miércoles, 4 de noviembre de 2015

La copa de Hebe





      
El caserón se ubica en una placita pequeña, recoleta, rodeada de un dédalo de calles estrechas con casuchas apretadas, mal alineadas, formando calles sinuosas que desorientan y atribulan al incauto que se adentran en ellas. Mi amigo me había proporcionado por carta la dirección de su casa, pero me cuesta encontrarla, en parte porque estoy fascinado por este laberinto de empedradas callejuelas.

        La portada de la casa, de neoclásico granito, contrasta llamativamente con el resto del paramento del edificio, un aparejo de ladrillo y tapial que a todas luces pertenece a otra época. Hago ademán de levantar el pesado llamador de la sólida puerta, al tiempo que descubro un timbre casi oculto en un lateral de la misma. Lástima, me hubiese gustado escuchar ese sonido añejo.

        Me recibe un hombre viejo y enjuto, lo hace con una breve mueca que quiere ser una sonrisa que yo agradezco y respondo. Me guía sin mediar palabra a través de vestíbulos y estancias mal iluminadas. Adivino en las sobras formas escultóricas indefinidas, rostros de cuadros, muebles de épocas pretéritas y tic tac de relojes que más que marcar el paso del tiempo, lo atenúan, casi lo detienen. Me indica una puerta doble que apenas deja pasar un mínimo rayo de luz por debajo de ella, es la biblioteca. Mi guía me hace pasar y cierra tras de sí.

        El profesor está al fondo sentado en un confortable sillón. La estancia es amplia y de techos elevados, contiene centenares, tal vez miles de volúmenes, también esos anaqueles están en la penumbra. La lámpara que recorta la figura de mi amigo, en su pequeño rincón de lectura y un buen fuego de chimenea a sus pies, son los únicos focos de luz de la estancia. Esta última arroja sobre los vetustos tomos de las estanterías cercanas, fantasmagóricas sombras.

        −Por un momento −le comento a mi amigo−, pensé que en lugar de visitarte, me había colado en un relato de Poe, aquel que narra la visita del protagonista a un amigo: “…cuando las sombras de la noche se extendían, a la vista de la melancólica Casa de Usher.”
 Me mira y sonríe.
        −Tal vez no esté tal lejos de las dolencias y penurias espirituales de aquel noble de estirpe marchita−me dice−. De hecho aquí me ves postrado y enfermo, aunque mi enfermedad es más la vejez que otra cosa.
        Enciende alguna lámpara más de la estancia. Recibo la luz como un intruso que molesta, la intimidad lograda parece romperse; pero él no lo hace con intención de deshacer el hechizo, sino para mostrarme una escultura de nítidas formas. Es una diosa griega, una divinidad poco conocida llamada Hebe.
        −Thorvaldsen…vaya, −le miro sorprendido−. Hubiese jurado que preferías a Canova, cuando estudiábamos a los escultores neoclásicos.
        −Sí, y así era, pero ahora, cuando el tiempo se va reduciendo, cuando me va acorralando, uno persigue más los mitos, y en ellos la eternidad.  Convendremos que en eso, en lo intemporal, gana el danés.
        La reproducción es perfecta, pero ninguno de los dos miramos ya los detalles técnicos, ni la maravillosa ejecución de los pliegues de la ropa o el bello rostro, ajeno a toda emoción, sino los simbólicos objetos que porta: una copa en su mano izquierda, en alto  y una jarra en la derecha, cercana a su muslo. Recupero de mis clases de mitología aquello que se decía de esta deidad menor. Para los dioses del Olimpo no era más que una vulgar copera, aquella que escancia el néctar que los dioses beben, pero no dejaba de ser una diosa, la diosa de la juventud.
        − ¿Por qué Hebe?− Le interrogo−.Thorvaldsen tiene esculturas que, estoy seguro, te llaman más la atención.
        −Sí, bueno, es una reciente adquisición. Me da calma, transmite serenidad, aquella que debemos tener los que ya declinamos− y esboza una sonrisa al decirme lo que sigue− Secretamente espero que sea cierto aquello que se espera de ella: el poder de hacer que un viejo recobre su juventud. Si uno sigue a Bertel Thorvaldsen ha de estar dispuesto a creer en los dioses, como creían en ellos los griegos arcaicos y los clásicos. Luego ya se sabe, todo se desvirtúa y pierde esencia.
        −Algunos lo han tachado de frio, de insustancial.
        −No se puede aspirar a la intemporalidad, a lo eterno, descendiendo a las bajas pasiones humanas, que tienen mucho de perecederas. Por eso no verás que Venus, su Venus, transmita sensualidad, es una belleza que no parece tener alma, es lo que corresponde a una diosas. Un mortal no puede desearla, solo debe admirar sus dones. 
        − ¿De vera cogerías esa copa, si te la ofreciese? –le interrumpo.
        − ¿La inmortalidad, a eso te refieres? No, no la tomaría; aunque la tentación es grande, solo pido un poco más de tiempo. ¿Qué viejo, siendo sincero, no lo haría? Mira, a decir verdad tengo todo el tiempo del mundo, ahora que ya hace mucho que no doy clases; pero ni todo el tiempo de días y días sin propósito, hace que no sienta la escasez que se va avecinando. Cuando se es joven todo es abundancia, se siente uno como Jasón, ninguna empresa te parece imposible y cobras todo tipo de dones y de recompensas. Llegas al conocimiento y al reconocimiento de todos, tal vez algo más al segundo que al primero: el vellocino de oro están en tu poder, pero ay, es solo una ilusión.
        −Voy a terminar creyendo que hablas en serio, si no te conociese. Siempre fuiste un ateo convencido, amante de la perfección, aunque más aún del hedonismo y Hebe es de una fría belleza, pero belleza al fin de cuentas, eso es lo que te atrae de ella. ¿Sabes? Esa intemporalidad de la que hablas de sus esculturas, la he visto en un lugar que tiene que ver más con la decadencia…
        −Sí, sé de qué hablas –me interrumpe−. Las esculturas funerarias tienen ese carácter. El mármol ennoblece lo que no es más que una hermosa contradicción. El eterno y frio mármol, aparentemente incorruptible, acoge lo que no lo es en absoluto. Así somos los seres humanos, nunca es tan certero y agradable el engaño. Digamos lo que digamos queremos vivir, y vivir más tiempo, tal vez no eternamente, pero sí un poco más. 
        El guía que me llevó a la biblioteca reaparece con dos copas de brandy y desaparece sin decir palabra. Bebemos un rato en silencio. Luego mi amigo sigue.
        −En realidad no he conseguido esa calma de la que hablo−continua−. Lo veo en detalles nimios. Debo elegir cuidadosamente mis lecturas, por ejemplo. A media que me hago más viejo, nada de lo que leo me parece lo suficientemente valioso, en comparación con el tiempo que pierdo en leerlo. Un verdadera condena.
        Reflexiono sobre lo que dice y pienso que he tenido esa sensación en ciertas ocasiones. Tal vez un síntoma de que nos hacemos viejos es ese, el valor del tiempo. Lo derramamos de jóvenes hasta aburrirnos, pero con su transcurso nos vamos convirtiendo en mendigo de él.
        Pasamos el resto de la velada hablando de las otras obras del genial escultor, de su museo de Copenhague, y recordando viejos tiempos en los que yo soñaba con dar la clase que mi maestro y ahora amigo, impartía en la Universidad. Porque lo que mi interlocutor nos ofrecía no eran conocimientos sino pasión, la misma con la que hablamos ahora. No se puede ser maestro de nada si no se pone pasión en ello, si no se transmite a los jóvenes esa excitación que se sientes en los márgenes mismos del conocimiento. Esa puerta que lo único que te garantiza es que encontrarás otras detrás para no ser saciado jamás.
        Volví a mirar la pulida tez de la figura antes de marcharme. Me di cuenta con sorpresa que el vaso que ofrecía estaba orientado directamente al sillón de mi maestro, mientras este hacia ademán de levantarse para despedirme. Lo hice con una extraña sensación, aquella con la que abandonamos un lugar, sabiendo que no volveremos más.
        Las callejuelas me parecieron más sombrías al salir del caserón que cuando llegué y aun siendo agradable la velada que había tenido esa noche, tuvo sabor de despedida. Tres meses después supe de su muerte cuando estaba lejos. No pude asistir a su entierro, pero cuando llegué a casa encontré una carta de despedida de su puño y letra. En ella solo decía esto que sigue:
        “Querido amigo, al fin he podido beber de esa copa que Hebe me ofreció mil veces. Fue siempre una tentación para mí y creo que, a estas alturas, es lícito caer en ella. He dejado unos cuadernos con mis reflexiones de todos estos años en un cajón de mi escritorio. No encuentro mejor receptor que tú, así que he dado instrucciones para que te los entreguen, así como cualquier libro que gustes de la biblioteca. La estatua…la estatua puedes quedártela también, pero ten cuidado, terminará ofreciéndote la copa.”
 

      

jueves, 1 de octubre de 2015

De lo sublime





          
 Sé un mundo para ti mismo en solitarios lugares. Tibulo, IV, 13, 12.


        Tuve noticia del castro hace tiempo, pero no fue sino al regreso de un viaje de estudios cuando se dio la ocasión de visitarlo. Aquella tarde tenía también elementos disuasorios para no hacerlo, pero me dije que seguramente no volvería a darse la oportunidad. Creemos que las cosas ocurren o pueden ocurrir infinitas veces en nuestra vida; sin embargo, como dice Paul Bowles al final de un bellísimo párrafo en El cielo protector, las cosas nos ocurren solo un número de veces, menos de las que pensamos y…”sin embargo todo parece ilimitado”. El recuerdo de su lectura me hizo dar el intermitente y entrar en una carretera secundaria que, tras pasar un pequeño pueblo, se convirtió en una pista de tierra. Las indicaciones acerca de las ruinas eran cada vez más toscas y el camino serpenteaba entre suaves lomas al pie de los ricos. Al final la pista acabó en una pequeña explanada donde debía dejar el coche y comenzar la ascensión.
        Miré las alturas y no vi rastro de ningún sendero, tan solo la vaga indicación de una flecha que, mal clavada en un poste, me indicaba la dirección a seguir. Todavía era temprano. pero desconocía el recorrido y tal vez tuviese que darme la vuelta si el ascenso era demasiado largo, así que comencé a subir sin pensarlo. Al poco, entre unas peñas, a unos doscientos metros más arriba, pude ver un pequeño mojón pintado que supuse era la primera “miguita” del camino. Me he hizo gracia el sistema, sin duda el que lo ideó conocía el cuento de Perrault y ahora yo era un extraño Pulgarcito siguiendo mojones de piedra hasta mi destino en la cima. No pude atisbar el siguiente mojón hasta que no llegué al primero y así me fui moviendo entre enormes bloque de granito y monte bajo hasta lo que parecía la cumbre del cerro. En realidad se sucedieron mojones y cerros, uno tras otro, sin vislumbrar el final. 
        Calculé que llevaba una hora ascendiendo cuando aparecieron ante mí las primeras defensas del castro. Consistían estas en una acumulación de mampuestos muy irregulares en tamaño, pero bien encajados para formar una muralla compacta, sin argamasa visible, que en tiempos debió formar una defensa temible. Pasé por lo que consideré la puerta y un trecho más arriba, pude ver lo que era en realidad la muralla principal. Esperaba encontrar una acumulación de viviendas tras ella, pero me sorprendió ver que, dentro del recinto, seguía teniendo el mismo paisaje que fuera y se distinguían tenuemente las señales que me decían que aquel lugar había sido en tiempos, más de dos mil años atrás, el hogar de seres humanos.
        En una zona privilegia por su vista y su situación admiré lo que entendí que sería un altar o lugar de culto sobre una gran roca de granito, solo unos escalones tallados en la misma lo delataban. Era un lugar de sacrificios, de cultos olvidados, ancestrales, de ofrendas a dioses que han perdido nuestro favor, a los que ya nadie venera ni recuerda.
        Me senté en el último peldaño y contemplé el paisaje. Las alturas, la soledad y el silencio del lugar me envolvieron. Se creó una extraña atmosfera de misterio, un rumor lejano que llegaba de las cumbres y de aquella vasta llanura inabarcable. Aquello me transportó a lugares desconocidos de mi mente, aquellos que rara vez visito. Tuve una indescriptible sensación de gozo y de terror a un tiempo, como si los eones que se necesitaron para formar aquellas piedras se materializaran delante de mí y me mostraran la necesaria humildad para comprender aquello.
        En mi memoria se agolparon los cuadros de Caspar David Friedrich, con sus parajes desolados y la presencia de una naturaleza abrumadora. Ella situaba al individuo en su verdadera dimensión, como un ser vivo más, limitado, débil, de una fragilidad extrema. Es algo que olvidamos, o queremos olvidar cuando vivimos encerrados en nuestro sordo y estéril mundo cotidiano. La naturaleza sin embargo, nos desvela, hace que miremos nuestro interior, como no lo hacemos jamás en presencia de nuestros semejantes. Sí, nuestro espíritu gregario nos acuna, limita la sensación de inseguridad, adormece frente a la realidad. La individualidad desaparece en el rebaño, es el precio que hay que pagar para sentirnos tranquilos.
        La belleza del paisaje era innegable. Desde aquella acrópolis inmemorial, perdida, dominaba una llanura inmensa. Me sentí como El caminante sobre el mar de nubes, temeroso de asomarme al precipicio pero al mismo tiempo atraído por él. Y descubrí aquello que los románticos llamaban sublime, que tiempo antes Kant había descrito muy bien en el ensayo: Lo bello y lo sublime. Ello se descubre en el desasosiego de lo inconmensurable, de lo eterno, de lo únicamente dominado por la divinidad, o al alcance de ella. El creyente verá en esta eternidad de las formas la obra de Dios y así era vista por Friedrich en algunos de sus cuadros. En ellos aparece la figura del crucificado en las cumbres, símbolo de esperanza ante la aterradora dimensión de la naturaleza.
        Junté mis rodillas, apoyé mi rostro entre ellas y me arrullé a mi mismo en insólitos pensamientos. Imaginé a Marlow, el protagonista de El corazón de las tinieblas, adentrándose en oscuros y silenciosos senderos fluviales. Siempre, naturalmente, en busca de Kurtz, ese personaje mítico, oculto en lo más profundo de la selva. Ese viaje iniciático, de una terrorífica belleza, es fielmente interpretado por Coppola en su personal adaptación de la novela: Apocalypse Now. Qué lejos están todos esos paisajes de leyenda del sitio donde estaba, qué diferentes son los personajes que pueblan esas historias de los de nuestra experiencia y, sin embargo, hay algo común a todo ello: lo sublime. Todo ser humano, tarde o temprano, sentirá la necesidad de buscarse a sí mismo en lo desproporcionado, en lo misterioso de la naturaleza. Los más tardíos, los reticentes, aquellos descreído de lo inexorable, lo harán a la hora de la muerte; pero lo normal es que ocurra antes, mucho antes, en la mitad de camino, cuando aun queden muchos crepúsculos por contemplar. Antes de sentir lo que Conrad le hace decir a Kurtz:
         La vida es una bufonada: esa disposición misteriosa de implacable lógica para un objetivo vano. Lo más que se puede esperar de ella es un cierto conocimiento de uno mismo que llega demasiado tarde y una cosecha de remordimientos inextinguibles. Yo he luchado a brazo partido con la muerte. Es la disputa menos emocionante que podéis imaginar. Tiene lugar en una indiferencia impalpable, sin  nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin el gran deseo de victoria, sin el gran miedo a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en tu propio derecho y todavía menos en el del adversario.
Si tal es la forma de la sabiduría última, entonces la vida es un enigma mayor de lo que la mayoría de nosotros cree.

        La luz progresivamente iba cambiando, aún quedaba tiempo hasta que la negrura cubriese aquel lugar, pero ciertos tonos en el color de la piedra delataban su inexorable triunfo, era hora de volver a bajar. Mientras buscaba la salida del recinto, me vino a la mente una vieja película de hace más de cuarenta años, en la que un joven Robert Redford interpreta a un hombre que se busca a sí mismo en las soledades de las montañas Rocosas. Lo hace cazando y luchando contra los elementos, los indios y contra sí mismo en un camino que según él, le debe llevar a Canadá. Las aventuras de Jeremiah Johnson son un bello alegato de la naturaleza, y de como ella, sin alma ni sentido de la piedad, nos arrebata cuanto creemos haberle arrancado. Pero Jeremíah lo entiende bien, sabe que ese es el precio de ser, de existir, de sentirse vivo, de aquello que nos hace humanos frente todo cuando nos arrolla. En palabras de Pascal:
        El hombre es solo una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo; un vapor, una gota de agua basta para matarle. Pero aunque el universo le aplaste, el hombre seguiría siendo superior a lo que le mata; porque sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo no la conoce.
        Comprendí entonces por qué muchos eligen la soledad y el silencio, por qué pierden la vida buscando no se sabe qué misterio en los lugares más olvidados del planeta, al tiempo que en los más oscuros recodos de la mente. Todos ellos son eremitas, aunque no sepan que lo son, porque aquello que buscan no está fuera de ellos, sino en su interior. El viaje, la soledad, lo apartado del camino no son sino excusas, un bebedizo para entrar en trance y así poder visitar su mundo interior. Ese paisaje tenebroso y excelso a la vez, que solo unos pocos se atreven a mirar, porque en él no solo se encuentras nuestras esencias divinas sino también y esto es lo que nos da pavor, el oscuro rostro de nuestros demonios interiores.