La
carretera serpentea agradablemente atravesando suaves cerros cubiertos de
encinas. Hace apenas una hora, ni sabía que me iba a poner en camino, lo cual da
a mi excursión un aire de improvisación más ficticio que real y sin embargo me
hace sentir bien. Mi vehículo no recorrerá un trayecto largo, apenas ese mismo
espacio de tiempo para llegar a mi destino; pero la sensación es que estoy
apartado. Es algo que se puede conseguir sin apenas pensarlo, no vende tanto
como ir al desierto del Sáhara o perderse en las estepas rusas, pero si uno
quiere buscarse a sí mismo en la naturaleza, no hace falta alejarse mucho. La
carretera está plagada de curvas, pero no es mala y no llevo prisa. Es un día
de diario, feriado únicamente para mí, por lo que sin obligaciones a la vista
he cogido la cámara, un cuaderno de notas y me he puesto en camino.
He
dejado atrás varios pueblos tranquilos, a pesar de que las banderitas que
cuelgan de un lado a otro de sus viejas casas anuncian que están en fiestas.
Veo de pasada al atravesar sus calles angostas y entrañables, la torre de sus
iglesias y recuerdo que esta es tierra por donde anduvo Pedro de Tolosa, un
maestro cantero que dejó su impronta renacentista en estas tierras fronterizas
entre las provincias de Toledo y Ávila. La omnipresencia de Gredos es patente
aquí. En la antigüedad, incluso en época medieval la sierra debió ser una
amenaza latente, una presencia abrumadora y aún sobrecoge aproximarse a ella
desde la llanura del Tajo. Para las gentes de las llanuras, la montaña, con sus
imponentes farallones, es vista acaso como la morada de los dioses, y nos aproximamos
a ella como las helénicas gentes se relacionaban con el inaccesible Olimpo.
Mi
destino no estaba fijado de antemano, pero había pensado visitar un castillo.
No tengo ninguna intención de bucear en su historia, cosa que haré seguramente,
solo deseo deleitarme recorriéndolo. Soy algo romántico en ese aspecto, me
aproximaría a él como lo haría en el siglo XIX uno de esos viajeros extranjeros
que, con una fantasía desbordante, dibujaban sus ruinas y contaban historias
imaginadas entre sus muros. Sus lejanos
lectores debían figurarse Castilla como la tierra de la fantasía, poblada de fortalezas
en ruinas, donde la vegetación y las almas de sus moradores daban a sus
desmochadas torres, de aspecto decrépito, un aire de misterio. Mas mi castillo
no está en ruinas ya, ha sido primorosamente reconstruido, y cuando lo califico
así, no lo digo con segundas intenciones. Se ha hecho aquí un trabajo de
primera y para atraer a los visitantes se ha musealizado convenientemente.
Mi
primera impresión al ascender por la cuesta que me lleva a su cerca es volver a
la infancia. Me imagino a mí mismo esperando ávidamente la llegada de mi
hermana a casa tras el trabajo. Lo que trae para mi cumpleaños es pura fantasía
para un niño de mi época, un juego de construcción de un castillo, pequeño aún,
preludio del que tiempo después, ya más grande y complejo, me traerían los
Reyes Magos para las navidades. Creo que nunca he sacado más partido a un
juguete en toda mi niñez. Qué gran poder tiene ésta para vislumbrar nuestra
vida futura.
La
fortaleza tiene dos cercas, una primera más pequeña, la barrera o barbacana de
trazado irregular que rodea al muro principal, defendida por fuertes cubos que
protegen a una cerca rectangular mucho más elevada. Avanzo para cruzar el
puente levadizo sobre el foso y accedo a la primera cerca entre dos torres.
Confieso que, a pesar de mi escasa belicosidad, me dan ganas de ponerme la armadura,
tomar las armas, calarme el yelmo y subir por esas escaleras a defender el
recinto de inexistentes huestes de sarracenos armadas hasta los dientes. Recuerdo
con una sonrisa a Woody Allen diciendo en una de sus películas aquello de: "No
puedo escuchar tanto Wagner... ¡me dan ganas de invadir Polonia!". Sin
duda el ambiente condiciona y lo solitario del lugar da alas a mi imaginación quijotesca.
Un
letrero me indica que se pueden adquirir entradas para la visita en el interior
de la fortaleza. Aún no me topado con un alma, cosa que me extraña, todo parece
abierto. Entro por la puerta principal defendida por un espectacular matacán
que amenaza a los visitantes desde las alturas.
Un
guía del castillo me vende la entrada e indica que antes de la visita debo ver
un video explicativo. Me hace entrar en una sala de proyección con aire de
refectorio de convento, larga, estrecha y muy grande para un solo visitante. Me
sorprendo escuchando las explicaciones del corto sobre la historia del castillo,
más solo que la una y escuchando de fondo a un gato maullar tras una puerta que
hay a mi derecha. Es todo un tanto surrealista, pero tiene su encanto.
Una
vez en el interior del castillo, en lo que sería el patio de armas, el guía y
yo hablamos un rato sobre la fortaleza, su historia y, amablemente contesta a
todas las preguntas que le hago. Su perro guardián nos contempla con desinterés
y una vez comprobado que no soy una amenaza para su dueño se aleja y desaparece
de mí vista. El guía me indica cómo puedo hacer el recorrido por el castillo y
los lugares de interés. Me deja a mi libre albedrío moverme por todo el recinto
sin ninguna restricción más allá de aquellas que son de sentido común. Jamás me
hubiese imaginado algo así, es como un pequeño regalo, teniendo en cuenta que,
en todo el recorrido, que no duraría más de una hora, no me topo con ningún
otro visitante. Solo y entre piedras muchas veces centenarias. ¿Se puede pedir más?
Voy
de sorpresa en sorpresa, tal vez la mitad del recinto principal lo ocupa una
antigua iglesia gótica. Se mantienen en pie sus bellos pilares y el arranque de
sus arcos apuntados, con las siempre extrañas marcas de cantería,
aleatoriamente repartidas aquí y allá en sus bien trabajadas formas. Es una
iglesia de tres naves, amplia, rematada por un elevado ábside. En realidad, la
iglesia precede en el tiempo al castillo, que aprovechó su enorme cabecera para
convertirla en una impresionante torre del homenaje semicircular. Lo extraño de
esta iglesia no es que se convirtiera en fortaleza, hay muchos ejemplos de
ello, sino sus dimensiones, sorpresivamente grandes en el siglo XIII, para dar
consuelo espiritual a la que no sería entonces más que una pequeña aldea.
Accedo
a la otra parte del recinto, un palacio a todas luces renacentista, con sus
bellas arquerías, su escalera precedida de un magnífico arco sobre capiteles
ménsulas, y llego a los corredores de la primera planta que me dan una
panorámica del patio magnifica. En las enjutas de los arcos se ven los blasones
de sus antiguos dueños: el menguante lunar de Don Álvaro de Luna y el mantelado
sobre dragón de Don Beltrán de las Cuevas, signos de pasadas glorias. Todo de
buena cantería, muy reconstruido eso sí, pero respetando lo existente y
distinguiéndolo de lo nuevo.
Estoy
ansioso por subir a las alturas, a pesar de saber que lo pasaré regular. Mi mal
de altura se ha acrecentado con el tiempo. El vértigo no viene del temor a
caerse, sino de la atracción que ejercen los abismos. No sé si fue Sartre el
que dijo aquello de que: “…lo peligroso de subirse a un muro alto no es que
puedas caerte, es que puedes tirarte”. En
fin, lo cierto es que llego a la parte de arriba del ábside sobre la torre del homenaje,
pero allí no hay una panorámica del exterior, está solo parcialmente
reconstruido. Sin embargo, descubro que, para llegar a una interesante torre
albarrana, similar en función a las que hay en la Ciudad Invisible, tengo que pasar por un adarve que apenas mide
ochenta centímetros de ancho. A un lado del adarve están las almenas, y el
vació al otro solo separados por una, para mí, invisible barandilla. Calculo
que son unos cincuenta o sesenta metros que se me van a hacer muy largos. Los atravieso
como un caballero medieval accede a un ordalía necesaria para probar su valor.
Aprecio
desde allí el panorama interior, el solar de la iglesia, e imagino a feligreses
del pasado escuchando las incomprensibles palabras latinas del sacerdote.
También conjeturo la sombra de silenciosos centinelas en las negras y frías
noches de invierno, gente anónima, ánimas tal vez perdidas, tal vez unidas a Dios
para siempre. Únicamente los blasones hablan de nombres, pero ¿qué son los
nombres? ¿Qué es verdaderamente la memoria, un símbolo, una realidad? Estos
pensamientos me retrotraen a pasadas lecturas. “…los grandes de antaño, las
ciudades famosas, las bellas princesas, todo se lo traga la nada.”[1] Nos da
miedo el vacío, nos da miedo saber que no seremos, como no lo fuimos. Tal vez
por estas razones construimos, creamos arte, escribimos, luchamos y amamos,
tenemos fe, gobernamos y vamos más allá que otros. Pretendemos permanecer, seguir
viviendo, no sé si como lo decía Unamuno.
“No quiero morirme, no,
no quiero ni quiero quererlo; quiero vivir siempre, siempre, siempre, y vivir
yo este pobre yo que me soy y me siento ser ahora y aquí…”
Salgo
del castillo con una sensación agridulce, el recorrido no muy largo me ha
regalado multitud de sensaciones: misterio, admiración, eternidad, euforia al
vencer el vértigo, sensación de pérdida y miedo existencial. Todo ello te lo
puede dar una pequeña excursión sin pretensiones, sin intención apenas, aunque
tal vez ese apenas no necesite mucho para hacer germinar la imaginación.
Vuelvo
a mirar los muros, y siento los murmullos del pasado, susurros que las secretas
piedras mantienen en el tiempo, porque únicamente ellas parecen imperecederas,
solo ellas resisten, tienen memoria y dan fe de las gentes que las habitaron.