No esperaba una típica casa suiza, pero allí estaba. Era una fachada sacada de un libro de Juana Spyri, de planta baja más dos alturas y un tejado a dos aguas que terminaba en dos grandes aleros. Sus contraventanas verdes contrastaban con el blanco de sus muros, dándole un aspecto de casa de muñecas. Su dueño, un diplomático español ya retirado, me había citado allí, en lugar de un balneario que solía frecuentar en Yverdon-les-Bains, cerca de otro lago, el Neuchâtel; no le faltaban motivos para ello, me hubiese perdido muchos detalles de no haber visitado su interior. Juan de Vinuesa y Calafat procedía de una añeja familia aristocrática cuyo padre, del mismo nombre, había sido un apasionado de la arqueología. Comenzó contándome cómo su antecesor, desde bien joven y con una sólida posición financiera había participado intensamente en la vida cultural del Madrid de los veinte. El foco más distinguido y vanguardista era la Residencia de Estudiantes que albergaba la flor y nata de lo que sería una generación de intelectuales irrepetible en España.
—Mi padre se unió con entusiasmo al grupo del Duque de Alba al crear El Comité
Hispano-inglés. —y añadió— No lo creerá joven, pero lo cierto es que aquella institución tan progresista y moderna era en gran parte financiada por nuestra más rancia aristocracia.
—He
oído hablar de ese Comité —le dije— y de las conferencias de personalidades de
la ciencia que promovió.
—Me
quedó grabada en la memoria las impresiones que le causó a mi padre la
conferencia en la Residencia de un arqueólogo británico que visitó Madrid en
1929. Ante los asombrados ojos de unas trescientas personas, el que luego sería
Sir Charles Leonard Woolley, explicó, acompañándose de abundantes fotos y
dibujos, sus descubrimientos en el cementerio Real de Ur. Me contó muchas veces
como aquello fue la causa por la que se entregó en cuerpo y alma a los estudios
orientales y más concretamente al país de Sumer, cuna de la civilización.
—¿Cómo
fue aquella conferencia? —e inquirí—¿Cómo era Woolley?
—Le
causó una honda impresión —contestó mi anfitrión con la pasión que deja la
memoria— Primero de todo un perfecto gentleman, minucioso y profesional. Un
arqueólogo tal como hoy lo entendemos, pero al mismo tiempo un magnífico
publicista de su propia obra, pues no sé cansó de promocionar sus excavaciones
con conferencias por todo el orbe. Mi padre lo admiró siempre. Explicaba sus
asombrosos descubrimientos con ese desinterés muy de los británicos, ya sabe,
la famosa flema, como si no tuviesen importancia; pero con esa mirada de águila
que todo lo escudriña y revisa. Su conferencia no solo se quedó ahí. Estaba
interesado en relacionar sus investigaciones con el relato bíblico e insistió
en hablar de Abraham, Patriarca cuya cuna fue precisamente Ur, y del Diluvio
que tienen un precedente en la epopeya sumeria de Gilgamesh. Sabía que esto
interesaría a la concurrencia, más si cabe, que el oro y los macabros hallazgos
en aquellas tumbas olvidadas.
Mi anfitrión me hizo pasar a la biblioteca. Mi sorpresa fue mayúscula, era como si me hubiera transportado a una casa victoriana con todos los detalles: esculturas, cuadros, relojes, pesadas mesas con patas de bellos torneados, anaqueles llenos de libros, mapas antiguos de oriente próximo en sus muros, armas y otros objetos de la cultura sumeria. Sobre una chimenea decorada con motivos clásicos estaba el retrato de su padre, un rostro sereno y altivo.
—No
sé qué será de esta biblioteca cuando yo muera, mis hijos no tienen interés por
la arqueología. Tal vez termine cediéndola a una sobrina que parece querer
seguir mis estudios, no lo sé. —Me decía esto con pena y resignación, mientras
miraba la reproducción increíblemente bella de un arpa sumeria. Una cabeza de
toro dorada cuya barba eran incrustaciones de lapislázuli. —a fin de cuentas,
esto es el pasado, ahora todo es tecnología e ingeniería financiera.
—¿Su
padre estuvo en las excavaciones de Ur? —le pregunté mientras miraba
detenidamente su pintura en la pared.
—Sí,
desde luego, fue diplomático en Londres un tiempo, antes de ser trasladado a un
consulado en Egipto. En ese primer destino conoció a Woolley, a su mujer
Katherine, todo un carácter; a T.E. Lawrence (el famoso Lawrence de Arabia) y a
otros más. Fíjese en el estandarte de Ur, ¿no es magnífico? Nos dice más de la
sociedad sumeria que sus propios textos. —Mi anfitrión se había parado ante una
de las obras más representativas de la cultura de Sumer— Nos habla de guerras,
de comercio, de impuestos, de la vida cortesana. No ha cambiado tanto la vida
en casi 5000 años, ¿no le parece?
—No,
por desgracia no. —contesté y añadí— es difícil imaginar una Edad de Oro donde
no ocurrieran cosas como las que vivimos hoy.
—En
cierto sentido lo es. Mire esta estancia. Mis objetos del pasado no solo son
sumerios, como esta daga ritual o este sello en forma de rodillo; muebles y
recuerdos, como ese retrato, lo son igualmente. También los viajes que mi padre
hizo en el Orient Express, cuando desde Londres iba camino de Irak y la gente
que conoció allí, no solo a arqueólogos, sino escritores y artistas. ¿Ha leído
alguna novela de Agatha Christie? Quien
no…pues bien, allí se plantó en Ur, una mujer sola en los años 20. Un viaje
increíble en aquella época. Todas esas relaciones y detalles, trenes lujosos y
viajes tortuosos, el gusto por las culturas desaparecidas, los lugares que ya
no existen, o que han cambiado de tal manera que no se les reconoce; todo, absolutamente
todo es solo un recuerdo. Porque aquella época tenia el halo de ver cosas
primigenias en su esencia, que ya no lo tienen. La gente visitaba las
excavaciones y hablaba con los responsables, como si tal cosa. Christie,
conoció allí a su marido, el ayudante de Woolley, Max Mallowan. Mi padre
también fue allí, entre la emoción y la decepción, lo primero por saberse en un
lugar que cita la Biblia y lo segundo porque allí no había más que montículos de tierra
cubiertos de hierba…, y sin embargo vivió una experiencia fundamental y única.
—¿Qué
le atrae más de la cultura sumeria?
—No
lo puedo decir con certeza. El origen desconocido de su etnia; el carácter
primigenio en paralelo cronológico con Egipto; su misteriosa escritura, tan
enigmática coma la jeroglífica; las joyas, dignas de una majestuosa corte de
nuestro tiempo, con materias primas que venían de lejanos lugares; los
zigurats, torres que ponen a los hombres en contacto con los dioses. Siendo
admirador de la cultura egipcia, las culturas mesopotámicas son más híbridas,
más porosas a múltiples influencias de razas y culturas. Una Babel no solo
idiomática sino étnica y religiosa. Supongo que lo habrá leído, pero le
recomiendo un libro clásico. La historia empieza en Sumer, de S.N, Kramer.
—No
lo he leído —confesé.
—Es una visión de la cultura sumeria desde sus textos…es admirable como hace un
repaso, con títulos de capítulos como: La primera escuela, La primera guerra de nervios, la primera reducción de impuestos, la primera sentencia de un tribunal, la primera farmacopea, etc. Todo ello nos hace ver que no hay nada nuevo bajo el sol, pero también que todo rastro de civilización como estos debió tener un primer ejemplo y ese fue en Sumer.
Nos
detenemos ante una vitrina de cristal que contiene un extraño objeto, parece el
tablero de un juego con fichas de dos colores. Me quedo mirando con interés las
bellas taraceas que adornan las casillas, no es regular como el de damas
o ajedrez, pero tiene aire de ser similar. Interrogo con la mirada al
anciano aristócrata.
—Es
sorprendente, ¿verdad? 2600 años A.C, dos tipos como usted y yo jugaban a este
juego desconocido. Fue hallado por Woolley en Ur, y no se conocen sus reglas,
es una lástima; pero por un texto posterior en escritura cuneiforme, se intuye
que era un juego de persecución similar al parchís actual.
—¿Tiene
algún objeto original sumerio? Todo lo que veo aquí parece antiguo.
No se preocupe, no he robado nada, todos estos objetos, incluido ese famoso casco, son reproducciones. A pesar de que el dorado es similar al de nuestros retablos, me costaron una fortuna. Original, original solo guardo algunos fragmentos de cerámica que le regalaron a mi padre en sus visitas a oriente.
Nos
detenemos ante un mapa enmarcado del Creciente Fértil. Sumer en el sur, ocupa
solo una pequeña parte y está señalado por un rectángulo que contiene nombres
míticos como Ur, Uruk, Babilonia, Nippur o Lagash. Tiene esa estética cuidada
de los mapas hechos por los primeros geógrafos, al que se añade el amarillear
de su papel.
—Una
última cuestión, es algo que me pregunto muchas veces, y supongo que todo historiador
lo hace ¿En su caso por qué le fascina el pasado remoto, porqué ese interés?
Abandoné
con cierta sensación de pérdida aquella casa, sabía, que al igual que aquel
mundo investigado por Woolley, desaparecería con su decrépito dueño. Llevarla
en mi retina y escribirla aquí, es cuanto puedo hacer, además de tener presente
que todo desaparece In ictu oculi, que diría Valdés Leal.