jueves, 1 de octubre de 2015

De lo sublime





          
 Sé un mundo para ti mismo en solitarios lugares. Tibulo, IV, 13, 12.


        Tuve noticia del castro hace tiempo, pero no fue sino al regreso de un viaje de estudios cuando se dio la ocasión de visitarlo. Aquella tarde tenía también elementos disuasorios para no hacerlo, pero me dije que seguramente no volvería a darse la oportunidad. Creemos que las cosas ocurren o pueden ocurrir infinitas veces en nuestra vida; sin embargo, como dice Paul Bowles al final de un bellísimo párrafo en El cielo protector, las cosas nos ocurren solo un número de veces, menos de las que pensamos y…”sin embargo todo parece ilimitado”. El recuerdo de su lectura me hizo dar el intermitente y entrar en una carretera secundaria que, tras pasar un pequeño pueblo, se convirtió en una pista de tierra. Las indicaciones acerca de las ruinas eran cada vez más toscas y el camino serpenteaba entre suaves lomas al pie de los ricos. Al final la pista acabó en una pequeña explanada donde debía dejar el coche y comenzar la ascensión.
        Miré las alturas y no vi rastro de ningún sendero, tan solo la vaga indicación de una flecha que, mal clavada en un poste, me indicaba la dirección a seguir. Todavía era temprano. pero desconocía el recorrido y tal vez tuviese que darme la vuelta si el ascenso era demasiado largo, así que comencé a subir sin pensarlo. Al poco, entre unas peñas, a unos doscientos metros más arriba, pude ver un pequeño mojón pintado que supuse era la primera “miguita” del camino. Me he hizo gracia el sistema, sin duda el que lo ideó conocía el cuento de Perrault y ahora yo era un extraño Pulgarcito siguiendo mojones de piedra hasta mi destino en la cima. No pude atisbar el siguiente mojón hasta que no llegué al primero y así me fui moviendo entre enormes bloque de granito y monte bajo hasta lo que parecía la cumbre del cerro. En realidad se sucedieron mojones y cerros, uno tras otro, sin vislumbrar el final. 
        Calculé que llevaba una hora ascendiendo cuando aparecieron ante mí las primeras defensas del castro. Consistían estas en una acumulación de mampuestos muy irregulares en tamaño, pero bien encajados para formar una muralla compacta, sin argamasa visible, que en tiempos debió formar una defensa temible. Pasé por lo que consideré la puerta y un trecho más arriba, pude ver lo que era en realidad la muralla principal. Esperaba encontrar una acumulación de viviendas tras ella, pero me sorprendió ver que, dentro del recinto, seguía teniendo el mismo paisaje que fuera y se distinguían tenuemente las señales que me decían que aquel lugar había sido en tiempos, más de dos mil años atrás, el hogar de seres humanos.
        En una zona privilegia por su vista y su situación admiré lo que entendí que sería un altar o lugar de culto sobre una gran roca de granito, solo unos escalones tallados en la misma lo delataban. Era un lugar de sacrificios, de cultos olvidados, ancestrales, de ofrendas a dioses que han perdido nuestro favor, a los que ya nadie venera ni recuerda.
        Me senté en el último peldaño y contemplé el paisaje. Las alturas, la soledad y el silencio del lugar me envolvieron. Se creó una extraña atmosfera de misterio, un rumor lejano que llegaba de las cumbres y de aquella vasta llanura inabarcable. Aquello me transportó a lugares desconocidos de mi mente, aquellos que rara vez visito. Tuve una indescriptible sensación de gozo y de terror a un tiempo, como si los eones que se necesitaron para formar aquellas piedras se materializaran delante de mí y me mostraran la necesaria humildad para comprender aquello.
        En mi memoria se agolparon los cuadros de Caspar David Friedrich, con sus parajes desolados y la presencia de una naturaleza abrumadora. Ella situaba al individuo en su verdadera dimensión, como un ser vivo más, limitado, débil, de una fragilidad extrema. Es algo que olvidamos, o queremos olvidar cuando vivimos encerrados en nuestro sordo y estéril mundo cotidiano. La naturaleza sin embargo, nos desvela, hace que miremos nuestro interior, como no lo hacemos jamás en presencia de nuestros semejantes. Sí, nuestro espíritu gregario nos acuna, limita la sensación de inseguridad, adormece frente a la realidad. La individualidad desaparece en el rebaño, es el precio que hay que pagar para sentirnos tranquilos.
        La belleza del paisaje era innegable. Desde aquella acrópolis inmemorial, perdida, dominaba una llanura inmensa. Me sentí como El caminante sobre el mar de nubes, temeroso de asomarme al precipicio pero al mismo tiempo atraído por él. Y descubrí aquello que los románticos llamaban sublime, que tiempo antes Kant había descrito muy bien en el ensayo: Lo bello y lo sublime. Ello se descubre en el desasosiego de lo inconmensurable, de lo eterno, de lo únicamente dominado por la divinidad, o al alcance de ella. El creyente verá en esta eternidad de las formas la obra de Dios y así era vista por Friedrich en algunos de sus cuadros. En ellos aparece la figura del crucificado en las cumbres, símbolo de esperanza ante la aterradora dimensión de la naturaleza.
        Junté mis rodillas, apoyé mi rostro entre ellas y me arrullé a mi mismo en insólitos pensamientos. Imaginé a Marlow, el protagonista de El corazón de las tinieblas, adentrándose en oscuros y silenciosos senderos fluviales. Siempre, naturalmente, en busca de Kurtz, ese personaje mítico, oculto en lo más profundo de la selva. Ese viaje iniciático, de una terrorífica belleza, es fielmente interpretado por Coppola en su personal adaptación de la novela: Apocalypse Now. Qué lejos están todos esos paisajes de leyenda del sitio donde estaba, qué diferentes son los personajes que pueblan esas historias de los de nuestra experiencia y, sin embargo, hay algo común a todo ello: lo sublime. Todo ser humano, tarde o temprano, sentirá la necesidad de buscarse a sí mismo en lo desproporcionado, en lo misterioso de la naturaleza. Los más tardíos, los reticentes, aquellos descreído de lo inexorable, lo harán a la hora de la muerte; pero lo normal es que ocurra antes, mucho antes, en la mitad de camino, cuando aun queden muchos crepúsculos por contemplar. Antes de sentir lo que Conrad le hace decir a Kurtz:
         La vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo que llega demasiado tarde y una cosecha de remordimientos inextinguibles. Yo he luchado a brazo partido con la muerte. Es la disputa menos emocionante que podéis imaginar. Tiene lugar en una indiferencia impalpable, sin  nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin el gran deseo de victoria, sin el gran miedo a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en tu propio derecho y todavía menos en el del adversario.
Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree.

        La luz progresivamente iba cambiando, aún quedaba tiempo hasta que la negrura cubriese aquel lugar, pero ciertos tonos en el color de la piedra delataban su inexorable triunfo, era hora de volver a bajar. Mientras buscaba la salida del recinto, me vino a la mente una vieja película de hace más de cuarenta años, en la que un joven Robert Redford interpreta a un hombre que se busca a sí mismo en las soledades de las montañas Rocosas. Lo hace cazando y luchando contra los elementos, los indios y contra sí mismo en un camino que según él, le debe llevar a Canadá. Las aventuras de Jeremiah Johnson son un bello alegato de la naturaleza, y de como ella, sin alma ni sentido de la piedad, nos arrebata cuanto creemos haberle arrancado. Pero Jeremíah lo entiende bien, sabe que ese es el precio de ser, de existir, de sentirse vivo, de aquello que nos hace humanos frente todo cuando nos arrolla. En palabras de Pascal:
        El hombre es solo una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo; un vapor, una gota de agua basta para matarle. Pero aunque el universo le aplaste, el hombre seguiría siendo superior a lo que le mata; porque sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo no la conoce.
        Comprendí entonces por qué muchos eligen la soledad y el silencio, por qué pierden la vida buscando no se sabe qué misterio en los lugares más olvidados del planeta, al tiempo que en los más oscuros recodos de la mente. Todos ellos son eremitas, aunque no sepan que lo son, porque aquello que buscan no está fuera de ellos, sino en su interior. El viaje, la soledad, lo apartado del camino no son sino excusas, un bebedizo para entrar en trance y así poder visitar su mundo interior. Ese paisaje tenebroso y excelso a la vez, que solo unos pocos se atreven a mirar, porque en él no solo se encuentras nuestras esencias divinas sino también y esto es lo que nos da pavor, el oscuro rostro de nuestros demonios interiores.



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