Realidad
y representación, vida o descripción de la vida, ¿qué las diferencia? ¿Acaso
cuando intentamos descubrir este enigma no vivimos, no existimos más si
buscamos sus secretos, sus hilos conductores, sus ocultas estructuras?
Viajo en el metro mirando hacia la
negrura del túnel. El cristal me devuelve mi imagen y la de los otros en
continuo movimiento. Los observo con detenimiento, leyendo, hablando entre
ellos, distraídos unos, concentrados en sus pensamientos otros. Luego vuelvo la
vista hacia el interior. La nitidez de la escena, aparentemente la misma pero
invertida, no cambia mi percepción de aquellos que he observado. Siguen a lo
suyo, como si yo no existiese.
Recorro largos pasillos y subo escaleras
hasta salir al ruido exterior, al que siempre salgo con desamparo, como si las
entrañas de la tierra me protegiesen, pero la sensación dura un segundo, luego
todo vuelve a la normalidad. Choco con alguien, nos miramos sorprendidos y
descubro que es J., un amigo de la adolescencia al que no veo desde hace años.
Es sábado, iba al parque a leer y recibir el sol de invierno; sin embargo me
convence para que le acompañe. Le sigo sin preguntar.
Bordeamos
El Retiro mientras nos ponemos al día de nuestras respectivas vidas. Ambos
seguimos buscando el Dorado que perseguíamos de jóvenes, un poco más viejos y
menos exaltados. J. ha perdió a su mujer hace años y vive solo desde entonces.
Su mirada ha perdido el brillo de otros tiempos, pero sigue siendo el mismo:
agradable, buen conversador y cercano, siempre cercano.
Me
dice que vamos al estudio de una magnífica retratista, una amiga de los tiempos
de la universidad que estudió Bellas Artes. No lo confiesa, pero fue medio
novia suya entonces y creo que lo vuelve a ser ahora. Subimos los escalones de
madera de la vetusta escalera, su ruido sordo me devuelve a los tiempos en que
visitaba a mi tía en Ventura Rodríguez. Hace tanto, que esos recuerdos parecen
sueños. La madera amortigua el sonido de nuestra voz, que instintivamente
bajamos como si temiésemos ser escuchados, como si nuestras palabras pudieran
dañar a alguien.
La
puerta tiene una mirilla de rejilla y un timbre negro, pequeño, tan viejo que
no comprendo cómo funciona aún; lo hace con un sonido estridente, perentorio.
Escucho pasos que se aproximan desde lo que parece un pasillo largo y oscuro;
sin embargo, al abrir la puerta, la luz lo inunda todo. El pasillo es largo, en
efecto, pero un ventanal corrido lo baña de luz. La chica es algo más joven que
J. o tal vez solo lo aparenta, pues largas trenzas rubias que le caen por los
hombros le dan un aspecto juvenil. Nos hace pasar a una sala y nos invita a
café. Ninguno de los dos rehusamos, no hay bebida más conciliadora con la
conversación, ni aroma que acompañe mejor una tertulia que el efímero café.
Enseguida
descubro por qué J. está interesado en esta chica, su conversación es tan aguda
y agradable como la suya. Acompaña sus comentarios de una suave sonrisa, que
contrasta con una mirada incisiva que convence más que sus palabras. Sus manos
se mueven al compás de su voz y de sus pensamientos. Nada hay en su naturaleza
que resulte ruidoso o fuera de lugar, trasmite calma.
Enseguida
hablamos de arte, de sus retratos, a los que ella no da ningún valor, salvo aquel
que le permite la subsistencia. Me recuerda al personaje protagonista de Manual de Pintura y caligrafía, de
Saramago. Nos hace pasar a una sala más luminosa aún que el pasillo por donde
hemos entrado. En un caballete reposa un retrato inconcluso de un hombre maduro
con un semblante sombrío y autoritario. Le pregunto si todavía hoy hay gente
que prefiere esto a una foto bien ejecutada.
—Un
motivo diferenciador supongo—me dice—. La vanidad es un componente del arte de
todos los tiempos. La foto, incluso una buena foto, está al alcance de todos;
un retrato al óleo, largo tiempo ejecutado, menos.
—Es
excelente, —le comento mientras J. asiente complacido—no has hecho concesiones
al carácter del cliente. ¿No se siente aludido al respecto?
—No
pienso que le importe, es más, lo que pretende al colgarlo en su despacho es intimidar
a quien esté al otro lado de la mesa.
Luego
nos adentramos más en su casa y compruebo con sorpresa que hay otro estudio más
pequeño e íntimo. Descubro otro caballete que sostiene una obra totalmente
distinta, y conocida.
—Este
es mi lugar de meditación e investigación.
—
¿Investigación?— Le comento sorprendido.
—No
hago arte, solo investigo acerca de él.
Miro a J. al que interrogo con la
mirada; el retrato de la otra sala bastaría para no dudar de que lo sea. Recorro
con la mirada el lienzo, es una obra de Magritte, la conozco bien, se titula: La condición humana; pero algo no
encaja, no es el mismo cuadro, le falta algo, ha desaparecido el caballete. La
doble representación no está, lo que lo convierte en un vulgar cuadro de
paisaje, o no tan vulgar, si sabemos la procedencia de la idea. La puerta da al
mar, y la pelota está ahí, pero en la arena, no dentro de la casa. El resto es
todo igual, las tonalidades, la luz, el misterio de las aguas y la mirada del
observador, que permanece en el interior.
Le
interrogo con la mirada, ella solo sonríe, no me contesta y vuelve a su
trabajo. Los fines de semana que se siente con fuerza pinta lo que desea, eso
me cuenta después; pero lo que desea, según ella no es pintura, sino
investigación y ahora está con Magritte, descomponiendo sus cuadros, que es
tanto decir como sus pensamientos. Giro mi mirada para apreciar otros lienzos, sin
terminar también, en distintos caballetes. Reconozco El imperio de las luces, mas no tiene el cielo azul; El arte de la conversación, sin el
mensaje escrito en esas piedras milenarias y como no, la famosa pipa, carente
de texto aclarativo de lo que no es.
—¿Por
qué no acabas las obras?—indago.
—No
es necesario acabarlas, al menos por el momento—me contesta sin mirarme—no
estoy creando arte sino buscando el misterio que envuelve el de otros.
—Es
curioso que él tampoco se considerara un artista,—aclaro— sino un pensador; sin
embargo creo que ambos lo sois. Incluso tus cuadros interpretativos de Magritte
lo son.
—En
ese caso todos somos artistas. ¿A qué te dedicas tú?—contraataca.
—No
sabría contestar a eso, se puede decir que escribo, aunque pienso que soy más
un observador, pero para nada artista.
—¿Acaso
cuando escribes no interpones entre el texto y tú algo o alguien, no
representas, no reinterpretas la realidad? Mira este cuadro—me dice mientras
levanta una tela para desvelar otro cuadro de Magritte. El lienzo en cuestión
es Reproducción prohibida, un hombre
mirándose en un espejo que, en el cuadro del autor, se ve de espaldas, lo cual
es imposible. En la reinterpretación de mi interlocutora el hombre se ve reflejado
pero no tiene cara, todavía no.
—Cuando
termine su rostro, ¿crees que será más convincente que el de Magritte? Estas
palabras las dice con cierta vehemencia.
—Es
evidente que has eliminado la transgresión que él incorporó. En ese caso eso
parece, es más verosímil, supongo.
—Su
mensaje burlón lo he eliminado, sí, pero, — y esto lo dice sonriendo— ¿realmente
es un hombre mirándose al espejo?
Sonrío, es evidente que la chica de las coletas me saca tres cuerpos de
ventaja en esta carrera. Recuerdo la pipa y el barullo que generó el mensaje
que le acompañaba. Esto no es una pipa.
Y de como Magritte se divertía escuchando la retorcidas explicaciones que otros
hacían sobre sus obras. Las imágenes o el lenguaje, son meras interpretaciones
de la realidad, no la realidad misma, ni las unas ni los otros pueden
sustituirla; aunque son en esencia arte, en cuanto a que emanan de nuestro
interior, en eso radica su valor. Estamos, no obstante, tan sumergidos en
iconografía que ya apenas la distinguimos de la realidad. El cine, la
televisión, la cultura de masas de la que se nutren, ha roto la barrera que nos
separa de ella.
A
la hora de comer bajamos los tres a un restaurante recoleto de su calle. La
intimidad que se respira en él, se presta para continuar hablando de arte, de surrealismo
y, por supuesto, de Magritte. También de futuro y de proyectos, artísticos o
vitales, quien sabe en qué se diferencian. Contemplando a mis interlocutores
descubro sus lazos, aquellos que apenas se aprecian a simple vista, y que van más
allá de las palabras y se traducen en gestos, en sutiles rastros llenos de
esperanza. En un increíble juego de fantasía imagino a la mujer representando
al hombre en una pintura donde ella también está incluida, a la manera de La tentativa imposible de Magritte
representando a su mujer Georgette, el único amor de su vida. Sonrío al pensar
en la transgresión, el mito de Pigmalión a la inversa, y convengo que hubiese
sido del gusto del burlón de Magritte.