recuerdos, como ese retrato, lo son igualmente. También los viajes que mi padre hizo en el Orient Express, cuando desde Londres iba camino de Irak y la gente que conoció allí, no solo a arqueólogos, sino escritores y artistas. ¿Ha leído alguna novela de Agatha Christie?  Quien no…pues bien, allí se plantó en Ur, una mujer sola en los años 20. Un viaje increíble en aquella época. Todas esas relaciones y detalles, trenes lujosos y viajes tortuosos, el gusto por las culturas desaparecidas, los lugares que ya no existen, o que han cambiado de tal manera que no se les reconoce; todo, absolutamente todo es solo un recuerdo. Porque aquella época tenia el halo de ver cosas primigenias en su esencia, que ya no lo tienen. La gente visitaba las excavaciones y hablaba con los responsables, como si tal cosa. Christie, conoció allí a su marido, el ayudante de Woolley, Max Mallowan. Mi padre también fue allí, entre la emoción y la decepción, lo primero por saberse en un lugar que cita la Biblia y lo segundo porque allí no había más que montículos de tierra cubiertos de hierba…, y sin embargo vivió una experiencia fundamental y única.

—¿Qué le atrae más de la cultura sumeria?

—No lo puedo decir con certeza. El origen desconocido de su etnia; el carácter primigenio en paralelo cronológico con Egipto; su misteriosa escritura, tan enigmática coma la jeroglífica; las joyas, dignas de una majestuosa corte de nuestro tiempo, con materias primas que venían de lejanos lugares; los zigurats, torres que ponen a los hombres en contacto con los dioses. Siendo admirador de la cultura egipcia, las culturas mesopotámicas son más híbridas, más porosas a múltiples influencias de razas y culturas. Una Babel no solo idiomática sino étnica y religiosa. Supongo que lo habrá leído, pero le recomiendo un libro clásico. La historia empieza en Sumer, de S.N, Kramer.

—No lo he leído —confesé.

—Es una visión de la cultura sumeria desde sus textos…es admirable como hace un


repaso, con títulos de capítulos como: La primera escuela, La primera guerra de nervios, la primera reducción de impuestos, la primera sentencia de un tribunal, la primera farmacopea, etc. Todo ello nos hace ver que no hay nada nuevo bajo el sol, pero también que todo rastro de civilización como estos debió tener un primer ejemplo y ese fue en Sumer.

Nos detenemos ante una vitrina de cristal que contiene un extraño objeto, parece el tablero de un juego con fichas de dos colores. Me quedo mirando con interés las bellas taraceas que adornan las casillas, no es regular como el de damas o ajedrez, pero tiene aire de ser similar. Interrogo con la mirada al anciano aristócrata.

—Es sorprendente, ¿verdad? 2600 años A.C, dos tipos como usted y yo jugaban a este juego desconocido. Fue hallado por Woolley en Ur, y no se conocen sus reglas, es una lástima; pero por un texto posterior en escritura cuneiforme, se intuye que era un juego de persecución similar al parchís actual.

—¿Tiene algún objeto original sumerio? Todo lo que veo aquí parece antiguo.


No se preocupe, no he robado nada, todos estos objetos, incluido ese famoso casco, son reproducciones. A pesar de que el dorado es similar al de nuestros retablos, me costaron una fortuna. Original, original solo guardo algunos fragmentos de cerámica que le regalaron a mi padre en sus visitas a oriente.

Nos detenemos ante un mapa enmarcado del Creciente Fértil. Sumer en el sur, ocupa solo una pequeña parte y está señalado por un rectángulo que contiene nombres míticos como Ur, Uruk, Babilonia, Nippur o Lagash. Tiene esa estética cuidada de los mapas hechos por los primeros geógrafos, al que se añade el amarillear de su papel.

—Una última cuestión, es algo que me pregunto muchas veces, y supongo que todo historiador lo hace ¿En su caso por qué le fascina el pasado remoto, porqué ese interés?

—La gente dice que se tiene por la curiosidad de conocer nuestro origen; para no repetir
errores; aprender de ellos y crear una sociedad mejor. No le niego esos valores a la historia; pero tiene que haber algo más, una pulsión, un sentimiento. En mi caso creo que me fascina lo que ha sido y ya no es, sí, esa flor marchita que nos habla de una primavera bella y olvidada. Lo que ya ni siquiera es recuerdo y al ser investigado vuelve a la vida solo para nosotros. Creo que hay un punto de exclusivismo y cierto narcisismo intelectual; pero, qué quiere que le diga, a mi edad, no me importa caer en esos pequeños pecados.

Abandoné con cierta sensación de pérdida aquella casa, sabía, que al igual que aquel mundo investigado por Woolley, desaparecería con su decrépito dueño. Llevarla en mi retina y escribirla aquí, es cuanto puedo hacer, además de tener presente que todo desaparece In ictu oculi, que diría Valdés Leal.


domingo, 19 de diciembre de 2021

El arte de vivir


“La superficie de la tierra es suave e impresionable a las pisadas de los hombres y lo mismo ocurre con los senderos que recorre la imaginación…”

                                               Henry David Thoreau

 

Viajábamos por tierras de Burgos con la intención de visitar un famoso monasterio románico sin horario ni prisas. Por eso, al aparecer un letrero que nos indicaba la presencia de una ermita visigoda, no dudé en tomar aquella estrecha carretera que atravesaba el páramo que parecía no llevar a parte alguna. Cuando viajas por un camino sin conocer distancias ni presencias, se suele hacer largo y así ocurrió con aquella sinuosa carretera. Nos rodeaba un paisaje ralo en vegetación y carente de presencia humana, solo al fondo se divisaban unos riscos como frontera de aquella planicie, casi vacía. Al final llegamos a un pequeño pueblo sin divisar la ermita, con la sensación de estar perdidos. En los tiempos en que vivimos, de GPS e internet, perderse es casi una extravagancia, no tienes más que mirar la pantallita de tu coche o móvil, pero no disponemos de lo primero y me he negado a mirar el segundo. Al final llegamos a una bifurcación y sin pensarlo dejamos que la intuición nos diera a elegir el camino. Y fue el correcto, allí estaba la ermita a poco menos de un kilómetro del solitario pueblecito.



Dejamos el coche debajo de uno de los escasos árboles que rodeaban el pequeño monumento. De éste apenas quedaba un ábside cuadrado, los brazos de un transepto a todas luces incompleto y las marcas en el suelo excavadas de lo que debió ser su corta nave. La primera impresión fue de decepción no tanto por lo que quedaba de la iglesia, algo que ya presuponíamos; sino porque era bastante probable que no se pudiera visitar su interior, ya que no se divisaba nadie en aquel paisaje desolado. Pero como he dicho, fue una primera y desde luego falsa impresión; porque al rodear el edificio, pudimos admirar que el ábside y la prolongación de los brazos del crucero eran recorridos por frisos con maravillosos relieves. Tallados en los viejos sillares, tal vez reutilizados de algún edificio romano anterior, bandas de roleos vegetales formados por círculos sogueados sucesivos contenían formas vegetales, animales, geometrías y extraños e incomprensibles monogramas. De lejos el edificio era simple, parco y frío; de cerca, cobraba vida. Una segunda sorpresa vino al rodear la iglesia y comprobar que no estábamos solos. Saliendo de una caseta junto a la que vimos una pequeña moto, el guarda nos dio la bienvenida. Era un extraño individuo muy lejos de lo que uno espera encontrar como guía de un monumento. Esta impresión no solo era por su indumentaria, sino por su actitud. De la primera solo me quedé con el sombrero de ala corta y flexible (a lo Indiana Jones) que no se quitó ni en el interior de la iglesia; de la segunda, su cercanía, era como si nos conociera de siempre. Portaba en su mano, lo cual era insólito en el lugar y el momento, una guitarra española. Nos dijo que odiaba las visitas de grupos, pues perturbaban su tranquila existencia. Mientras nos explicaba los exóticos relieves, nos hablaba de su forma de vida y estudio. 




De los relieves reveló su increíble delicadeza y calidad. Según los estudiosos, parecían de influencia bizantina o sasánida, lugares muy alejados de aquel páramo, lo que les confería no solo el misterio de su procedencia sino el carácter incierto de su significado. El friso superior contenía animales, algunos imaginarios como los grifos y otros reales como toros, felinos o ciervos. El inferior alternaba motivos vegetales como vides y arboles de la vida, con aves de diversos tipos, todos ellos envueltos en roleos. Mientras que el friso central contenía rosetas y cruces en cuyos brazos aparecían enigmáticas letras.


Al entrar en el interior una luz rojiza lo envolvía todo formando una penumbra atenuada por la intensa luz de julio. Ésta entraba por las breves ventanas a modo de saeteras confiriendo al interior un ambiente de sereno recogimiento. Lo único reseñable del transepto era el arco de entrada al ábside, cuya rosca estaba decorada con motivos vegetales entre aves. Dos columnitas flanqueaban el arco y en sus primitivos capiteles había talladas figuras que representaban al sol y a la luna.

 

Aquí y allá, por el suelo y arrimadas a los muros, encontrábamos piezas sueltas de columnitas y sillares, algunos de estos últimos tallados también con misteriosos personajes identificados con Cristo y acompañados de ángeles. La explicación del significado de todo ello fue breve por parte de nuestro anfitrión, luego se sentó en uno de los sillares sueltos del suelo y, ante nuestro asombro, tomó su guitarra y empezó a tocar. No nos metió premura en la visita, parecía estar disfrutando tanto como nosotros. De sus explicaciones, aunque breves, obtuvimos la conciencia de las fuertes controversias de los estudiosos por situar en el tiempo aquella obscura construcción. Para unos era visigoda (siglo VII); otros, basándose en el estilo de las tallas y las posibles influencias, lo situaban en el siglo X.
  Sin duda había muchas similitudes entre esas tallas interiores y algunos códices mozárabes. Los comentarios al apocalipsis nutren también de esa iconografía a todos estos relieves.

Pero tan intrigado estaba por aquellas controversias como por la actitud de nuestro guía. Junto a la guitarra había un libro que conocía bien y que daba pistas de su filosofía de vida, se trataba de Walden de H. D. Thoreau.


¿Está interesado en el transcendentalismo? —le interrogué, señalando el libro.

—Si lo quiere ver así… —me contestó deteniendo la música—No, no más que la mayoría de la gente que se ha aproximado a Thoreau. Hoy todos lo reivindican, yo me quedo con algunas ideas suyas que me ayudan a hacer mejor mi vida.

De vez en cuando entre frase y frase sonaban de nuevo notas de su guitarra, como si quisiera apostillar con ellas lo que decía. Ahora lo veía como a un ermitaño laico, alguien que decide separarse del mundo sin otro fin que vivir mejor.

—¿Le gusta la idea de aislarse? este parece un sitio muy a la mano: una ermita solitaria, un pueblo con pocas personas y un paisaje casi desértico. Me recuerda a los primitivos eremitas del desierto egipcio.


—Al ver el libro seguro que ha pensado en la cabaña de Thoreau y en su retiro voluntario; pero no era un eremita, no lo era y tampoco un ecologista al uso, o al menos como lo entendemos hoy, sino un hombre libre, cuyo fin vital era experimentar como sinónimo de vivir. Si eso es ser trascendentalista, lo soy. En cuanto lo de aislarme, no lo busco, pero disfruto de ello cuando se da.

—Siempre me ha interesado el fenómeno, —le dije—¿por qué la gente se retira del mundo? Yo sería incapaz, soy tan urbanita que no concibo vivir sin gente alrededor, por eso me llama la atención una actitud tan extrema.

—Puede haber muchos motivos para ello. La gente se retira del ruido y también para que el tiempo de su vida sea suyo de verdad. Unas veces el porqué es Dios, sin intermediarios ni influencias; otras entrar en contacto con uno mismo, no es poco. Thoreau se probaba a sí mismo, demostraba que no necesitamos más que unas pocas cosas, no solo para vivir físicamente, sino para ser felices. El trabajo lo es si no nos convierte en esclavos y, en cuanto a la vida social también, si es realmente un contacto sentido con los otros. ¿No cree?


Y diciendo esto siguió tocando la guitarra. Recorrí con la vista aquellas venerables piedras, aquellas tallas que nos hablaban de la inmortalidad del alma, del paraíso y de la vida venidera. Sin duda no fueron tiempos fáciles para los talladores de los relieves. Aquellas eran tierras de frontera, no tanto porque lo fueran físicamente, que también; sino que, fuese cual fuese la época, visigoda o posterior, se trataba del fin de una era para entrar en otra. La nuestra puede serlo sin que nos demos cuenta pues ningún ser humano tiene una verdadera perspectiva de su época.

Sobre uno de los minimalistas capiteles, apenas un sillar horizontal, aparecía una inscripción en latín:  + OC EXIGUUM EXIGUA OFF… D…O FLAMMOLA VOTUM. Le pregunté a nuestro cicerone por aquel nombre.


—Quien lo sabe…—contestó el músico sin dejar de tocar— se supone que alguien que fundó la iglesia o la reparó en algún momento de su azarosa vida. Unos dicen que Flámola fue alguna pariente del famoso Fernán González, otros que pudo ser alguien anónimo, pues era nombre de uso común en aquellos siglos.

—Al menos de ella ha quedado el nombre…—casi susurré— un nombre perdido en el tiempo, como esos de las anónimas lápidas romanas o de cualquier época a los que ya nadie llora. Me fascina imaginar cómo pudieron ser sus vidas. Tal vez sea triste que de una persona solo quede un nombre sin más, o tal vez no, acaso ese anonimato les protege.

—Nadie quiere morir del todo —sentenció el artista— el último recurso es la memoria, luego la nada. Pero no se preocupe, la piedra suele proteger la memoria, tarda mucho en disgregarse. A veces en la soledad hablo con ella, con Flámola, sigue viniendo a rezar.

—¿Tiene un fantasma en su ermita?

—¿Qué son esos entes si no hay nadie que crea en ellos? ¡Claro que tengo un fantasma! No estamos en el Siglo XIX, ni soy un Bécquer; pero sí, me gusta verla entrar en la iglesia, incluso oigo los oficios a veces cuando el viento sopla y no hay nadie por aquí.

Alguien había hecho algunas pequeñas maquetas de la iglesia tal como debió ser, están sobre los sillares tallados. Hay un delicioso ambiente de improvisación en todo ello y con él nos vamos de aquel lugar con la sensación de una visita irrepetible. Ahora, con el tiempo, imagino que lo hemos soñado y que aquel personaje entrañable que nos mostró la iglesia no es sino otro fantasma, alguien que nos hechizó durante la visita, haciéndonos sentir cosas que solo la gente predispuesta quiere creer.

 

 

 

 

 

 



jueves, 26 de diciembre de 2019

En la Roma de Piranesi


Un anticuario amigo mío adquirió recientemente un lote de libros de una biblioteca particular. No me dijo la procedencia, pero sí que con ellos había adquirido un cartapacio con unos grabados del siglo XVIII. El conjunto iba precedido de una singular misiva fechada en Roma y dirigida a un desconocido caballero de la Corte de Madrid, receptor de las láminas. La carta decía así:

“En Roma a 2 de junio de 1777
Amigo y señor:
Hará siete días que llegamos a Roma y es momento de darle cuenta de las gestiones y visitas que hemos hecho en su nombre. Con esta mi relación le envío un adelanto de lo adquirido hasta ahora que, con ser poco, será celebrado por V., no menos que el relato de lo vivido y admirado por estos sus servidores.
Roma es una y mil. Tengo por seguro que ninguno de nosotros hemos vivido la misma ciudad. es por eso por lo que, humildemente, voy a mostrar mi visión de las cosas, que será, lo doy por hecho, muy distinta de la que tienen los que me acompañan.
Entramos en la urbe por la Puerta Salaria procedentes de Ascoli. Habíamos hecho noche en una posada a unas leguas de la ciudad para entrar a la mañana siguiente ya descansados de tan largo viaje. Estábamos deseosos de llegar a nuestro destino. Nos detuvimos sin embargo en el Puente Salario, ya muy cerca de la muralla, no solo por la singular disposición de este sino porque, una vez cruzado, hallamos a un grupo de hombres tomando apuntes y dibujos. Así fue como conocí al caballero Piranesi y a sus acompañantes. Me explicó que aquel puente había sido testigo de las hazañas de Belisario, el valiente general de Justiniano, el cual la fortificó en su lucha feroz contra los ostrogodos. Roma, ya no era en aquel tiempo más que una sombra, pero seguía siendo un símbolo por el que luchar.
Fue un feliz encuentro aquel que tuvimos de buena mañana, pues el cavaliere Piranesi al ver nuestro interés por las cosas del pasado, se prestó a servirnos de guía e incluso a buscarnos alojamiento sin tardanza. De camino a la Strada Felice donde tiene su taller, nos fue dando un rodeo por lo que hoy es la ciudad, que es menos de una quinta parte de lo que fue en tiempos de los emperadores. Roma es un caos en el que se mezclan ruinas dispersas, edificios magníficos y sueños. Los lugareños conviven con vestigios de un pasado glorioso al que apenas prestan atención. A pesar de ser sus habitantes, al visitante le produce desasosiego su presencia, es tan discordante y a la vez tan necesaria, que no puedo por menos que pensar que sin ellos, Roma no sería lo que es; pero con ellos se vuelve inquietantemente atrayente.
Paseamos atónitos por los restos de la que fue la más grande de las termas de Roma: las de Diocleciano, perseguidor de cristianos al tiempo que gran reformador. Dice nuestro anfitrión que probablemente tenían unas dimensiones de más de 1250 pies de lado y que entraban en ella unas tres mil almas, cosa de creer, dadas las gigantescas arcadas. A pesar de que la maleza y la desolación campan por sus rincones, el edificio sobrecoge. Y no era el único de este tipo que había en Roma en aquel tiempo.
El caballero Piranesi es arquitecto y artista, me dice que se ha especializado en hacer grabados con planchas de cobre en los que representa el mundo romano en todos sus aspectos. Es un romanista convencido frente a los que, como el caballero Winkelmann, hablan de una primacía de la arquitectura griega sobre la romana. Piranesi niega esto y está dispuesto a demostrarlo. Mide, calcula y dibuja cuanto ve y lo hace con tal denuedo y talento que he decidido adquirir no solo sus grabados, de los que le envío una pequeña muestra, sino también una obra monumental en cuatro volúmenes sobre la arquitectura romana que el mismo ha editado.
Llegamos al Coliseum. Si las termas son monumentales, el anfiteatro que construyeran Los Flavios sobrepasa todo lo imaginable. Al caballero Piranesi le brillan los ojos mientras nos muestra la desmesura de sus estructuras. Habla de un talento de los arquitectos romanos para solucionar problemas que aún hoy nos abrumarían de tener que hacerles frente. En el interior, todos imaginamos los espectáculos que se llevaron a cabo allí, pero él no tiene ojos para esas imaginaciones sino para hablarnos de los retos de sus constructores. El emperador Flavio Tito, delicia del género humano, tal vez uno de los mejores gobernantes que tuvo Roma, lo terminó en el año 80 de nuestra era. Contrasta lo que le comento a V. con las cercanas ruinas del descomedido palacio de Nerón, la llamada Domus Aurea, del que quedan pocos, pero impresionantes restos.
La decepción se apodera de nosotros al llegar al Foro Romano, unas pocas columnas aquí y allá sobreviven. Únicamente Los arcos de Tito y de Septimio Severo nos hablan de las glorias del corazón del Imperio.
Roma es nuestra madre, nos cuenta Piranesi, vayamos donde vayamos las gentes de la vieja Europa y de la cristiandad, hallamos nuestra deuda para con ella. Así, nos hace recorrer en nuestro rodeo hacia su taller: el teatro de Marcelo encastrado y reutilizado como palacio; la Isla Tiberina que corta el Tíber en dos, y posteriormente llegamos a la portada del Panteón de Agripa, hoy convertido en la iglesia de Santa María de los Mártires, donde nos llena de admiración su gigantesca cúpula. El recorrido termina en Castel Sant’Angelo, el antiguo mausoleo de Elio Adriano, al que llegamos por el puente del mismo nombre. En lontananza vemos la cúpula de San Pedro, pero nuestro anfitrión nos dirige ya a su taller.
Al entrar en él comprendemos el afán de Piranesi en mostrarnos algunos de los monumentos antes de llevarnos a su casa. Nos ha hecho beber unos sorbos de la impresionante y confusa ciudad para luego mostrarnos su trabajo y así comprender su obra.
Los siguientes días de nuestra estancia nos lleva por innumerables rutas posibles, unas dedicadas a los restos antiguos, otras a monumentos e iglesias actuales y pasadas. Roma es como un gran mosaico de restos, decadente y admirable, donde se mezclan las eras y los tiempos en un caos incomprensible y bello. 
En el taller de Piranesi trabajan su hijo Francesco y sus colaboradores. El mismo se afana en cada detalle: se dibuja, se trabajan las planchas, se imprimen fabulosas representaciones de cada rincón de la vieja ciudad, de cada edificio pasado o reciente. Tumbas, acueductos, termas, estadios, anfiteatros, Iglesias, todo es representado con la belleza de un Tiepolo o un Canaleto, gentes venecianas de su mismo origen; pero él añade un no sé qué de misterio, de añoranza por las cosas viejas y perdidas. Sus representaciones son rigurosas y al mismo tiempo grandilocuentes. He visto el Coliseum y otros edificios, y aquí en su taller hallo en sus grabados algo que no he podido ver en la realidad de los restos. Tal vez se trate del prodigioso contraste entre luces y sombras o sea fruto de sus admirables perspectivas, no sé decirlo, es algo para lo cual ninguno de nosotros está preparado. Se diría que Piranesi estuviese dotado de un genio, un numen para representar las cosas dotándolas de alma y misterio.
Nos abre una edición de su Le antichità romane, una obra monumental que contiene todo aquello que hemos admirado de la cultura romana. En ella se añaden abundantes y precisas anotaciones de como aquellos gigantes de la ingeniería y la arquitectura construían los edificios, los acueductos, las calzadas. Incluso planos de la Roma antigua son descritos aquí con el encanto dulce y marchito de las cosas perdidas.
Pero lejos está la posibilidad de que este hombre deje de sorprendernos. De hecho, este trabajo que le ha llevado décadas no es fruto de su imaginación, sin duda muy desarrollada a juzgar por ciertas representaciones fantásticas de cárceles romanas, lo que él llama Invenzione capricciose di carceri, totalmente imaginarias; sino porque cada dibujo, cada vista, sus vedute todas, son fruto de un trabajo de campo ingente e indudablemente preciso.  Excava, mide y documenta, y fruto de todo esto son sus maravillosas vedute. Como le digo a V. no caben más sorpresas, pero estas llegan. Nos hace pasar a unas salas anexas a sus talleres del palacio de la Strada Felice. En ellas se muestran objetos y reliquias halladas en sus múltiples excavaciones dentro y fuera de la Ciudad Eterna. El propio cavaliere Piranesi las clasifica, las restaura y las vende. Me he tomado la libertad, en su nombre, de adquirir algunas de ellas para que V. las disfrute y se regale de su antigüedad y belleza.
Antes de despedirme de V. le comunico que permaneceremos unos días más en Roma, luego partiremos hacia el sur, a Nápoles, acompañando a Piranesi en un viaje de exploración a Paestum, una antigua ciudad griega que este hombre, incansable y apasionado, quiere visitar.
Una tarde en el maravilloso crepúsculo romano interpelé a Piranesi del porqué de tan ingente obra. Me contestó que tenía una necesidad de conocimiento e interés por cuanto le rodeaba, que este le hacía generar grandes ideas y a ellas les dedicaba el alma.
Al oírle hablar uno tiene el deseo de seguirle, se contagia de su entusiasmo, de su pasión por la antigüedad. Y tengo la sensación de que da lo mismo a lo que nos dediquemos en nuestras humildes vidas; si la pasión nos guía en nuestro afán, ellas cobrarán sentido.
Servidor y amigo de V.
G. M. J.”


*Todos los grabados expuestos proceden del rico fondo que, de la obra de Piranesi, tiene la Biblioteca Nacional de España.

martes, 6 de agosto de 2019

Códices


“Tú que te aprovechas leyendo, no te olvides de la mano del copista para que el Señor a quien oras, no tenga en cuenta sus pecados…”
Comentario de Beato al Apocalipsis de Silos. Siglo XI.

De la mano firme y paciente del escriba iban surgiendo los signos sin aparente dificultad. Solo se guiaba por las casi imperceptibles líneas de la impaginatio que, previamente, él mismo había trazado sobre el pergamino con la tenue línea de un lápiz de plomo. Los maravillosos y pulcros renglones con la palabra de Dios iban apareciendo ante mi vista entre hipnotizada y admirada por los misterios que oculta un oficio milenario.

Había llegado aquella mañana a la abadía tras rodar kilómetros de carreteras secundarias con un tráfico escaso o inexistente. Al llegar al pueblo me indicaron el camino sin asfaltar que conducía a un monasterio que me decían en las alturas, pero cuyos muros no se veían por parte alguna. El bosque cubría las laderas y el camino que se adentraba en él, se difuminaba sin indicar hacia qué lugar debía mirar para intentar localizar alguna torre o aguja.

Ascendí por el camino siguiendo un recodo tras otro sin divisar nada durante más de media hora hasta que, tras una curva que esquivaba bruscamente un profundo barranco, pude ver como una sólida y acastillada torre cuadrada emergía entre la masa verde. Aún me quedaba un buen trecho por llegar, fue una preparación perfecta. El lugar era de una increíble belleza. La abadía casi se despeñaba al barranco desde unas pequeñas arquerías sobre unos enormes contrafuertes que la protegían de desprendimientos. La mole que formaban la iglesia y la torre que surgía a su lado, parecía vigilar y preservar desde la altura la delicada arquitectura que tenía a sus pies.

El gótico y el románico convivían sin distorsión en el interior de la abadía. El hermano Tomás, mi cicerone en la visita al cenobio era un monje pequeño, de pocas carnes y aparente debilidad. La comunidad había tenido tiempos gloriosos, así lo atestiguaba el coro de la iglesia, pero en la actualidad la veintena de monjes que tenía el convento no llenaban ni la mitad de los huecos de aquel.

Lámina 1*
Lo primero que visitamos fue el scriptorium. Era una amplia sala, llena de la luz generosa que tres enormes ventanales regalaban a un espacio lleno de códices sobre sencillos estantes que cubrían las paredes. El espacio entre ellos lo ocupaban tableros y escritorios. En él trabajaban cuatro hermanos además de Tomás que era quien estaba copiando aquel salterio. Era el encargo de un comitente extranjero. Observé el hueco dejado a la izquierda para la bellísima letra capital historiada que aparecía en el original. Eran raros encargos así. Según me decía el hermano Tomás, costaba mucho tiempo y un trabajo ingente de meses finalizar un objeto tan bello y duradero como era un códice. Las más de las veces, los encargos eran humildes copias de un único pliego de una de las bellas obras que atesoraba el convento. Me explicó que el trabajo de copia de los textos sagrados era minucioso. De hecho, había pocos errores en los códices medievales si los comparamos con otros textos profanos. Esto era debido al celo que los copistas sagrados ponían en su labor.

Me desplacé a observar el trabajo de otro de los monjes, estaba iluminando un texto ya escrito, aplicando pan de oro en torno a una gran letra capital. El texto era más sencillo que el que estaba ejecutando Tomás, pero, en el interior de la enorme letra “P”, el hábil dibujante había podido incluir la escena de la anunciación enmarcada por una sumaria, pero elegante arquitectura. Llenar de miniaturas y viñetas historiadas los huecos dejados por el copista constituía otra de las fases de una paciente labor que incluía la fabricación del pergamino, la copia, la iluminación y la encuadernación del volumen. La cubierta del códice, caso de sobrevivir, era por sí sola una verdadera obra de arte.

Lámina 2*
Tomás me explicó que lo que daba un valor añadido a su trabajo era que, en todas y cada una de las fases de aquél, incluida la fabricación de los tintes para letras y esmaltes o pinturas para los dibujos, y todos los materiales restantes eran fabricados a partir de elementos naturales y con técnicas medievales. Yo mismo pude ver cómo, delante de mis ojos, cortaba con un cuchillo y afinaba la punta de una pluma de ave con la habilidad de un experto. Los mismos monjes las lavaban y endurecían en tierra caliente. 

Asimismo, como los cálamos, todo el material de scriptorium que utilizaban (compases, punzones, reglas, cuchillos de mano, raspadores, lápices de plomo, etc., eran copias idénticas de sus predecesores medievales. La fuente de información de todas estas colecciones de objetos eran los mismos códices que copiaban, donde con frecuencia, aparecían en miniaturas los monjes trabajando.


Tomás y yo abandonamos momentáneamente el scriptorium y salimos al claustro. Me sugirió que me quedara unos días con ellos, dijo que me vendrían bien para descansar y reflexionar. Rechacé amablemente su ofrecimiento mientras quedaba admirado por la sucesión de arquerías que rodeaban el jardín. La decoración de sus capiteles, elaborada por un escultor anónimo del siglo XI, se componía de un amplísimo programa iconográfico. Animales fantásticos, aves monstruosas, leones enredados, gacelas aladas, arpías, además de bellas decoraciones vegetales se sucedían sin dejar a la vista descansar en uno solo de aquellos bajorrelieves; porque cuando lo intentabas, deteniéndote en algún detalle, ya el siguiente reclamaba tu atención.

Hablamos en el claustro sobre arte y fe. El arte, fruto de paciencia infinita y unas manos expertas que, a su vez, hacían un trabajo de inspiración divina. Y la fe que lo contenía todo como un éter que envolvía el trabajo cotidiano y los oficios litúrgicos de la comunidad. Sentía una admiración cervantina, en el sentido de incomprensible, hacia aquellos hombres, encerrados y viviendo entre la oración y el trabajo que su fundador San Benito, estableció como máxima.
—¿Qué poderosa razón puede mover a un hombre —le dije— a huir del mundo, a renunciar a tantas cosas materiales, a sensaciones y experiencias tan diversas como ofrece?
—Le contestaré a eso con una simple frase: renunciamos a mucho para tenerlo todo, por tanto —objetó— no se trata de ninguna huida. Ser monje es algo difícil de explicar para quien no ha sido llamado. Básicamente renunciamos a todo lo que constituye un obstáculo entre nosotros y Dios. Pero no huimos de los hombres, pedimos por ellos, por la salvación de todos. Nuestra vida es una búsqueda continua del Señor.
En una cultura materialista y atea como la mía —pensé—, hombres así resultan inexplicables. De ahí mi admiración por, a mi modo de ver, una renuncia inasumible.

Entramos en la iglesia. Una impresionante y diáfana nave gótica esperaba a mis ojos. Los finísimos nervios de los pilares que sostenían la bóveda la elevaban a una altura imposible, mientras una luz intensa hacía flotar las tracerías de los ventanales. Aun siendo estío hacia casi frio allí. En ese ambiente y mientras admiraba todo cuanto me mostraba, me era necesario comprender aquel retiro, a aquellos hombres, el porqué de su huida al desierto, a la nada, para encontrar a Dios.
—¿Pero, porqué alejarse, porqué separarse del mundo? —Le insistí.
El monje me miró sonriente.
—En la soledad las limitaciones desaparecen, un monje debe hacer renuncia de sí mismo para llegar a Dios. Con Él, se descubre que el mundo no es más que una pálida ilusión. Tarde o temprano todo hombre, llegada la hora, sea creyente o no, lo comprende.

Volvimos a salir al claustro y nos acercamos a la galería que se abría al abismo. El precipicio me recordó el pasaje bíblico de las tentaciones.  Me imaginé la tremenda batalla interior que debían vivir estos hombres aislados. Como si me hubiese leído el pensamiento Tomás continuó.
—Es una elección plenamente consciente. Si te olvidas de pasiones, orgullos y vanidades eres enteramente libre. Eso consigue la fe, te libera de pesadumbres y te llena de alegría y esperanza.
Le expliqué que yo era incapaz de sentirla. Probablemente porque ese concepto no complacía a mi razón, siempre con la duda como estandarte, como rémora tal vez.

Me quedé una semana en la hospedería de la abadía en la que compartí con ellos su humilde, pero estimulante vida. Medité sobre mí mismo mientras paseaba por el claustro, los veía trabajar, u oyendo sus rezos en forma de bellísimo canto que llenaba la nave de la iglesia con su sonora luz. Un tiempo que jamás imaginé pasar en un lugar así. Y me fui de allí en puridad, igualmente ateo, pero lleno de energía, revitalizado. Probablemente esa energía me la insuflaron a partes iguales el lugar, el ambiente; pero sobre todo aquel monjes sencillo y sabio compartiendo conmigo su saber en frecuentes e interesantes charlas. En el camino de regreso recordé las últimas palabras del hermano Tomás.
—Créame que no estamos tan lejos. La fe y la razón deben convivir, recuerde al Maestro de Aquino. Ambos, usted y yo, tan alejados aparentemente en nuestro diario devenir, nos buscamos a nosotros mismos. Yo copiando humildemente la palabra de Dios sobre estos pergaminos y usted, usted arrastrado más allá de la razón, haciéndose preguntas a sabiendas de que no las puede contestar.


           ***


Este texto está dedicado a las comunidades religiosas de Santo Domingo de Silos y de San Pedro de Cardeña en Burgo.

Lámina 1.  Psalterium Romanum.—S. XIII. BNE
Lámina 2. Alberto Magno, Santo. De laudibus Virginis Mariae.— siglo XV. BNE.

sábado, 8 de junio de 2019

De sueños y pesadillas


Un amigo de la facultad me había mandado una invitación a un evento en el que el arte jugaba un papel fundamental; pero no explicó gran cosa, aparte de que en él se hablaría con profusión del pintor suizo Johann Heinrich Füssli, conocido entre los británicos como Henry Fuseli. La tarjeta indicaba una dirección de un pueblo de la sierra y supe que se trataba de un viejo caserón del siglo XIX, rehabilitado con mucho dinero y mejor gusto. La lluvia caía con fuerza sobre nuestro coche mientras Martín, que se inclinaba sobre el parabrisas para ver mejor, me explicaba que iba a asistir a una singular forma de ver el arte. En realidad, yo iba a ser el único espectador realmente novel de aquello, pues todos los asistentes conocían y participaban de todo cuanto iba a ver y disfrutar.

Nuestro anfitrión, un excéntrico hombre de negocios, era un entusiasta del Romanticismo como movimiento literario y artístico y todos los años organizaba una convivencia con sus amigos y conocidos en su vieja mansión de la sierra. Había un invitado al evento como espectador, por lo general, cercano a alguno de los participantes a aquel extraño aquelarre artístico. Lo primero que me sorprendió fue ver a la entrada una pintura de Henry Fuseli, Thor golpeando a la serpiente Midgard, presidiendo el acceso. La tenue iluminación ambiental y la cuidada luz en torno al cuadro creaban una atmósfera irreal, en la que dos titánicas fuerzas mitológicas se enfrentaban en un mar embravecido.

La parafernalia romántica nos envolvía, no solo la decoración y mobiliario, sino también en detalles como la vestimenta de los sirvientes que nos atendían, todo ello muy cuidado y centrado en la primera o segunda década del siglo XIX. Martín me fue presentando gente sentada en canapés y sillas Estilo Imperio, con las mismas vestimentas que los sirvientes, pero con gran dispendio de telas caras y diseños suntuosos. En mi habitación, sobre la cama y en el armario, había ropa de época. Literalmente me transformé en uno de ellos y así pude recorrer las tertulias informales y corrillos del salón y las salas adyacentes, sin que nadie, aparentemente, reparara en mí.

Enseguida fui presentado a mi anfitrión. Era un rubicundo y sonriente hombre de casi dos metros que se paseaba entre los grupos saludando a unos, estrechando la mano a otros y portando un libro de Byron bajo el brazo. De vez en cuando abría el volumen y, con gran entusiasmo, entre histriónico y divertido, les recitaba algo con pomposa solemnidad.
Nos sentamos junto a una de las ventanas del salón. La lluvia fuera arreciaba y un fogonazo anticipó el estruendo de un trueno. Mi anfitrión estaba exultante.
—Excelente tiempo —me decía, mientras observaba mi cara de estupefacción— no ponga ese gesto, este tiempo es magnífico para mis planes, además la previsión es que continúe todo el fin de semana. ¿Sabía usted que el verano de 1816 fue extraño en extremo? 
Entre risas me contó que tal vez debiéramos a este extraño fenómeno de tiempo inusualmente frio la creación de dos mitos del Romanticismo, Dos monstruos que ya no nos abandonarán jamás; el Nuevo Prometeo y el Vampiro.
Conocía la historia mil veces contada y narrada en libros y películas. La reunión en Villa Diodati, cerca del Lago Ginebra, de cuatro genios de la literatura romántica: Byron, Shelley, Mary Shelley y Polidori en 1816. Fue aquel un verano tan lluvioso y frío que impidió a los amigos navegar y dar paseos por la campiña, lo que les incitó a escribir.  Me vino a la memoria la histriónica recreación que Ken Russell hizo de este episodio en su filme Gothic, frente a la mejor llevada de Gonzalo Suarez en Remando al viento. Es posible que mi elección mental se debiera a que, presidiendo aquel rincón del salón, estaba una de las obras más conocidas de Fuseli: La pesadilla; cuadro que es visualizado y recreado por Russell en el filme. Nuevos relámpagos iluminaban el rostro demoníaco del íncubo que acecha a la dama. Si la intención de mi anfitrión era sumergirnos en los misterios de la poética romántica, a mi entender lo había logrado. Bien era cierto que en todo aquello había un punto de exceso; pero no lo era menos que, con imaginación, debía suplir el láudano que circulaba entre los protagonistas de hace dos siglos, para que entráramos en el trance necesario.

Pero si había pensado que todo aquello no pasaba de ser la locura de un hombre que no sabía cómo gastar el dinero, me equivocaba de medio a medio. La noche siguió con una cena, donde corrió el vino y fueron recitadas poesías de Percival Shelley, Lord Byron, fragmentos de El Vampiro de Polidori y pasajes del Frankenstein de Mary Shelley. A la mañana siguiente en otro salón acondicionado como pequeño teatro, una profesora con acento inglés dio una disertación sobre las ilustraciones que Fuseli hizo de Shakespeare. Era sorprendente que el gran artista llegara a la pintura tardíamente, convencido de ser más un ilustrador de literatura que un pintor de genio, pero así fue. Mientras ella hablaba, las imágenes se proyectaban en la pantalla, mostrando personajes del gran dramaturgo recreados por la mente de Fuseli. Al final de la charla nos recomendó encarecidamente una magnífica obra sobre el tema.  Fuseli, Shakespare’s Painter, de Giulio Carlo Argan.

No fue esa la única disertación. El domingo por la mañana asistimos a otra en la que un profesor de arte nos sumergió en el ambiente de pesadilla y sueños que fue el mundo onírico de Fuseli. No solo se centró en el maestro suizo, del que tenía materia de sobra, sino que se acercó a él comparándolo a otro genio de nuestro arte, contemporáneo suyo: Francisco de Goya. Fue una conferencia memorable en la que tan pronto el sueño de la razón producía monstruos, como que estos eran creados por ella directamente, apenas velados por los limpios ropajes de nuestra civilización.
Comidas y cenas se transformaban en episodios creativos, influidos por los vapores del vino que desinhibía a los menos lanzados. Se recitaban poesías propias o fragmentos de obras ya creadas. También algún dibujante trazaba en carboncillo imágenes mitológicas, oníricas o dramáticas inspiradas en Fuseli, mientras un hombre de letras leía en voz alta alguno de los aforismos del artista. En otras ocasiones breves performance, recreaban momentos imaginados en aquella villa del lago y otros salidos de la imaginación de sus autores. Todo valía y todo era invención e ingenio, con gran gusto de los presentes.

En compañía de nuestro anfitrión, recorrimos las salas del viejo caserón, todas contaban con una o varias reproducciones de tamaño real de los cuadros de Fuseli. No eran pinturas propiamente dichas, sino facsímiles de gran calidad que simulaban perfectamente el ambiente que se deseaba crear. Supuse que cada año cambiaba el autor y la temática, pero siendo que la casa estaba perfectamente ambientada en el primer tercio del siglo XIX, cualquier pintura romántica encajaba como un guante en aquel decorado. Pero iba de sorpresa en sorpresa, mi cicerone no solo era un entusiasta más o menos informado del tema que le gustaba, era en realidad un verdadero experto en pintura del siglo XIX. Su conversación no desmerecía a las de sus muchos invitados, prácticamente todos profesores de historia del arte, o de literatura, escritores, historiadores y artistas de todo pelaje.

La última velada nos reunimos con expectación en el salón de actos donde habían tenido lugar las disertaciones. El telón estaba bajado y había un murmullo general de intriga. Lo que iba a ocurrir al levantarse la tela, solo lo sabían el anfitrión y un reducido grupo de sus acólitos. Sin música y sin anuncio alguno el telón se levantó lentamente mientras el público permanecía en un respetuoso silencio.
Apareció en medio de la escena un hombre de edad indefinida, pronto supimos que se trataba de Henry Fuseli interpretado por un actor. Iba ataviado con las mismas ropas y el mismo peinado de un retrato que le hicieron cuando no debía tener más de cuarenta años, que yo había visto en una de las salas. Fuseli, sentado en un escritorio, garabateaba con una pluma febrilmente y de pronto se levantó y comenzó a hablar. Se inició con un extraño exordio, formado por algunos de sus aforismos célebres: tales como:
“La belleza, aislada de cualquier otro aspecto, puede desembocar fácilmente en la banalidad, saciándonos como nos sacia la posesión.”
“La abundancia raramente logra comunicar el sentido de la grandeza.”
“Sólo una inagotable fatiga puede llevar hacia la perfección; sólo el solemne e imparcial fluir del tiempo abre las puertas de la inmortalidad.”  [i]


Después comenzó a charlar en un lento y melodioso monólogo:
Belleza, grandeza e inmortalidad son fines en sí mismos a los que aspira el artista. Yo los he perseguido cabalgando el negro corcel de la noche, apremiando los sueños como lúcidas visiones celestiales. Las pesadillas, hermanas tenebrosas de aquellos son, en cambio, simas a través de las cuales la mente se sumerge en los resplandores del averno. Otra realidad se esconde tras las veladuras de Morfeo. dioses y demonios oprimen el alma del durmiente como guías a otra realidad, quien sabe si más verdadera que esta en la que os hablo. No durmáis pensado que sois libres, no dejéis que ellos os gobiernen cual desbocada yegua en tiniebla, no penséis, como decía Adison, que el alma, libre del cuerpo, imagina; pero yo os digo que el alma sin consciencia la gobiernan otros…
Sus hipnóticas palabras nos envolvieron a todos, mientras seres de pesadilla eran reflejados en la pared del fondo. El telón bajó y todo quedó en penumbra. Nos retiramos a nuestros aposentos extrañados, como poseídos del alma de Fuseli. Aquella noche soñé, pero fue tan denso el sueño que mi mente protegió mi alma de súcubos y alimañas. Ya no volvería a mirar un cuadro de Fuseli sin estremecerme.
Hay personas que viven fuera de su época y añoran mundos pasados con otros ideales más puros, promesas de vida o principios distintos a los de ahora, todo tan idealizado como falso. Seguramente conscientes de ello, de sus fantasías y soportando a duras penas la realidad que lo contiene todo, viven una vida de sueño. Tal vez los sueños no sean tan malos, si lo pensamos, cuando el presente no nos ofrece nada, a menos que, esos sueños, tan deseados y necesarios, se conviertan en pesadillas.


[i]   González Serrano, C. J.: El pintor de la oscuridad: aforismos inéditos de J. H. Füssli
https://elvuelodelalechuza.com/2017/06/28/el-pintor-de-la-oscuridad-aforismos-ineditos-de-j-h-fussli/