Las
ciudades, incluso las más olvidadas, tienen lugares misteriosamente agradables
si se sabe buscarlos. No es mi caso, desde luego, pues yo descubro esos sitios
más por casualidad que por intención. Fue esto último lo que ocurrió cuando
visité la Ciudad Invisible hace unos
días.
Resultó
que el lugar en cuestión era un antiguo claustro convertido en escuela y más
tarde en taller de artistas. En ese claustro había vivido yo no pocos episodios
de mi niñez y ahora, al visitarlo, siento el paso del tiempo con algo que está
muy cercano a la nostalgia.
Recorrí
mi antigua clase entre mesas repletas de formas de porcelanas y lozas, todas de
un blanco inmaculado bañadas por la intensa luz de la primavera. Me detuve en
unos centros de mesa que esa luz convertía en objetos misteriosos, me
recordaron las sintéticas esculturas de Brancuzi, de formas puras y condensadas.
Estos centros eran minimalistas rostros que inducen a la calma y a la
reflexión.

Luego,
ambos me explicaron las técnicas que desde antiguo se han aplicado a la
decoración del humilde barro, de las más modestas de raíces neolíticas, a las
sublimes piezas de las cerámicas rojas y negras del arte griego. Laura estudió
bellas artes y me confesó que se había pasado al barro porque deseaba mancharse
las manos con ese material dúctil y primigenio, generador de mitos. Es como
volver a la tierra misma, a la diosa madre de todo cuanto existe. Eso es lo que
parece buscar esta pareja que tiene el arte como oficio. En sus diseños coexisten
formas regulares, contenedores de la nada, que son en sí mismas contenido. Junto
a estas, otras, irregulares y ondulantes, asimétricas, parecen sacadas de un
recóndito lugar donde viven los sueños.
Volví
a sentir aquello que me acompaña cada vez que contemplo una obra de arte: El
saber que solo ellos, los artífices, pueden mostrar su alma al mundo; y que los
demás, aquellos que la admiramos, tan solo mostramos balbucientes, míseros
girones de la nuestra. Este sentimiento es lo más cercano a la inmortalidad que
he podido sentir. Lo puedo hacer porque ellos han indagado las formas que
simbólicamente me conducen a ella.
Pero
no todo aquí son cacharros contenedores de la nada, también descubro, medio
escondida entre tarros y mesas llenas de vasos y cuencos, alguna figura
antropomorfa probablemente obtenida de una mezcla de mitos a los que la
racionalidad sucumbe satisfecha. Más allá, en las vitrinas de una corta
exposición, seres de pesadilla, cercanos a primitivos habitantes del planeta de
eras ya olvidadas, configuran una extraña serie. Laura llama a estas obras Exoesqueletos. Hechos de porcelana o
gres, están ejecutados con una técnica en la que interviene la celulosa para
dar forma a estos eslabones articulados. El resultado son seres nacidos de recuerdos
fóbicos, de oníricos infiernos a los que la mente acude tal vez buscando
liberarse de la férrea cordura.
Soy
plenamente consciente de que las obras de arte son puertas al inframundo de la
mente, tal vez a un inconsciente individual más que colectivo, pues es eso lo
que hace que el arte no tenga fin y no sea sino una larga evolución de nuestros
miedos y esperanzas, mas con una visión muy personal de los mismos. Lo curioso
es que esas visiones personales apabullan y siendo tan internas, nos conectan
con los otros, y ese es el misterio.
Pero,
¿qué nexo de unión hay entre el artista y el observador que hace a aquellos
referentes y que provoca al que los admira sentimientos de asombro y respeto?
Sin duda la emoción.
Mucho
se ha escrito en filosofía sobre arte y estética, pero, en este caso me quedo
con un hombre que buscó en la filosofía práctica y en la educación el cambio
necesario en toda sociedad. Además, fue el pensador de la democracia, el
liberalismo y el progresismo, me estoy refiriendo a John Dewey, filósofo
norteamericano. Decía él que todo conocimiento remite a la experiencia y que
esta tiene en sí misma una dimensión estética. El arte como expresión de
emociones es experiencia. Decía que para la producción de una obra de arte es
necesario contar con una carga emotiva, en la cual esté acumulada la
experiencia pasada del individuo y que, por tanto, esté presente su
personalidad entera[i].
Y, como quiera que, lo único que es común a ambos: artífice y admirador, es la
emoción, es esta última la que los conecta.


Ninguna
obra terminada alejada de este ambiente, da fe de este lugar. Todo aquí remite
a los misterios de la creación, a un Dios eterno que modela formas a partir de
un magma ignoto, tocado por un don misterioso. Esa luz que se filtra por los ventanales
de este claustro olvidado es la luz del cosmos, del orden inmemorial que está
en contraposición a esa masa amorfa, a ese caolín brillante y atrayente que es
promesa en el caos.
[i] SAVATER, Fernado: “John Dewey, el pensador de la
educación”. Ensayo en: La aventura de Pensar. Penguin Random House, 2011, Pag.
211.
Me encanta. Gracias.
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