martes, 5 de junio de 2018

Red House


Una casa de cuento, eso es lo que es Red House. Esa es la primera impresión que te llevas al contemplar las cubiertas inclinadas, los muros de ladrillo rojo en los que se abren ventanas de formas circulares y apuntadas, o el pozo, con un fantástico tejadillo puntiagudo que ha quedado para los restos, como la icónica cubrición de los castillos medievales. Sin duda William Morris buscó en el Medievo las formas que en su imaginación representaban lo genuinamente bello de un pasado no por menos idealizado, menos necesario para construir su ideal de vida. No importa que la inspiración viniera directamente del gótico francés, ni de su más cercano Estilo Tudor, William quería moverse, trabajar y vivir en una casa que podía situar en algún lugar de su mente en aquella mítica Camelot de las leyendas artúricas. 
Pero William, un hombre incalificable e inclasificable, no solo contempló su huida al pasado en la arquitectura de su vivienda. Cada objeto que en ella hay, desde las vidrieras de las ventanas, los tapices, los muebles, las pinturas, la decoración de las puertas, las alfombras, hasta el último detalle por pequeño que sea, que puebla y decora esta casa, recuerda a ese pasado real de Chaucer o menos real de Arturo y tiene siempre como estandarte la belleza.
Casi puedo imaginar las reuniones que tenían lugar en aquella casa donde Morris haría de maestro de ceremonias, vestidos todos con ropajes medievales. Lo veo junto a sus amigos y colaboradores, aquellos mismos amigos que decoraban con total libertad cada habitación, cada rincón de la casa. Seguramente se veían como aquellos caballeros que, en torno a la tabla redonda, rodeaban a Arturo en busca del Grial místico. Para ellos el progreso no era en absoluto alentador, ni para ellos ni para la mayoría de la gente. El mundo real en el que se movía Morris eran las feas y contaminadas ciudades industriales británicas de la segunda mitad del XIX, donde todo atisbo de trabajo artesanal propio de los tiempos pretéritos había desaparecido. Los obreros vivían una misérrima existencia ajena a todo arte que vive, poco o mucho, en cualquier artesano. Un trabajo mecanizado, abrumador, deshumanizado que lleva a la alienación, no podía pasar desapercibido a Morris y, partiendo como siempre ocurre en la literatura, de un utópico pasado, denuncia una realidad absolutamente inasumible por una mente decente.
Llego a la exposición en el justo momento en el que va a comenzar una visita guiada. No suelo unirme a ellas porque me gusta vagar por lo expuesto con total libertad; pero sin que me dé cuenta estoy escuchando la exposición de la mujer que se encarga de esos menesteres. Habla con calma, la precipitación asfixia a los oyentes, que no quieren, que no deben saberlo todo, pero ella no actúa así. Busca puntos de interés, de observación, de reflexión, el personaje lo requiere. Recorro las pocas salas tras del grupo, no quiero verlo todo a primera vista, sé que nada más acabar la charla volveré a empezar a mi ritmo y me detendré donde me plazca. La exposición no es extensa, pero con la cuidada selección y esmero que la Fundación Juan March suele ofrecer. Cuatro o cinco salas nos llevan por un recorrido fascinante de objetos utilitarios y bellos a un tiempo, que muestran una poderosa personalidad creadora, la de William Morris y el movimiento Arts and Crafts. 

Pero ¿qué se puede decir de este hombre para no quedarse corto? Probablemente nada de lo que diga lo definiría con claridad y totalidad. Morris es uno de esos artistas que no se detiene en una única rama del arte, un hombre del Renacimiento que amaba el Medievo y que vivía en época victoriana. Un artista fuera de tiempo, que lo aprovecha hasta límites sobrehumanos, pues así debe ser aquel que toca tantos palos en una sola vida. Empresario, artesano, escritor, impresor, ilustrador, tejedor, tipógrafo…todo arte le fascinaba y lo practicaba; pero sobre todo aquél que nace desde el artesano, desde el anónimo hombre que no va a firmar su obra, que no pasará a la posteridad ni a los museos. Y del mismo modo que el arte nace desde el humilde taller, no debe llegar únicamente a unas élites ilustradas sino a todo ser humano capaz de usarlo y al mismo tiempo admirarlo. Porque él admiraba lo bello, pero siempre dentro de la utilidad. 
Dignificar a ese anónimo personaje creador de las vidrieras de una catedral, escultor de sus góticas formas, iluminador de códices maravillosos, ese era su fin. Un camino del arte que hace del individuo su principio y conclusión y que en consecuencia es absolutamente totalizador. Amigo de Edward Coley Burne-Jones y de Dante Gabriel Rossetti, Morris conoció a través de ellos la pintura prerrafaelista y las teorías estéticas de John Rusky. Se movió, por tanto, en un entorno fascinante y creador, que él mismo prodigó desde su emprendedora actividad empresarial y artística.
Admiro los finos diseños de sus papeles y tejidos pintados, hechos con tintes naturales vegetales que le dan unos tonos suaves y delicados. Son estampaciones a partir de patrones de madera y sus tenues tonos daban al resultado un acabado similar al que provoca el paso del tiempo. Su decoración es vegetal, repetitiva, que imita la naturaleza en su exuberancia, pero no aburre, sino que regala a los ojos esa sensación de plenitud que nos conmueve cuando los modelos reales nos rodean.
La vista no es capaz de seguir el ritual de un recorrido bien definido porque, no bien se fija uno en una pieza de azulejería, que permite la repetición con mayor prodigalidad que los papeles pintados, o en los muebles sencillos pero decorados con gran gusto, o los artículos de escritorio o piezas de cerámica, ya ha fijado uno los ojos y aun el alma en las magníficas vidrieras. Si un arte es reconocible en el mundo gótico son ellas, que pueblan los impresionantes ventanales de esos monumentos misteriosamente luminosos que son las catedrales. En cierta ocasión visité la catedral de León, era un día lluvioso, triste, no era el mejor día para ver y admirar la luz entrar por aquellos ventanales; sin embargo, al penetrar en la catedral me emocioné, la luz seguía siendo impresionante. No he vuelto allí, lo que sí recuerdo es haber pensado: “Si esta luz atenuada por las nubes y tamizada por esas magníficas vidrieras es tan poderosa, qué no será un día con la intensa luz del sol”. La iniciativa de este movimiento artístico no solo puebla las iglesias con ellas, también invaden el espacio privado, las casas, y su resultado no es menos espléndido. Explicar su contenido es inútil, basta contemplarlas, con eso es suficiente.

Pero, si por algo tengo debilidad es por los libros y es en ellos donde me detengo más. Morris investigó y diseñó nuevos tipos de letras que luego aplicó a estupendos ejemplares de obras clásicas y a la narrativa suya. No solo se quedó en las letras, en sus formas, sino que, imitando esa obra de arte supuestamente menor que son los códices medievales, rodeó aquellas con una decoración exuberante que hizo de sus libros objetos de arte únicos. Y no me estoy refiriendo solamente a la decoración interior, (letras capitales, tipos, decoración grutesca) sino a las portadas, en las que colaboraron pintores de la talla de Rossetti.
Me voy con pena de la exposición, cada pieza, cada cuadro es irrepetible allí.  Cuando finalice la exposición, eso lo saben quiénes con dedicación la han montado, todo será un sueño, por eso escribo estas letras, para perpetuar en mi mente las sensaciones que recorren mi espíritu al admirar cada tejido, cada pieza de cerámica.
Al regresar a casa busco información sobre los libros que escribió William, la mayoría obras sobre arte y ensayo, poesía e incluso de política; pero descubro con sorpresa que también escribió ficción. La última de sus obras se titula Sundering Flood, fue publicada póstumamente en 1897 por su hija. El final de esta obra lo dictó Morris en su lecho de muerte. No cabe más novelesco final. Se trata de una novela fantástica con elementos sobrenaturales que recuerda los libros de caballerías. Al principio de esta incluso aparece el mapa de una región totalmente inventada, (algo que me ha recordado a J.R.R. Tolkien) donde se desarrollan los hechos en torno a un gran río, que da nombre a la novela. Parece que la culminación de su polifacética vida artística que no se separó mucho de su cotidianeidad, fue esta obra de ficción, ideal de sus sentimientos, de su destino vital. Fue la cúspide de una intensa vida, llena de logros empresariales, artísticos y también sociales.
Creo firmemente que cuando el mundo que te toca vivir no te gusta, es lícito que puedas crear uno a tu medida. Si pensamos que todo esto es una utopía y una pérdida de tiempo propia de ilusos, debemos meditar sobre la necesidad de todo ser humano de forjarse un destino, un ideal de vida, algo que nos enganche a ella para siempre, que nos aleje de la nada. La vida no espera, eso, en definitiva, lo hace la muerte. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario