“Tú que te aprovechas
leyendo, no te olvides de la mano del copista para que el Señor a quien oras,
no tenga en cuenta sus pecados…”
Comentario de Beato al
Apocalipsis de Silos. Siglo XI.
De la mano firme y
paciente del escriba iban surgiendo los signos sin aparente dificultad. Solo se
guiaba por las casi imperceptibles líneas de la impaginatio que,
previamente, él mismo había trazado sobre el pergamino con la tenue línea de un
lápiz de plomo. Los maravillosos y pulcros renglones con la palabra de Dios
iban apareciendo ante mi vista entre hipnotizada y admirada por los misterios
que oculta un oficio milenario.
Había llegado aquella
mañana a la abadía tras rodar kilómetros de carreteras secundarias con un
tráfico escaso o inexistente. Al llegar al pueblo me indicaron el camino sin
asfaltar que conducía a un monasterio que me decían en las alturas, pero cuyos
muros no se veían por parte alguna. El bosque cubría las laderas y el camino
que se adentraba en él, se difuminaba sin indicar hacia qué lugar debía mirar
para intentar localizar alguna torre o aguja.
Ascendí por el camino siguiendo un recodo tras otro sin divisar nada durante más de media hora hasta que, tras una curva que esquivaba bruscamente un profundo barranco, pude ver como una sólida y acastillada torre cuadrada emergía entre la masa verde. Aún me quedaba un buen trecho por llegar, fue una preparación perfecta. El lugar era de una increíble belleza. La abadía casi se despeñaba al barranco desde unas pequeñas arquerías sobre unos enormes contrafuertes que la protegían de desprendimientos. La mole que formaban la iglesia y la torre que surgía a su lado, parecía vigilar y preservar desde la altura la delicada arquitectura que tenía a sus pies.
El gótico y el románico convivían sin distorsión en el interior de la abadía. El hermano Tomás, mi cicerone en la visita al cenobio era un monje pequeño, de pocas carnes y aparente debilidad. La comunidad había tenido tiempos gloriosos, así lo atestiguaba el coro de la iglesia, pero en la actualidad la veintena de monjes que tenía el convento no llenaban ni la mitad de los huecos de aquel.
Lámina 1* |
Lo primero que visitamos
fue el scriptorium. Era una amplia sala, llena de la luz generosa que
tres enormes ventanales regalaban a un espacio lleno de códices sobre sencillos
estantes que cubrían las paredes. El espacio entre ellos lo ocupaban tableros y
escritorios. En él trabajaban cuatro hermanos además de Tomás que era quien
estaba copiando aquel salterio. Era el encargo de un comitente extranjero.
Observé el hueco dejado a la izquierda para la bellísima letra capital
historiada que aparecía en el original. Eran raros encargos así. Según me decía
el hermano Tomás, costaba mucho tiempo y un trabajo ingente de meses finalizar
un objeto tan bello y duradero como era un códice. Las más de las veces, los
encargos eran humildes copias de un único pliego de una de las bellas obras que
atesoraba el convento. Me explicó que el trabajo de copia de los textos
sagrados era minucioso. De hecho, había pocos errores en los códices medievales
si los comparamos con otros textos profanos. Esto era debido al celo que los
copistas sagrados ponían en su labor.
Me desplacé a observar el trabajo de otro de los monjes, estaba iluminando un texto ya escrito, aplicando pan de oro en torno a una gran letra capital. El texto era más sencillo que el que estaba ejecutando Tomás, pero, en el interior de la enorme letra “P”, el hábil dibujante había podido incluir la escena de la anunciación enmarcada por una sumaria, pero elegante arquitectura. Llenar de miniaturas y viñetas historiadas los huecos dejados por el copista constituía otra de las fases de una paciente labor que incluía la fabricación del pergamino, la copia, la iluminación y la encuadernación del volumen. La cubierta del códice, caso de sobrevivir, era por sí sola una verdadera obra de arte.
Lámina 2* |
Tomás me explicó que lo
que daba un valor añadido a su trabajo era que, en todas y cada una de las
fases de aquél, incluida la fabricación de los tintes para letras y esmaltes o
pinturas para los dibujos, y todos los materiales restantes eran fabricados a
partir de elementos naturales y con técnicas medievales. Yo mismo pude ver cómo,
delante de mis ojos, cortaba con un cuchillo y afinaba la punta de una pluma de
ave con la habilidad de un experto. Los mismos monjes las lavaban y endurecían
en tierra caliente.
Asimismo, como los cálamos, todo el material de scriptorium que utilizaban (compases, punzones, reglas, cuchillos de mano, raspadores,
lápices de plomo, etc., eran copias idénticas de sus predecesores medievales.
La fuente de información de todas estas colecciones de objetos eran los mismos
códices que copiaban, donde con frecuencia, aparecían en miniaturas los monjes
trabajando.
Tomás y yo abandonamos
momentáneamente el scriptorium y salimos al claustro. Me sugirió que me
quedara unos días con ellos, dijo que me vendrían bien para descansar y
reflexionar. Rechacé amablemente su ofrecimiento mientras quedaba admirado por
la sucesión de arquerías que rodeaban el jardín. La decoración de sus
capiteles, elaborada por un escultor anónimo del siglo XI, se componía de un
amplísimo programa iconográfico. Animales fantásticos, aves monstruosas, leones
enredados, gacelas aladas, arpías, además de bellas decoraciones vegetales se
sucedían sin dejar a la vista descansar en uno solo de aquellos bajorrelieves;
porque cuando lo intentabas, deteniéndote en algún detalle, ya el siguiente
reclamaba tu atención.
Hablamos en el claustro
sobre arte y fe. El arte, fruto de paciencia infinita y unas manos expertas que,
a su vez, hacían un trabajo de inspiración divina. Y la fe que lo contenía todo
como un éter que envolvía el trabajo cotidiano y los oficios litúrgicos de la
comunidad. Sentía una admiración cervantina, en el sentido de incomprensible,
hacia aquellos hombres, encerrados y viviendo entre la oración y el trabajo que
su fundador San Benito, estableció como máxima.
—¿Qué poderosa razón
puede mover a un hombre —le dije— a huir del mundo, a renunciar a tantas cosas
materiales, a sensaciones y experiencias tan diversas como ofrece?
—Le contestaré a eso con
una simple frase: renunciamos a mucho para tenerlo todo, por tanto —objetó—
no se trata de ninguna huida. Ser monje es algo
difícil de explicar para quien no ha sido llamado. Básicamente renunciamos a
todo lo que constituye un obstáculo entre nosotros y Dios. Pero no huimos de
los hombres, pedimos por ellos, por la salvación de todos. Nuestra vida es una
búsqueda continua del Señor.
En una cultura
materialista y atea como la mía —pensé—, hombres así
resultan inexplicables. De ahí mi admiración por, a mi modo de ver, una
renuncia inasumible.
Entramos en la iglesia. Una
impresionante y diáfana nave gótica esperaba a mis ojos. Los finísimos nervios
de los pilares que sostenían la bóveda la elevaban a una altura imposible,
mientras una luz intensa hacía flotar las tracerías de los ventanales. Aun
siendo estío hacia casi frio allí. En ese ambiente y mientras admiraba todo
cuanto me mostraba, me era necesario
comprender aquel retiro, a aquellos hombres, el porqué de su huida al desierto,
a la nada, para encontrar a Dios.
—¿Pero, porqué alejarse,
porqué separarse del mundo? —Le insistí.
El monje me miró
sonriente.
—En la soledad las
limitaciones desaparecen, un monje debe hacer renuncia de sí mismo para llegar
a Dios. Con Él, se descubre que el mundo no es más que una pálida ilusión.
Tarde o temprano todo hombre, llegada la hora, sea creyente o no, lo comprende.
Volvimos a salir al claustro
y nos acercamos a la galería que se abría al abismo. El precipicio me recordó
el pasaje bíblico de las tentaciones. Me
imaginé la tremenda batalla interior que debían vivir estos hombres aislados.
Como si me hubiese leído el pensamiento Tomás continuó.
—Es una elección
plenamente consciente. Si te olvidas de pasiones, orgullos y vanidades eres enteramente
libre. Eso consigue la fe, te libera de pesadumbres y te llena de alegría y
esperanza.
Le expliqué que yo era
incapaz de sentirla. Probablemente porque ese concepto no complacía a mi razón,
siempre con la duda como estandarte, como rémora tal vez.
Me quedé una semana en
la hospedería de la abadía en la que compartí con ellos su humilde, pero
estimulante vida. Medité sobre mí mismo mientras paseaba por el claustro, los
veía trabajar, u oyendo sus rezos en forma de bellísimo canto que llenaba la
nave de la iglesia con su sonora luz. Un tiempo que jamás imaginé pasar en un
lugar así. Y me fui de allí en puridad, igualmente ateo, pero lleno de energía,
revitalizado. Probablemente esa energía me la insuflaron a partes iguales el
lugar, el ambiente; pero sobre todo aquel monjes sencillo y sabio compartiendo
conmigo su saber en frecuentes e interesantes charlas. En el camino de regreso
recordé las últimas palabras del hermano Tomás.
—Créame que no estamos
tan lejos. La fe y la razón deben convivir, recuerde al Maestro de Aquino.
Ambos, usted y yo, tan alejados aparentemente en nuestro diario devenir, nos
buscamos a nosotros mismos. Yo copiando humildemente la palabra de Dios sobre estos
pergaminos y usted, usted arrastrado más allá de la razón, haciéndose preguntas a
sabiendas de que no las puede contestar.
***
Este texto está dedicado
a las comunidades religiosas de Santo Domingo de Silos y de San Pedro de
Cardeña en Burgo.
Lámina 1. Psalterium Romanum.—S. XIII. BNE
Lámina 2. Alberto
Magno, Santo. De laudibus Virginis Mariae.— siglo XV. BNE.
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