Sé
un mundo para ti mismo en solitarios lugares. Tibulo,
IV, 13, 12.
Tuve noticia del castro hace tiempo, pero no fue sino al regreso de un viaje de estudios cuando se dio la ocasión de visitarlo. Aquella tarde tenía también elementos disuasorios para no hacerlo, pero me dije que seguramente no volvería a darse la oportunidad. Creemos que las cosas ocurren o pueden ocurrir infinitas veces en nuestra vida; sin embargo, como dice Paul Bowles al final de un bellísimo párrafo en El cielo protector, las cosas nos ocurren solo un número de veces, menos de las que pensamos y…”sin embargo todo parece ilimitado”. El recuerdo de su lectura me hizo dar el intermitente y entrar en una carretera secundaria que, tras pasar un pequeño pueblo, se convirtió en una pista de tierra. Las indicaciones acerca de las ruinas eran cada vez más toscas y el camino serpenteaba entre suaves lomas al pie de los ricos. Al final la pista acabó en una pequeña explanada donde debía dejar el coche y comenzar la ascensión.
Miré las alturas y no vi rastro de
ningún sendero, tan solo la vaga indicación de una flecha que, mal clavada en
un poste, me indicaba la dirección a seguir. Todavía era temprano. pero
desconocía el recorrido y tal vez tuviese que darme la vuelta si el ascenso era
demasiado largo, así que comencé a subir sin pensarlo. Al poco, entre unas
peñas, a unos doscientos metros más arriba, pude ver un pequeño mojón pintado
que supuse era la primera “miguita” del camino. Me he hizo gracia el sistema,
sin duda el que lo ideó conocía el cuento de Perrault y ahora yo era un extraño
Pulgarcito siguiendo mojones de piedra hasta mi destino en la cima. No pude
atisbar el siguiente mojón hasta que no llegué al primero y así me fui moviendo
entre enormes bloque de granito y monte bajo hasta lo que parecía la cumbre del
cerro. En realidad se sucedieron mojones y cerros, uno tras otro, sin
vislumbrar el final.
Calculé que llevaba una hora ascendiendo cuando
aparecieron ante mí las primeras defensas del castro. Consistían estas en una
acumulación de mampuestos muy irregulares en tamaño, pero bien encajados para formar
una muralla compacta, sin argamasa visible, que en tiempos debió formar una
defensa temible. Pasé por lo que consideré la puerta y un trecho más arriba, pude
ver lo que era en realidad la muralla principal. Esperaba encontrar una
acumulación de viviendas tras ella, pero me sorprendió ver que, dentro del
recinto, seguía teniendo el mismo paisaje que fuera y se distinguían tenuemente
las señales que me decían que aquel lugar había sido en tiempos, más de dos mil
años atrás, el hogar de seres humanos.
En una zona privilegia por su vista y su
situación admiré lo que entendí que sería un altar o lugar de culto sobre una
gran roca de granito, solo unos escalones tallados en la misma lo delataban. Era
un lugar de sacrificios, de cultos olvidados, ancestrales, de ofrendas a dioses
que han perdido nuestro favor, a los que ya nadie venera ni recuerda.
Me senté en el último peldaño y
contemplé el paisaje. Las alturas, la soledad y el silencio del lugar me
envolvieron. Se creó una extraña atmosfera de misterio, un rumor lejano que
llegaba de las cumbres y de aquella vasta llanura inabarcable. Aquello me
transportó a lugares desconocidos de mi mente, aquellos que rara vez visito.
Tuve una indescriptible sensación de gozo y de terror a un tiempo, como si los
eones que se necesitaron para formar aquellas piedras se materializaran delante
de mí y me mostraran la necesaria humildad para comprender aquello.
En mi memoria se agolparon los cuadros
de Caspar David Friedrich, con sus parajes desolados y la presencia de una
naturaleza abrumadora. Ella situaba al individuo en su verdadera dimensión, como
un ser vivo más, limitado, débil, de una fragilidad extrema. Es algo que
olvidamos, o queremos olvidar cuando vivimos encerrados en nuestro sordo y
estéril mundo cotidiano. La naturaleza sin embargo, nos desvela, hace que
miremos nuestro interior, como no lo hacemos jamás en presencia de nuestros
semejantes. Sí, nuestro espíritu gregario nos acuna, limita la sensación de
inseguridad, adormece frente a la realidad. La individualidad desaparece en el
rebaño, es el precio que hay que pagar para sentirnos tranquilos.
La belleza del paisaje era innegable.
Desde aquella acrópolis inmemorial, perdida, dominaba una llanura inmensa. Me
sentí como El caminante sobre el mar de
nubes, temeroso de asomarme al precipicio pero al mismo tiempo atraído por
él. Y descubrí aquello que los románticos llamaban sublime, que tiempo antes
Kant había descrito muy bien en el ensayo: Lo
bello y lo sublime. Ello se descubre en el desasosiego de lo
inconmensurable, de lo eterno, de lo únicamente dominado por la divinidad, o al
alcance de ella. El creyente verá en esta eternidad de las formas la obra de
Dios y así era vista por Friedrich en algunos de sus cuadros. En ellos aparece
la figura del crucificado en las cumbres, símbolo de esperanza ante la
aterradora dimensión de la naturaleza.
Junté mis rodillas, apoyé mi rostro
entre ellas y me arrullé a mi mismo en insólitos pensamientos. Imaginé a Marlow,
el protagonista de El corazón de las
tinieblas, adentrándose en oscuros y silenciosos senderos fluviales.
Siempre, naturalmente, en busca de Kurtz, ese personaje mítico, oculto en lo
más profundo de la selva. Ese viaje iniciático, de una terrorífica belleza, es fielmente
interpretado por Coppola en su personal adaptación de la novela: Apocalypse Now. Qué lejos están todos
esos paisajes de leyenda del sitio donde estaba, qué diferentes son los
personajes que pueblan esas historias de los de nuestra experiencia y, sin embargo,
hay algo común a todo ello: lo sublime. Todo ser humano, tarde o temprano,
sentirá la necesidad de buscarse a sí mismo en lo desproporcionado, en lo
misterioso de la naturaleza. Los más tardíos, los reticentes, aquellos
descreído de lo inexorable, lo harán a la hora de la muerte; pero lo normal es
que ocurra antes, mucho antes, en la mitad de camino, cuando aun queden muchos
crepúsculos por contemplar. Antes de sentir lo que Conrad le hace decir a Kurtz:
La vida es una
bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo
vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno
mismo que llega demasiado tarde y una cosecha de remordimientos inextinguibles.
Yo he luchado a brazo partido con la muerte. Es la disputa menos emocionante
que podéis imaginar. Tiene lugar en una indiferencia impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin
espectadores, sin clamor, sin gloria, sin el gran deseo de victoria, sin el
gran miedo a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin
demasiada fe en tu propio derecho y todavía menos en el del adversario.
Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un
enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree.
La luz progresivamente iba cambiando,
aún quedaba tiempo hasta que la negrura cubriese aquel lugar, pero ciertos
tonos en el color de la piedra delataban su inexorable triunfo, era hora de
volver a bajar. Mientras buscaba la salida del recinto, me vino a la mente una
vieja película de hace más de cuarenta años, en la que un joven Robert Redford
interpreta a un hombre que se busca a sí mismo en las soledades de las montañas
Rocosas. Lo hace cazando y luchando contra los elementos, los indios y contra
sí mismo en un camino que según él, le debe llevar a Canadá. Las aventuras de Jeremiah Johnson son un
bello alegato de la naturaleza, y de como ella, sin alma ni sentido de la
piedad, nos arrebata cuanto creemos haberle arrancado. Pero Jeremíah lo entiende
bien, sabe que ese es el precio de ser, de existir, de sentirse vivo, de
aquello que nos hace humanos frente todo cuando nos arrolla. En palabras de
Pascal:
El hombre es solo una
caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa. No hace falta
que el universo entero se arme para aplastarlo; un vapor, una gota de agua
basta para matarle. Pero aunque el universo le aplaste, el hombre seguiría
siendo superior a lo que le mata; porque sabe que muere y la ventaja que el
universo tiene sobre él, el universo no la conoce.
Comprendí entonces por qué muchos eligen
la soledad y el silencio, por qué pierden la vida buscando no se sabe qué
misterio en los lugares más olvidados del planeta, al tiempo que en los más
oscuros recodos de la mente. Todos ellos son eremitas, aunque no sepan que lo
son, porque aquello que buscan no está fuera de ellos, sino en su interior. El
viaje, la soledad, lo apartado del camino no son sino excusas, un bebedizo para
entrar en trance y así poder visitar su mundo interior. Ese paisaje tenebroso y
excelso a la vez, que solo unos pocos se atreven a mirar, porque en él no solo
se encuentras nuestras esencias divinas sino también y esto es lo que nos da
pavor, el oscuro rostro de nuestros demonios interiores.
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