Las
ciudades, incluso las más olvidadas, tienen lugares misteriosamente agradables
si se sabe buscarlos. No es mi caso, desde luego, pues yo descubro esos sitios
más por casualidad que por intención. Fue esto último lo que ocurrió cuando
visité la Ciudad Invisible hace unos
días.
Había
quedado con Laura para hacerle un pequeño encargo artístico y descubrí para mi
sorpresa que la que yo creía ilustradora era, además de esto, una artista
completa que no se dejaba seducir solo por lo que los eruditos llaman artes
mayores. Me invitó, una vez hecho el encargo, a que visitara su taller, a lo
que accedí gustoso.
Resultó
que el lugar en cuestión era un antiguo claustro convertido en escuela y más
tarde en taller de artistas. En ese claustro había vivido yo no pocos episodios
de mi niñez y ahora, al visitarlo, siento el paso del tiempo con algo que está
muy cercano a la nostalgia.
Recorrí
mi antigua clase entre mesas repletas de formas de porcelanas y lozas, todas de
un blanco inmaculado bañadas por la intensa luz de la primavera. Me detuve en
unos centros de mesa que esa luz convertía en objetos misteriosos, me
recordaron las sintéticas esculturas de Brancuzi, de formas puras y condensadas.
Estos centros eran minimalistas rostros que inducen a la calma y a la
reflexión.
Al
final del taller, una estancia larga, un hombre se afanaba en su tarea. Estaba
justamente en el mismo lugar en el que don Manuel, aquel maestro inolvidable,
me enseñó a mirar con ojos curiosos todo cuanto a mi alrededor ocurría. Gustavo,
que así se llama el artista, me recibió con una amplia y franca sonrisa
mientras seguía trabajando en una de sus piezas. Me explicó lo que estaba
haciendo: un cuenco decorado con la técnica del esgrafiado.
Luego,
ambos me explicaron las técnicas que desde antiguo se han aplicado a la
decoración del humilde barro, de las más modestas de raíces neolíticas, a las
sublimes piezas de las cerámicas rojas y negras del arte griego. Laura estudió
bellas artes y me confesó que se había pasado al barro porque deseaba mancharse
las manos con ese material dúctil y primigenio, generador de mitos. Es como
volver a la tierra misma, a la diosa madre de todo cuanto existe. Eso es lo que
parece buscar esta pareja que tiene el arte como oficio. En sus diseños coexisten
formas regulares, contenedores de la nada, que son en sí mismas contenido. Junto
a estas, otras, irregulares y ondulantes, asimétricas, parecen sacadas de un
recóndito lugar donde viven los sueños.
Volví
a sentir aquello que me acompaña cada vez que contemplo una obra de arte: El
saber que solo ellos, los artífices, pueden mostrar su alma al mundo; y que los
demás, aquellos que la admiramos, tan solo mostramos balbucientes, míseros
girones de la nuestra. Este sentimiento es lo más cercano a la inmortalidad que
he podido sentir. Lo puedo hacer porque ellos han indagado las formas que
simbólicamente me conducen a ella.
Pero
no todo aquí son cacharros contenedores de la nada, también descubro, medio
escondida entre tarros y mesas llenas de vasos y cuencos, alguna figura
antropomorfa probablemente obtenida de una mezcla de mitos a los que la
racionalidad sucumbe satisfecha. Más allá, en las vitrinas de una corta
exposición, seres de pesadilla, cercanos a primitivos habitantes del planeta de
eras ya olvidadas, configuran una extraña serie. Laura llama a estas obras Exoesqueletos. Hechos de porcelana o
gres, están ejecutados con una técnica en la que interviene la celulosa para
dar forma a estos eslabones articulados. El resultado son seres nacidos de recuerdos
fóbicos, de oníricos infiernos a los que la mente acude tal vez buscando
liberarse de la férrea cordura.
Soy
plenamente consciente de que las obras de arte son puertas al inframundo de la
mente, tal vez a un inconsciente individual más que colectivo, pues es eso lo
que hace que el arte no tenga fin y no sea sino una larga evolución de nuestros
miedos y esperanzas, mas con una visión muy personal de los mismos. Lo curioso
es que esas visiones personales apabullan y siendo tan internas, nos conectan
con los otros, y ese es el misterio.
Pero,
¿qué nexo de unión hay entre el artista y el observador que hace a aquellos
referentes y que provoca al que los admira sentimientos de asombro y respeto?
Sin duda la emoción.
Mucho
se ha escrito en filosofía sobre arte y estética, pero, en este caso me quedo
con un hombre que buscó en la filosofía práctica y en la educación el cambio
necesario en toda sociedad. Además, fue el pensador de la democracia, el
liberalismo y el progresismo, me estoy refiriendo a John Dewey, filósofo
norteamericano. Decía él que todo conocimiento remite a la experiencia y que
esta tiene en sí misma una dimensión estética. El arte como expresión de
emociones es experiencia. Decía que para la producción de una obra de arte es
necesario contar con una carga emotiva, en la cual esté acumulada la
experiencia pasada del individuo y que, por tanto, esté presente su
personalidad entera[i].
Y, como quiera que, lo único que es común a ambos: artífice y admirador, es la
emoción, es esta última la que los conecta.
En
una de las múltiples mesas de trabajo que tiene el taller, observo curioso las
fases que llevan a una obra terminada. Sobre la mesa, el dibujo apoyado en la
pared de un violín trazado en un folio. En la mesa, tumbadas las piezas de barro
dando formas a dicho violín y, en las vitrinas, la obra terminada ejecutada con
un guiño a celebérrimas decoraciones renacentistas que, aún hoy, dan fama a la Ciudad Invisible. Observo que hay
muestras de esta última en el taller, pero no son generalidad, como si ellos
quisieran romper con el academicismo, con la tradición y crear algo nuevo, como
ocurre con cada generación de artistas. Huir de lo establecido no es ser
hereje, si hablamos de esa herejía todo artista lo es. Deben romper moldes para
dar expresión a su arte, de otro modo no plasmarían su alma en las piezas.
Entrar
en un taller de pintura, escultura o de cualquier arte, es una experiencia
única. Ningún museo, ninguna sala de exposiciones o galería por extraordinario
que sea su contenido puede igualar en sensaciones a respirar ese ambiente,
porque es allí donde se plasman los sueños, donde toman forma las ideas
inicialmente amorfas de la volátil imaginación. Es allí donde el ser humano se
diferencia de sus iguales, a través de una alquímica fórmula que solo ellos,
los artífices, conocen.
Ninguna
obra terminada alejada de este ambiente, da fe de este lugar. Todo aquí remite
a los misterios de la creación, a un Dios eterno que modela formas a partir de
un magma ignoto, tocado por un don misterioso. Esa luz que se filtra por los ventanales
de este claustro olvidado es la luz del cosmos, del orden inmemorial que está
en contraposición a esa masa amorfa, a ese caolín brillante y atrayente que es
promesa en el caos.
[i] SAVATER, Fernado: “John Dewey, el pensador de la
educación”. Ensayo en: La aventura de Pensar. Penguin Random House, 2011, Pag.
211.