La
carretera serpentea agradablemente atravesando suaves cerros cubiertos de
encinas. Hace apenas una hora, ni sabía que me iba a poner en camino, lo cual da
a mi excursión un aire de improvisación más ficticio que real y sin embargo me
hace sentir bien. Mi vehículo no recorrerá un trayecto largo, apenas ese mismo
espacio de tiempo para llegar a mi destino; pero la sensación es que estoy
apartado. Es algo que se puede conseguir sin apenas pensarlo, no vende tanto
como ir al desierto del Sáhara o perderse en las estepas rusas, pero si uno
quiere buscarse a sí mismo en la naturaleza, no hace falta alejarse mucho. La
carretera está plagada de curvas, pero no es mala y no llevo prisa. Es un día
de diario, feriado únicamente para mí, por lo que sin obligaciones a la vista
he cogido la cámara, un cuaderno de notas y me he puesto en camino.
He
dejado atrás varios pueblos tranquilos, a pesar de que las banderitas que
cuelgan de un lado a otro de sus viejas casas anuncian que están en fiestas.
Veo de pasada al atravesar sus calles angostas y entrañables, la torre de sus
iglesias y recuerdo que esta es tierra por donde anduvo Pedro de Tolosa, un
maestro cantero que dejó su impronta renacentista en estas tierras fronterizas
entre las provincias de Toledo y Ávila. La omnipresencia de Gredos es patente
aquí. En la antigüedad, incluso en época medieval la sierra debió ser una
amenaza latente, una presencia abrumadora y aún sobrecoge aproximarse a ella
desde la llanura del Tajo. Para las gentes de las llanuras, la montaña, con sus
imponentes farallones, es vista acaso como la morada de los dioses, y nos aproximamos
a ella como las helénicas gentes se relacionaban con el inaccesible Olimpo.
Mi
primera impresión al ascender por la cuesta que me lleva a su cerca es volver a
la infancia. Me imagino a mí mismo esperando ávidamente la llegada de mi
hermana a casa tras el trabajo. Lo que trae para mi cumpleaños es pura fantasía
para un niño de mi época, un juego de construcción de un castillo, pequeño aún,
preludio del que tiempo después, ya más grande y complejo, me traerían los
Reyes Magos para las navidades. Creo que nunca he sacado más partido a un
juguete en toda mi niñez. Qué gran poder tiene ésta para vislumbrar nuestra
vida futura.
La
fortaleza tiene dos cercas, una primera más pequeña, la barrera o barbacana de
trazado irregular que rodea al muro principal, defendida por fuertes cubos que
protegen a una cerca rectangular mucho más elevada. Avanzo para cruzar el
puente levadizo sobre el foso y accedo a la primera cerca entre dos torres.
Confieso que, a pesar de mi escasa belicosidad, me dan ganas de ponerme la armadura,
tomar las armas, calarme el yelmo y subir por esas escaleras a defender el
recinto de inexistentes huestes de sarracenos armadas hasta los dientes. Recuerdo
con una sonrisa a Woody Allen diciendo en una de sus películas aquello de: "No
puedo escuchar tanto Wagner... ¡me dan ganas de invadir Polonia!". Sin
duda el ambiente condiciona y lo solitario del lugar da alas a mi imaginación quijotesca.
Un
guía del castillo me vende la entrada e indica que antes de la visita debo ver
un video explicativo. Me hace entrar en una sala de proyección con aire de
refectorio de convento, larga, estrecha y muy grande para un solo visitante. Me
sorprendo escuchando las explicaciones del corto sobre la historia del castillo,
más solo que la una y escuchando de fondo a un gato maullar tras una puerta que
hay a mi derecha. Es todo un tanto surrealista, pero tiene su encanto.
Accedo
a la otra parte del recinto, un palacio a todas luces renacentista, con sus
bellas arquerías, su escalera precedida de un magnífico arco sobre capiteles
ménsulas, y llego a los corredores de la primera planta que me dan una
panorámica del patio magnifica. En las enjutas de los arcos se ven los blasones
de sus antiguos dueños: el menguante lunar de Don Álvaro de Luna y el mantelado
sobre dragón de Don Beltrán de las Cuevas, signos de pasadas glorias. Todo de
buena cantería, muy reconstruido eso sí, pero respetando lo existente y
distinguiéndolo de lo nuevo.
Estoy
ansioso por subir a las alturas, a pesar de saber que lo pasaré regular. Mi mal
de altura se ha acrecentado con el tiempo. El vértigo no viene del temor a
caerse, sino de la atracción que ejercen los abismos. No sé si fue Sartre el
que dijo aquello de que: “…lo peligroso de subirse a un muro alto no es que
puedas caerte, es que puedes tirarte”. En
fin, lo cierto es que llego a la parte de arriba del ábside sobre la torre del homenaje,
pero allí no hay una panorámica del exterior, está solo parcialmente
reconstruido. Sin embargo, descubro que, para llegar a una interesante torre
albarrana, similar en función a las que hay en la Ciudad Invisible, tengo que pasar por un adarve que apenas mide
ochenta centímetros de ancho. A un lado del adarve están las almenas, y el
vació al otro solo separados por una, para mí, invisible barandilla. Calculo
que son unos cincuenta o sesenta metros que se me van a hacer muy largos. Los atravieso
como un caballero medieval accede a un ordalía necesaria para probar su valor.
“No quiero morirme, no,
no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir
yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí…”
Vuelvo
a mirar los muros, y siento los murmullos del pasado, susurros que las secretas
piedras mantienen en el tiempo, porque únicamente ellas parecen imperecederas,
solo ellas resisten, tienen memoria y dan fe de las gentes que las habitaron.
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