martes, 27 de febrero de 2018

El rumor de la vida


La hallé haciendo limpieza en el desván de mi casa. Estaba guardada en su marchita funda de cuero marrón al lado de otros objetos del pasado de mi familia. La caja contenía pequeñas reliquias inservibles, aquellas que nos resistimos a tirar por su valor sentimental y porque son objetos que tocaron nuestros seres queridos. Son, al margen de las fotos, lo único material que nos queda de su recuerdo.
La cámara, una Univex sencilla de los años cuarenta, la habría comprado mi padre tal vez en los cincuenta, unos cuantos años antes de que yo naciera, poco o nada de ella correspondía ya a mi mundo material. En aquellos tiempos de penuria, la vorágine de innovación y frenesí técnica que nos invade hoy habría parecido un cuento utópico, una fantasía futurista en la mejor línea de Asimov o Ray Bradbury. Probablemente era un modelo réplica bajo licencia americana que se fabricaba en España por aquellos años. Su sencillez es tal que parece sacada de un museo de la prehistoria de la fotografía. Desde el punto de vista material su valor es mínimo; pero para mí lo tiene en el plano sentimental, pues aún recuerdo haber jugado con ella de niño, cuando ya era por entonces un objeto obsoleto e inservible. Su supervivencia en la casa de mis padres y después en la mía es uno de esos misterios que nos sorprenden por fortuitos, porque docenas de objetos que nos pertenecen y que apreciamos, desaparecen sin más en algún momento de nuestras vidas. Es más que probable que algunas de las escasas fotos que aún conservo de cuando era niño están hechas con ella. Es como si, adentrándome en esta humilde caja oscura pudiera rememorar mi niñez, un mundo material y espiritual desaparecido en una pequeña casa de un barrio obrero de la Ciudad Invisible.
En este tema soy de los que creen, contradiciendo mis postulados racionalistas, que las cosas no suceden por que sí, que hay una compleja e invisible red de relaciones entre los objetos y los sucesos, las ideas y las personas para conformar y entretejer nuestra vida, y que todo ello, si sabemos condimentarlo bien, se trasmuta en una forma de arte de vivir. Por eso, cuando días después de recuperar este pequeño objeto mágico que acabo de describir, recibí la invitación de un amigo para que asistiera a una insólita sesión de cine, supe que ambas cosas estaban relacionadas.
El viejo cine se hallaba en un barrio céntrico de la capital, una de esas calles que conserva el valor de lo castizo al margen de que se haya convertido en entorno de moda entre las gentes con posibles. Me llamó la atención el hecho de que la finca en cuestión no hubiese sido sustituida por una cadena de tiendas de moda, o por un restaurante de cocina rápida o alternativa. Seguía siendo un cine, y su aspecto era el que bien pudiera haber tenido décadas antes, cuando esas acogedoras salas oscuras eran templos de los dioses, un lugar al que acudíamos para ver las maravillas que no se podían contemplar de otro modo.
Había una razón por la que un local así había sobrevivido a la especulación y a la destrucción de esas salas entrañables. Una excéntrica mecenas, “forrada” de dinero y enamorada del viejo cine de su infancia, había decidido comprarlo y restaurarlo, y no solo había hecho eso, sino que lo había insuflado vida. Cada fin de semana en sesión única proyectaba películas clásicas. Lo hacía sin cobrar la entrada, hasta llenar el aforo de la sala, y ella misma se reservaba una butaca para asistir a las proyecciones. 
Si el exterior del cine era evocador, el interior lo era en grado sumo. Del primero me sorprendió la cartelera en la entrada que mostraba, además del cartel oficial de la película, distintos fotogramas de esta. Era una práctica que se hacía en tiempos de mi niñez y adolescencia, que había olvidado por completo. Todos los invitados eran recibidos por un empleado de uniforme y acomodadores de ambos sexos nos esperaban y distribuían en el interior de la sala. 
Cuando se hubieron apagado las luces, los pude ver pulular por los pasillos con las linternas acomodando a los rezagados. El interior se asemejaba a un teatro, con sus finas columnas de fundición, el suelo enmoquetado, la pantalla cubierta por una cortina y las butacas color rojo borgoña. Al pisar la moqueta sentí el retorno del tiempo pasando bajo mis pies. Ese característico sonido de pasos atenuados eran unos segundos de transición al maravilloso mundo de los sueños. Recordé con pesar distintos cines de la Ciudad Invisible hoy desaparecidos, algunos incluso físicamente, otros abandonados en espera de una utilización más prosaica de su espacio. El cine Marjul, El Calderón, El cine del Prado, El Coliseum y el de mi niñez, el más visitado en ella, el por entonces Cine Palenque, hoy un magnífico teatro. Se conservan en mi memoria en nítidos flases, al igual que los recuerdos de las películas que visioné y las gentes con las que fui a verlas. Entonces no hacía falta ir a cada cine a ver las carteleras; en la plaza, en unos expositores adosados a una fachada de una de las casas de esta, informaban de los filmes que en cada cine se proyectaban. Se hacía, como he dicho antes, a través de fotogramas.
Las cortinas de la pantalla empezaron a descorrerse a la vez que las luces se apagaban. El filme, titulado Smoke, lo había visto en su estreno allá por los años noventa; pues a pesar de lo desconocido entre el gran público es, al menos para mí, un clásico. Todo esto si hacemos caso, eso sí, a una de las múltiples definiciones del término clásico que Italo Calvino da sobre ellos en el glorioso prólogo de uno de sus textos.
Fue como volver a leer un libro.  Cuenta las vivencias de un estanquero y de la parroquia de clientes que acuden a su tienda. Es una preciosa historia que no debe ser contada, ni siquiera resumida. Quien no la haya visto se pierde una verdadera lección de cine, una de esas pequeñas joyas que se hacen con pocos medios, actores de primera y un gran talento. El guion sigue las directrices del universo de Paul Auster; porque es el propio Auster el que lo compuso y se nota su mano desde el primer momento. Todos los personajes de la película tienen alma y los actores que los representan, hasta el último de ellos, hacen un trabajo memorable.
Rescataré únicamente una escena que me fascina. En ella Auggie, el estanquero, interpretado magistralmente por Harvey Keitel, saca un trípode todas las mañanas que echa Dios al mundo para fotografiar su calle, la misma esquina todas las mañanas a la misma hora. En teoría la misma imagen. Cuando uno de sus parroquianos, un escritor en horas bajas interpretado por William Hurt le pregunta extrañado porqué hace siempre la misma foto, el estanquero le contesta que efectivamente son iguales y no lo son. Cada una es distinta de las otras: la luz de verano, de invierno; el tiempo lluvioso o soleado; días festivos o laborables; las personas que pasan con ropa de verano, de invierno, a veces las mismas personas que ser repiten, otras no, pero todas posando sin saber que forman parte del plan de un demiúrgico fotógrafo.
Recordé a Heráclito y su teoría del devenir, esas corrientes de vida que no son sino personas que discurren a nuestro lado; un cauce que se resume en tiempos de vida, en cruces causales o casuales que terminan siendo decisivos o triviales, según nuestro estado de ánimo tenga el valor de transformarlos en una cosa o la otra. Esta película no es solo una buena película, es un reflejo del rumor de la vida, que lenta e inexorablemente se escucha cada minuto del filme y que transcurre anónimamente en ese rincón del mundo.
Cuando las luces de la sala se encendieron y la gente comenzó a desfilar, me quedé un rato sentado mirando pensativamente los créditos, mientras continuaba la banda sonora de la película. Admiro a la gente que es capaz de ser consciente de este acontecer de las cosas, de ese humilde y diario transcurrir y convertirlo en arte. Porque arte es esencialmente la consciencia y el cine tiene esa magia.
Los más de nosotros no somos receptivos a ese influjo, a esa pulsión de fondo más que en momentos puntuales, aquellos en los que sonreímos a la cámara de un amigo o un familiar. Luego, al pasar las páginas de un álbum, nos miramos extrañados al vernos en esas instantáneas. Nos extrañamos porque creemos que no cambiamos, que somos siempre los mismos, la misma foto repetida una y otra vez. Pero no, no somos nosotros, ya no. Esos múltiples “yo” se perdieron en el cajón del olvido, y únicamente esas imágenes nos dan fe de que alguna vez fuimos alguien, de que vivimos y lo seguiremos haciendo para los seres queridos que nos sobrevivan. Esas imágenes y los objetos que nos pertenecieron serán testigos mudos, pero testigos a fin de cuentas, como lo es aquella vieja cámara olvidada en mi desván.


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