Una
casa de cuento, eso es lo que es Red House. Esa es la primera impresión que te
llevas al contemplar las cubiertas inclinadas, los muros de ladrillo rojo en
los que se abren ventanas de formas circulares y apuntadas, o el pozo, con un fantástico
tejadillo puntiagudo que ha quedado para los restos, como la icónica cubrición
de los castillos medievales. Sin duda William Morris buscó en el Medievo las
formas que en su imaginación representaban lo genuinamente bello de un pasado
no por menos idealizado, menos necesario para construir su ideal de vida. No
importa que la inspiración viniera directamente del gótico francés, ni de su
más cercano Estilo Tudor, William quería moverse, trabajar y vivir en una casa
que podía situar en algún lugar de su mente en aquella mítica Camelot de las
leyendas artúricas.
Pero William, un hombre incalificable e inclasificable, no
solo contempló su huida al pasado en la arquitectura de su vivienda. Cada
objeto que en ella hay, desde las vidrieras de las ventanas, los tapices, los
muebles, las pinturas, la decoración de las puertas, las alfombras, hasta el
último detalle por pequeño que sea, que puebla y decora esta casa, recuerda a
ese pasado real de Chaucer o menos real de Arturo y tiene siempre como estandarte
la belleza.
Casi
puedo imaginar las reuniones que tenían lugar en aquella casa donde Morris
haría de maestro de ceremonias, vestidos todos con ropajes medievales. Lo veo
junto a sus amigos y colaboradores, aquellos mismos amigos que decoraban con
total libertad cada habitación, cada rincón de la casa. Seguramente se veían
como aquellos caballeros que, en torno a la tabla redonda, rodeaban a Arturo en
busca del Grial místico. Para ellos el progreso no era en absoluto alentador,
ni para ellos ni para la mayoría de la gente. El mundo real en el que se movía
Morris eran las feas y contaminadas ciudades industriales británicas de la
segunda mitad del XIX, donde todo atisbo de trabajo artesanal propio de los
tiempos pretéritos había desaparecido. Los obreros vivían una misérrima
existencia ajena a todo arte que vive, poco o mucho, en cualquier artesano. Un
trabajo mecanizado, abrumador, deshumanizado que lleva a la alienación, no
podía pasar desapercibido a Morris y, partiendo como siempre ocurre en la
literatura, de un utópico pasado, denuncia una realidad absolutamente
inasumible por una mente decente.
Llego
a la exposición en el justo momento en el que va a comenzar una visita guiada.
No suelo unirme a ellas porque me gusta vagar por lo expuesto con total libertad;
pero sin que me dé cuenta estoy escuchando la exposición de la mujer que se encarga
de esos menesteres. Habla con calma, la precipitación asfixia a los oyentes,
que no quieren, que no deben saberlo todo, pero ella no actúa así. Busca puntos
de interés, de observación, de reflexión, el personaje lo requiere. Recorro las
pocas salas tras del grupo, no quiero verlo todo a primera vista, sé que nada
más acabar la charla volveré a empezar a mi ritmo y me detendré donde me plazca.
La exposición no es extensa, pero con la cuidada selección y esmero que la
Fundación Juan March suele ofrecer. Cuatro o cinco salas nos llevan por un
recorrido fascinante de objetos utilitarios y bellos a un tiempo, que muestran
una poderosa personalidad creadora, la de William Morris y el movimiento Arts and Crafts.
Pero ¿qué se puede decir de
este hombre para no quedarse corto? Probablemente nada de lo que diga lo
definiría con claridad y totalidad. Morris es uno de esos artistas que no se
detiene en una única rama del arte, un hombre del Renacimiento que amaba el Medievo
y que vivía en época victoriana. Un artista fuera de tiempo, que lo aprovecha
hasta límites sobrehumanos, pues así debe ser aquel que toca tantos palos en
una sola vida. Empresario, artesano, escritor, impresor, ilustrador, tejedor, tipógrafo…todo
arte le fascinaba y lo practicaba; pero sobre todo aquél que nace desde el
artesano, desde el anónimo hombre que no va a firmar su obra, que no pasará a
la posteridad ni a los museos. Y del mismo modo que el arte nace desde el
humilde taller, no debe llegar únicamente a unas élites ilustradas sino a todo
ser humano capaz de usarlo y al mismo tiempo admirarlo. Porque él admiraba lo
bello, pero siempre dentro de la utilidad.
Dignificar a ese anónimo personaje
creador de las vidrieras de una catedral, escultor de sus góticas formas,
iluminador de códices maravillosos, ese era su fin. Un camino del arte que hace
del individuo su principio y conclusión y que en consecuencia es absolutamente
totalizador. Amigo de Edward Coley Burne-Jones y de Dante Gabriel Rossetti, Morris
conoció a través de ellos la pintura prerrafaelista y las teorías estéticas de
John Rusky. Se movió, por tanto, en un entorno fascinante y creador, que él
mismo prodigó desde su emprendedora actividad empresarial y artística.
Admiro
los finos diseños de sus papeles y tejidos pintados, hechos con tintes
naturales vegetales que le dan unos tonos suaves y delicados. Son estampaciones
a partir de patrones de madera y sus tenues tonos daban al resultado un acabado
similar al que provoca el paso del tiempo. Su decoración es vegetal, repetitiva,
que imita la naturaleza en su exuberancia, pero no aburre, sino que regala a
los ojos esa sensación de plenitud que nos conmueve cuando los modelos reales
nos rodean.
Pero,
si por algo tengo debilidad es por los libros y es en ellos donde me detengo
más. Morris investigó y diseñó nuevos tipos de letras que luego aplicó a
estupendos ejemplares de obras clásicas y a la narrativa suya. No solo se quedó
en las letras, en sus formas, sino que, imitando esa obra de arte supuestamente
menor que son los códices medievales, rodeó aquellas con una decoración
exuberante que hizo de sus libros objetos de arte únicos. Y no me estoy
refiriendo solamente a la decoración interior, (letras capitales, tipos,
decoración grutesca) sino a las portadas, en las que colaboraron pintores de la
talla de Rossetti.
Me
voy con pena de la exposición, cada pieza, cada cuadro es irrepetible allí. Cuando finalice la exposición, eso lo saben quiénes
con dedicación la han montado, todo será un sueño, por eso escribo estas letras,
para perpetuar en mi mente las sensaciones que recorren mi espíritu al admirar
cada tejido, cada pieza de cerámica.
Al
regresar a casa busco información sobre los libros que escribió William, la
mayoría obras sobre arte y ensayo, poesía e incluso de política; pero descubro con
sorpresa que también escribió ficción. La última de sus obras se titula Sundering Flood, fue publicada póstumamente
en 1897 por su hija. El final de esta obra lo dictó Morris en su lecho de
muerte. No cabe más novelesco final. Se trata de una novela fantástica con
elementos sobrenaturales que recuerda los libros de caballerías. Al principio
de esta incluso aparece el mapa de una región totalmente inventada, (algo que
me ha recordado a J.R.R. Tolkien) donde se desarrollan los hechos en torno a un
gran río, que da nombre a la novela. Parece que la culminación de su polifacética
vida artística que no se separó mucho de su cotidianeidad, fue esta obra de
ficción, ideal de sus sentimientos, de su destino vital. Fue la cúspide de una
intensa vida, llena de logros empresariales, artísticos y también sociales.
Creo
firmemente que cuando el mundo que te toca vivir no te gusta, es lícito que
puedas crear uno a tu medida. Si pensamos que todo esto es una utopía y una
pérdida de tiempo propia de ilusos, debemos meditar sobre la necesidad de todo
ser humano de forjarse un destino, un ideal de vida, algo que nos enganche a
ella para siempre, que nos aleje de la nada. La vida no espera, eso, en definitiva,
lo hace la muerte.
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