viernes, 19 de octubre de 2018

Castillo


La carretera serpentea agradablemente atravesando suaves cerros cubiertos de encinas. Hace apenas una hora, ni sabía que me iba a poner en camino, lo cual da a mi excursión un aire de improvisación más ficticio que real y sin embargo me hace sentir bien. Mi vehículo no recorrerá un trayecto largo, apenas ese mismo espacio de tiempo para llegar a mi destino; pero la sensación es que estoy apartado. Es algo que se puede conseguir sin apenas pensarlo, no vende tanto como ir al desierto del Sáhara o perderse en las estepas rusas, pero si uno quiere buscarse a sí mismo en la naturaleza, no hace falta alejarse mucho. La carretera está plagada de curvas, pero no es mala y no llevo prisa. Es un día de diario, feriado únicamente para mí, por lo que sin obligaciones a la vista he cogido la cámara, un cuaderno de notas y me he puesto en camino.
He dejado atrás varios pueblos tranquilos, a pesar de que las banderitas que cuelgan de un lado a otro de sus viejas casas anuncian que están en fiestas. Veo de pasada al atravesar sus calles angostas y entrañables, la torre de sus iglesias y recuerdo que esta es tierra por donde anduvo Pedro de Tolosa, un maestro cantero que dejó su impronta renacentista en estas tierras fronterizas entre las provincias de Toledo y Ávila. La omnipresencia de Gredos es patente aquí. En la antigüedad, incluso en época medieval la sierra debió ser una amenaza latente, una presencia abrumadora y aún sobrecoge aproximarse a ella desde la llanura del Tajo. Para las gentes de las llanuras, la montaña, con sus imponentes farallones, es vista acaso como la morada de los dioses, y nos aproximamos a ella como las helénicas gentes se relacionaban con el inaccesible Olimpo.
Mi destino no estaba fijado de antemano, pero había pensado visitar un castillo. No tengo ninguna intención de bucear en su historia, cosa que haré seguramente, solo deseo deleitarme recorriéndolo. Soy algo romántico en ese aspecto, me aproximaría a él como lo haría en el siglo XIX uno de esos viajeros extranjeros que, con una fantasía desbordante, dibujaban sus ruinas y contaban historias imaginadas entre sus muros.  Sus lejanos lectores debían figurarse Castilla como la tierra de la fantasía, poblada de fortalezas en ruinas, donde la vegetación y las almas de sus moradores daban a sus desmochadas torres, de aspecto decrépito, un aire de misterio. Mas mi castillo no está en ruinas ya, ha sido primorosamente reconstruido, y cuando lo califico así, no lo digo con segundas intenciones. Se ha hecho aquí un trabajo de primera y para atraer a los visitantes se ha musealizado convenientemente.
Mi primera impresión al ascender por la cuesta que me lleva a su cerca es volver a la infancia. Me imagino a mí mismo esperando ávidamente la llegada de mi hermana a casa tras el trabajo. Lo que trae para mi cumpleaños es pura fantasía para un niño de mi época, un juego de construcción de un castillo, pequeño aún, preludio del que tiempo después, ya más grande y complejo, me traerían los Reyes Magos para las navidades. Creo que nunca he sacado más partido a un juguete en toda mi niñez. Qué gran poder tiene ésta para vislumbrar nuestra vida futura.
La fortaleza tiene dos cercas, una primera más pequeña, la barrera o barbacana de trazado irregular que rodea al muro principal, defendida por fuertes cubos que protegen a una cerca rectangular mucho más elevada. Avanzo para cruzar el puente levadizo sobre el foso y accedo a la primera cerca entre dos torres. Confieso que, a pesar de mi escasa belicosidad, me dan ganas de ponerme la armadura, tomar las armas, calarme el yelmo y subir por esas escaleras a defender el recinto de inexistentes huestes de sarracenos armadas hasta los dientes. Recuerdo con una sonrisa a Woody Allen diciendo en una de sus películas aquello de: "No puedo escuchar tanto Wagner... ¡me dan ganas de invadir Polonia!". Sin duda el ambiente condiciona y lo solitario del lugar da alas a mi imaginación quijotesca.
Un letrero me indica que se pueden adquirir entradas para la visita en el interior de la fortaleza. Aún no me topado con un alma, cosa que me extraña, todo parece abierto. Entro por la puerta principal defendida por un espectacular matacán que amenaza a los visitantes desde las alturas.
Un guía del castillo me vende la entrada e indica que antes de la visita debo ver un video explicativo. Me hace entrar en una sala de proyección con aire de refectorio de convento, larga, estrecha y muy grande para un solo visitante. Me sorprendo escuchando las explicaciones del corto sobre la historia del castillo, más solo que la una y escuchando de fondo a un gato maullar tras una puerta que hay a mi derecha. Es todo un tanto surrealista, pero tiene su encanto.
Una vez en el interior del castillo, en lo que sería el patio de armas, el guía y yo hablamos un rato sobre la fortaleza, su historia y, amablemente contesta a todas las preguntas que le hago. Su perro guardián nos contempla con desinterés y una vez comprobado que no soy una amenaza para su dueño se aleja y desaparece de mí vista. El guía me indica cómo puedo hacer el recorrido por el castillo y los lugares de interés. Me deja a mi libre albedrío moverme por todo el recinto sin ninguna restricción más allá de aquellas que son de sentido común. Jamás me hubiese imaginado algo así, es como un pequeño regalo, teniendo en cuenta que, en todo el recorrido, que no duraría más de una hora, no me topo con ningún otro visitante. Solo y entre piedras muchas veces centenarias. ¿Se puede pedir más?
Voy de sorpresa en sorpresa, tal vez la mitad del recinto principal lo ocupa una antigua iglesia gótica. Se mantienen en pie sus bellos pilares y el arranque de sus arcos apuntados, con las siempre extrañas marcas de cantería, aleatoriamente repartidas aquí y allá en sus bien trabajadas formas. Es una iglesia de tres naves, amplia, rematada por un elevado ábside. En realidad, la iglesia precede en el tiempo al castillo, que aprovechó su enorme cabecera para convertirla en una impresionante torre del homenaje semicircular. Lo extraño de esta iglesia no es que se convirtiera en fortaleza, hay muchos ejemplos de ello, sino sus dimensiones, sorpresivamente grandes en el siglo XIII, para dar consuelo espiritual a la que no sería entonces más que una pequeña aldea.
Accedo a la otra parte del recinto, un palacio a todas luces renacentista, con sus bellas arquerías, su escalera precedida de un magnífico arco sobre capiteles ménsulas, y llego a los corredores de la primera planta que me dan una panorámica del patio magnifica. En las enjutas de los arcos se ven los blasones de sus antiguos dueños: el menguante lunar de Don Álvaro de Luna y el mantelado sobre dragón de Don Beltrán de las Cuevas, signos de pasadas glorias. Todo de buena cantería, muy reconstruido eso sí, pero respetando lo existente y distinguiéndolo de lo nuevo.
Estoy ansioso por subir a las alturas, a pesar de saber que lo pasaré regular. Mi mal de altura se ha acrecentado con el tiempo. El vértigo no viene del temor a caerse, sino de la atracción que ejercen los abismos. No sé si fue Sartre el que dijo aquello de que: “…lo peligroso de subirse a un muro alto no es que puedas caerte, es que puedes tirarte”.  En fin, lo cierto es que llego a la parte de arriba del ábside sobre la torre del homenaje, pero allí no hay una panorámica del exterior, está solo parcialmente reconstruido. Sin embargo, descubro que, para llegar a una interesante torre albarrana, similar en función a las que hay en la Ciudad Invisible, tengo que pasar por un adarve que apenas mide ochenta centímetros de ancho. A un lado del adarve están las almenas, y el vació al otro solo separados por una, para mí, invisible barandilla. Calculo que son unos cincuenta o sesenta metros que se me van a hacer muy largos. Los atravieso como un caballero medieval accede a un ordalía necesaria para probar su valor.
Aprecio desde allí el panorama interior, el solar de la iglesia, e imagino a feligreses del pasado escuchando las incomprensibles palabras latinas del sacerdote. También conjeturo la sombra de silenciosos centinelas en las negras y frías noches de invierno, gente anónima, ánimas tal vez perdidas, tal vez unidas a Dios para siempre. Únicamente los blasones hablan de nombres, pero ¿qué son los nombres? ¿Qué es verdaderamente la memoria, un símbolo, una realidad? Estos pensamientos me retrotraen a pasadas lecturas. “…los grandes de antaño, las ciudades famosas, las bellas princesas, todo se lo traga la nada.”[1] Nos da miedo el vacío, nos da miedo saber que no seremos, como no lo fuimos. Tal vez por estas razones construimos, creamos arte, escribimos, luchamos y amamos, tenemos fe, gobernamos y vamos más allá que otros. Pretendemos permanecer, seguir viviendo, no sé si como lo decía Unamuno.
 “No quiero morirme, no, no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí…”
Salgo del castillo con una sensación agridulce, el recorrido no muy largo me ha regalado multitud de sensaciones: misterio, admiración, eternidad, euforia al vencer el vértigo, sensación de pérdida y miedo existencial. Todo ello te lo puede dar una pequeña excursión sin pretensiones, sin intención apenas, aunque tal vez ese apenas no necesite mucho para hacer germinar la imaginación.
Vuelvo a mirar los muros, y siento los murmullos del pasado, susurros que las secretas piedras mantienen en el tiempo, porque únicamente ellas parecen imperecederas, solo ellas resisten, tienen memoria y dan fe de las gentes que las habitaron.


[1] ECO, UMBERTO. Apostillas a El nombre de la Rosa. Palabra en el tiempo. Lumen 1984.

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