martes, 9 de junio de 2015

El Objeto y el ser



Como sólo tengo libre el domingo, me decido por la visita a un amigo que vive cerca de Plaza de España. No me prodigo con él, esa es la verdad; pero cuando hablamos, pasamos un rato agradable y distendido. Vive en una zona de contrastes, muy próximo al bullicio de la Calle Princesa, tan cerca que parece increíble que, al penetrar en esa estrecha calle y luego en su casa, ese jaleo se convierta en sosiego, casi en retiro. Hablamos de todo lo divino y lo humano, es decir, nos ponemos al día, para luego terminar ineludiblemente hablando de libros. Comparto con él cuantos textos caen en mis manos. Un libro que se lee y no se hace partícipe a otros, es como rezar a un ídolo, no sirve de nada. Te conviertes en un Robinsón literario, pobre y solitario que busca desesperadamente su Viernes particular. No hay mejor forma de vivir la literatura que la amistad. Así, él me habla de las interminables novelas de los rusos, de su placer por la obra de Dostoievski o Tolstoi, de personajes que arrastran sus culpas o dichas por cientos de páginas; yo, fascinado, le hablo de mi enésimo descubrimiento en esa monstruosa, laberíntica e infinita biblioteca de Babel Borgeana en la que me gusta bucear. No, no está en ninguna parte y está en todas, como un Aleph imposible de ubicar. Puede estar en una biblioteca pública, en la librería de la esquina o en la modesta estantería que tengo detrás. 
 La tarde será perfecta para la visita. En la mañana, sin embargo, he salido de casa con la intención de visitar un museo y fijar mi mirada en algo que, aunque no quede en mi cámara, al menos impresionase mi retina. Había pensado en el Prado, tengo pendiente una visita a Van der Weyden, pero no quiero coger el metro o un taxi, me apetece andar. Así que, sin rumbo, cruzo la calle y me dirijo donde me lleven los pies, que es la mejor forma de encontrar inesperadas sensaciones. Me gusta moverme, viajar, montarme en el primer vehículo que encuentre y dejar que me lleve al algún sitio; pero ello también puede ser un estado de ánimo, una predisposición, un tener los ojos abiertos a la vida. El simple caminar, observando distraídamente cuanto tienes alrededor, puede reportar tantas experiencias y placeres como cualquier viaje.
        
Llevo andando media hora cuando me llama la atención un edifico moderno, la calle es relativamente estrecha y la perspectiva que tengo de él es atractiva pero incompleta. Al acercarme veo una sucesión de cristales corridos oscuros, que marcan las plantas sobre un fondo blanco: es la Fundación Juan March, un edifico imponente, sin duda un buen reclamo. Entro en su amplio vestíbulo y descubro una interesante exposición temporal sobre el Art déco.  Recuerdo este estilo nebulosamente, de cuando estudiaba las asignaturas de arte y digo esto porque creo que se le dedicaban un espacio marginal. Es comprensible, si se tiene en cuenta todo lo que hay que tratar. Lo cierto es que en la historia del arte en general, se ve a esta tendencia como algo más cercano a las artes decorativas que como arte con mayúsculas; cuando, si nos atenemos a su influencia, especialmente en arquitectura, hay icónicos ejemplos que desbaratan dicha creencia. Su influencia se deja sentir aún hoy. 

La muestra es una verdadera delicia de objetos cotidianos, que van desde el mobiliario a las telas, desde los libros magníficamente encuadernados a la joyas, pero también hay arte con mayúsculas, representado en la pintura y escultura cubistas. Una de las piezas que más me ha impresionado es una escultura de puras e inmaculadas formas, que representa a una mujer. Uno imagina los volúmenes cubistas y piensa enseguida en obras conocidas, pero ésta es sencillamente magnífica.
También lo es esta exposición del lujo y de la modernidad, representado en coches, aviones y transatlánticos, fruto del optimismo que se respiraba en esta época entre guerras.  Un optimismo en el progreso y la velocidad, en la moda, en la liberación de la mujer. Sobre todo en la vida social de esos felices veinte que no sabían o no quería ver los nubarrones que se aproximaban. 
Otro de sus atractivos es la influencia colonial. Europa aún conservaba posesiones en África y Asia y fruto de ello, son esa profusión de decoraciones con animales exóticos y vegetación exuberante. Todo ello está ejecutado en materiales nobles procedentes de lejanas tierras, que contrastan con la pureza de líneas que observamos en arquitectura y mobiliario. 

Foco de atractiva influencia fueron los grandes descubrimientos arqueológicos de la época en Egipto y Mesopotamia. Me viene a la memoria el diario de Howard Carter, donde narra, con la emoción del saberse en la historia, los momentos previos a la entrada en la tumba de Tutankamón. Recuerdo también parte del ajuar, una abigarrada colección de objetos entre los que había muebles, que me recuerdan a algunas formas que veo aquí hoy.
Sigo con deleite la exposición: las maquetas y dibujos de edificios, las revistas con vanguardistas imágenes donde, modelos con el cabello a lo garçón, lucen un atrevido vestuario. Todo parece anticipación y modernidad, especialmente al llegar a la sala de ingenios: los coches de carreras, los aviones con aerodinámicas formas, los grandes transatlánticos de la época donde todo es lujo, servicios nunca vistos y decoración fabulosa.
         
Me he quedado extasiado ante una gran pantalla muda que muestra las excelencias de un crucero de lujo de la época: el Normandie, que estaba profusamente decorado con este estilo. El crucero era un gigante de los mares y en sus inmensos salones se desarrollaba una intensa vida social. Mi mirada ha seguido con fascinación las caras de las personas y, al final, mis ojos se han posado en una belleza rubia, muy joven, que cenaba y charlaba animadamente con su pareja. Llevaba un vestido de noche que dejaba gran parte de su espalda al descubierto y al contemplarla fascinado me he dado cuenta que…que ya no es más que una sombra. Alguien anónimo que probablemente murió hace mucho tiempo y yo la contemplo como si fuese algo real, tangible, deseable. Todos aquellos objetos que he admirado, incluso el más modesto, tienen más entidad que ella y que todos los que en ese barco iban que ahora no son sino fantasmas del pasado. Qué triste es que una belleza así desaparezca, qué triste no saber nada de ella, ni su nombre, ni sus deseos o anhelos, todo ello enterrado en el olvido.
Camino a casa de mi amigo y reflexiono sobre los objetos que he visto y lo que nos cuentan de las personas. El lujo es una representación del poder, pero hay algo más en ellos. Creo que nos dotamos de esos objetos para dar corporeidad a nuestras ideas, pero las ideas nos identifican en la medida que las mostramos con la palabra; los objetos nos visten sin necesidad de explicación.
Los objetos personajes no son sólo un adorno con el que revestir nuestra personalidad, es decir, una forma de dotarnos de identidad, son además parte de nosotros, son nuestro yo, en cuanto a que sin ellos nos sentimos algo huérfanos, distintos, provisionales. Nos rodeamos de ellos para sentir que somos.
Cuando viajamos prescindimos de muchos de ellos y no es necesario decir qué sentimiento de vaciedad se tiene cuando, en la soledad de una habitación de hotel, no tienes a mano aquello que usas habitualmente. No encuentro mejor representación de esto que digo que la pintura de Hopper. En su imaginario hay habitaciones de moteles bañadas por una luz intensa pero fría, con un mobiliario parco e impersonal que acentúa la soledad del sujeto, sumido además en intensa reflexión. Los objetos, pues, sobrepasan la utilidad para entra en una esfera icónico simbólica, donde la estética juega un papel no desdeñable. Todo ello no deja de ser un decorado perfecto sobre el que nuestra experiencia y nuestro yo personal se asientan.
 
Y cuando morimos, ellos, los objetos, quedan ahí, como pobres pistas de la personalidad, al albur de que un ser querido los retenga o se deshaga de ellos, como un extraño ajuar funerario que apenas dice nada. Me sumerjo en la fantasía de imaginar que un día escribiré un texto que hable de una persona cuya única pista sea ese objeto. Orson Welles ya lo hizo con una palabra fugaz en Ciudadano Kane:   viajar al corazón de un hombre por una frase dicha durante la agonía. Qué bella imagen de lo que somos, qué contraste con lo que queremos ser.