martes, 6 de agosto de 2019

Códices


“Tú que te aprovechas leyendo, no te olvides de la mano del copista para que el Señor a quien oras, no tenga en cuenta sus pecados…”
Comentario de Beato al Apocalipsis de Silos. Siglo XI.

De la mano firme y paciente del escriba iban surgiendo los signos sin aparente dificultad. Solo se guiaba por las casi imperceptibles líneas de la impaginatio que, previamente, él mismo había trazado sobre el pergamino con la tenue línea de un lápiz de plomo. Los maravillosos y pulcros renglones con la palabra de Dios iban apareciendo ante mi vista entre hipnotizada y admirada por los misterios que oculta un oficio milenario.

Había llegado aquella mañana a la abadía tras rodar kilómetros de carreteras secundarias con un tráfico escaso o inexistente. Al llegar al pueblo me indicaron el camino sin asfaltar que conducía a un monasterio que me decían en las alturas, pero cuyos muros no se veían por parte alguna. El bosque cubría las laderas y el camino que se adentraba en él, se difuminaba sin indicar hacia qué lugar debía mirar para intentar localizar alguna torre o aguja.

Ascendí por el camino siguiendo un recodo tras otro sin divisar nada durante más de media hora hasta que, tras una curva que esquivaba bruscamente un profundo barranco, pude ver como una sólida y acastillada torre cuadrada emergía entre la masa verde. Aún me quedaba un buen trecho por llegar, fue una preparación perfecta. El lugar era de una increíble belleza. La abadía casi se despeñaba al barranco desde unas pequeñas arquerías sobre unos enormes contrafuertes que la protegían de desprendimientos. La mole que formaban la iglesia y la torre que surgía a su lado, parecía vigilar y preservar desde la altura la delicada arquitectura que tenía a sus pies.

El gótico y el románico convivían sin distorsión en el interior de la abadía. El hermano Tomás, mi cicerone en la visita al cenobio era un monje pequeño, de pocas carnes y aparente debilidad. La comunidad había tenido tiempos gloriosos, así lo atestiguaba el coro de la iglesia, pero en la actualidad la veintena de monjes que tenía el convento no llenaban ni la mitad de los huecos de aquel.

Lámina 1*
Lo primero que visitamos fue el scriptorium. Era una amplia sala, llena de la luz generosa que tres enormes ventanales regalaban a un espacio lleno de códices sobre sencillos estantes que cubrían las paredes. El espacio entre ellos lo ocupaban tableros y escritorios. En él trabajaban cuatro hermanos además de Tomás que era quien estaba copiando aquel salterio. Era el encargo de un comitente extranjero. Observé el hueco dejado a la izquierda para la bellísima letra capital historiada que aparecía en el original. Eran raros encargos así. Según me decía el hermano Tomás, costaba mucho tiempo y un trabajo ingente de meses finalizar un objeto tan bello y duradero como era un códice. Las más de las veces, los encargos eran humildes copias de un único pliego de una de las bellas obras que atesoraba el convento. Me explicó que el trabajo de copia de los textos sagrados era minucioso. De hecho, había pocos errores en los códices medievales si los comparamos con otros textos profanos. Esto era debido al celo que los copistas sagrados ponían en su labor.

Me desplacé a observar el trabajo de otro de los monjes, estaba iluminando un texto ya escrito, aplicando pan de oro en torno a una gran letra capital. El texto era más sencillo que el que estaba ejecutando Tomás, pero, en el interior de la enorme letra “P”, el hábil dibujante había podido incluir la escena de la anunciación enmarcada por una sumaria, pero elegante arquitectura. Llenar de miniaturas y viñetas historiadas los huecos dejados por el copista constituía otra de las fases de una paciente labor que incluía la fabricación del pergamino, la copia, la iluminación y la encuadernación del volumen. La cubierta del códice, caso de sobrevivir, era por sí sola una verdadera obra de arte.

Lámina 2*
Tomás me explicó que lo que daba un valor añadido a su trabajo era que, en todas y cada una de las fases de aquél, incluida la fabricación de los tintes para letras y esmaltes o pinturas para los dibujos, y todos los materiales restantes eran fabricados a partir de elementos naturales y con técnicas medievales. Yo mismo pude ver cómo, delante de mis ojos, cortaba con un cuchillo y afinaba la punta de una pluma de ave con la habilidad de un experto. Los mismos monjes las lavaban y endurecían en tierra caliente. 

Asimismo, como los cálamos, todo el material de scriptorium que utilizaban (compases, punzones, reglas, cuchillos de mano, raspadores, lápices de plomo, etc., eran copias idénticas de sus predecesores medievales. La fuente de información de todas estas colecciones de objetos eran los mismos códices que copiaban, donde con frecuencia, aparecían en miniaturas los monjes trabajando.


Tomás y yo abandonamos momentáneamente el scriptorium y salimos al claustro. Me sugirió que me quedara unos días con ellos, dijo que me vendrían bien para descansar y reflexionar. Rechacé amablemente su ofrecimiento mientras quedaba admirado por la sucesión de arquerías que rodeaban el jardín. La decoración de sus capiteles, elaborada por un escultor anónimo del siglo XI, se componía de un amplísimo programa iconográfico. Animales fantásticos, aves monstruosas, leones enredados, gacelas aladas, arpías, además de bellas decoraciones vegetales se sucedían sin dejar a la vista descansar en uno solo de aquellos bajorrelieves; porque cuando lo intentabas, deteniéndote en algún detalle, ya el siguiente reclamaba tu atención.

Hablamos en el claustro sobre arte y fe. El arte, fruto de paciencia infinita y unas manos expertas que, a su vez, hacían un trabajo de inspiración divina. Y la fe que lo contenía todo como un éter que envolvía el trabajo cotidiano y los oficios litúrgicos de la comunidad. Sentía una admiración cervantina, en el sentido de incomprensible, hacia aquellos hombres, encerrados y viviendo entre la oración y el trabajo que su fundador San Benito, estableció como máxima.
—¿Qué poderosa razón puede mover a un hombre —le dije— a huir del mundo, a renunciar a tantas cosas materiales, a sensaciones y experiencias tan diversas como ofrece?
—Le contestaré a eso con una simple frase: renunciamos a mucho para tenerlo todo, por tanto —objetó— no se trata de ninguna huida. Ser monje es algo difícil de explicar para quien no ha sido llamado. Básicamente renunciamos a todo lo que constituye un obstáculo entre nosotros y Dios. Pero no huimos de los hombres, pedimos por ellos, por la salvación de todos. Nuestra vida es una búsqueda continua del Señor.
En una cultura materialista y atea como la mía —pensé—, hombres así resultan inexplicables. De ahí mi admiración por, a mi modo de ver, una renuncia inasumible.

Entramos en la iglesia. Una impresionante y diáfana nave gótica esperaba a mis ojos. Los finísimos nervios de los pilares que sostenían la bóveda la elevaban a una altura imposible, mientras una luz intensa hacía flotar las tracerías de los ventanales. Aun siendo estío hacia casi frio allí. En ese ambiente y mientras admiraba todo cuanto me mostraba, me era necesario comprender aquel retiro, a aquellos hombres, el porqué de su huida al desierto, a la nada, para encontrar a Dios.
—¿Pero, porqué alejarse, porqué separarse del mundo? —Le insistí.
El monje me miró sonriente.
—En la soledad las limitaciones desaparecen, un monje debe hacer renuncia de sí mismo para llegar a Dios. Con Él, se descubre que el mundo no es más que una pálida ilusión. Tarde o temprano todo hombre, llegada la hora, sea creyente o no, lo comprende.

Volvimos a salir al claustro y nos acercamos a la galería que se abría al abismo. El precipicio me recordó el pasaje bíblico de las tentaciones.  Me imaginé la tremenda batalla interior que debían vivir estos hombres aislados. Como si me hubiese leído el pensamiento Tomás continuó.
—Es una elección plenamente consciente. Si te olvidas de pasiones, orgullos y vanidades eres enteramente libre. Eso consigue la fe, te libera de pesadumbres y te llena de alegría y esperanza.
Le expliqué que yo era incapaz de sentirla. Probablemente porque ese concepto no complacía a mi razón, siempre con la duda como estandarte, como rémora tal vez.

Me quedé una semana en la hospedería de la abadía en la que compartí con ellos su humilde, pero estimulante vida. Medité sobre mí mismo mientras paseaba por el claustro, los veía trabajar, u oyendo sus rezos en forma de bellísimo canto que llenaba la nave de la iglesia con su sonora luz. Un tiempo que jamás imaginé pasar en un lugar así. Y me fui de allí en puridad, igualmente ateo, pero lleno de energía, revitalizado. Probablemente esa energía me la insuflaron a partes iguales el lugar, el ambiente; pero sobre todo aquel monjes sencillo y sabio compartiendo conmigo su saber en frecuentes e interesantes charlas. En el camino de regreso recordé las últimas palabras del hermano Tomás.
—Créame que no estamos tan lejos. La fe y la razón deben convivir, recuerde al Maestro de Aquino. Ambos, usted y yo, tan alejados aparentemente en nuestro diario devenir, nos buscamos a nosotros mismos. Yo copiando humildemente la palabra de Dios sobre estos pergaminos y usted, usted arrastrado más allá de la razón, haciéndose preguntas a sabiendas de que no las puede contestar.


           ***


Este texto está dedicado a las comunidades religiosas de Santo Domingo de Silos y de San Pedro de Cardeña en Burgo.

Lámina 1.  Psalterium Romanum.—S. XIII. BNE
Lámina 2. Alberto Magno, Santo. De laudibus Virginis Mariae.— siglo XV. BNE.

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