“La
superficie de la tierra es suave e impresionable a las pisadas de los hombres y
lo mismo ocurre con los senderos que recorre la imaginación…”
Henry
David Thoreau
Viajábamos
por tierras de Burgos con la intención de visitar un famoso monasterio románico
sin horario ni prisas. Por eso, al aparecer un letrero que nos indicaba la
presencia de una ermita visigoda, no dudé en tomar aquella estrecha carretera
que atravesaba el páramo que parecía no llevar a parte alguna. Cuando viajas
por un camino sin conocer distancias ni presencias, se suele hacer largo y así
ocurrió con aquella sinuosa carretera. Nos rodeaba un paisaje ralo en
vegetación y carente de presencia humana, solo al fondo se divisaban unos
riscos como frontera de aquella planicie, casi vacía. Al final llegamos a un
pequeño pueblo sin divisar la ermita, con la sensación de estar
perdidos. En los tiempos en que vivimos, de GPS e internet, perderse es casi
una extravagancia, no tienes más que mirar la pantallita de tu coche o móvil,
pero no disponemos de lo primero y me he negado a mirar el segundo. Al final
llegamos a una bifurcación y sin pensarlo dejamos que la intuición nos diera a
elegir el camino. Y fue el correcto, allí estaba la ermita a poco menos de un
kilómetro del solitario pueblecito.
Dejamos el coche debajo de uno de los escasos árboles que rodeaban el pequeño monumento. De éste apenas quedaba un ábside cuadrado, los brazos de un transepto a todas luces incompleto y las marcas en el suelo excavadas de lo que debió ser su corta nave. La primera impresión fue de decepción no tanto por lo que quedaba de la iglesia, algo que ya presuponíamos; sino porque era bastante probable que no se pudiera visitar su interior, ya que no se divisaba nadie en aquel paisaje desolado. Pero como he dicho, fue una primera y desde luego falsa impresión; porque al rodear el edificio, pudimos admirar que el ábside y la prolongación de los brazos del crucero eran recorridos por frisos con maravillosos relieves. Tallados en los viejos sillares, tal vez reutilizados de algún edificio romano anterior, bandas de roleos vegetales formados por círculos sogueados sucesivos contenían formas vegetales, animales, geometrías y extraños e incomprensibles monogramas. De lejos el edificio era simple, parco y frío; de cerca, cobraba vida. Una segunda sorpresa vino al rodear la iglesia y comprobar que no estábamos solos. Saliendo de una caseta junto a la que vimos una pequeña moto, el guarda nos dio la bienvenida. Era un extraño individuo muy lejos de lo que uno espera encontrar como guía de un monumento. Esta impresión no solo era por su indumentaria, sino por su actitud. De la primera solo me quedé con el sombrero de ala corta y flexible (a lo Indiana Jones) que no se quitó ni en el interior de la iglesia; de la segunda, su cercanía, era como si nos conociera de siempre. Portaba en su mano, lo cual era insólito en el lugar y el momento, una guitarra española. Nos dijo que odiaba las visitas de grupos, pues perturbaban su tranquila existencia. Mientras nos explicaba los exóticos relieves, nos hablaba de su forma de vida y estudio.
De los relieves reveló su increíble delicadeza y
calidad. Según los estudiosos, parecían de influencia bizantina o sasánida,
lugares muy alejados de aquel páramo, lo que les confería no solo el misterio
de su procedencia sino el carácter incierto de su significado. El friso
superior contenía animales, algunos imaginarios como los grifos y otros reales
como toros, felinos o ciervos. El inferior alternaba motivos vegetales como
vides y arboles de la vida, con aves de diversos tipos, todos ellos envueltos
en roleos. Mientras que el friso central contenía rosetas y cruces en cuyos
brazos aparecían enigmáticas letras.
Pero
tan intrigado estaba por aquellas controversias como por la actitud de nuestro
guía. Junto a la guitarra había un libro que conocía bien y que daba pistas de
su filosofía de vida, se trataba de Walden de H. D. Thoreau.
—¿Está interesado en el transcendentalismo? —le interrogué, señalando el libro.
—Si
lo quiere ver así… —me contestó deteniendo la música—No, no más que la mayoría
de la gente que se ha aproximado a Thoreau. Hoy todos lo reivindican, yo me
quedo con algunas ideas suyas que me ayudan a hacer mejor mi vida.
De vez en cuando entre frase y frase sonaban de nuevo notas de su guitarra, como si quisiera apostillar con ellas lo que decía. Ahora lo veía como a un ermitaño laico, alguien que decide separarse del mundo sin otro fin que vivir mejor.
—¿Le gusta la idea de aislarse? este parece un sitio muy a la mano: una ermita solitaria, un pueblo con pocas personas y un paisaje casi desértico. Me recuerda a los primitivos eremitas del desierto egipcio.
—Al
ver el libro seguro que ha pensado en la cabaña de Thoreau y en su retiro voluntario;
pero no era un eremita, no lo era y tampoco un ecologista al uso, o al menos
como lo entendemos hoy, sino un hombre libre, cuyo fin vital era experimentar
como sinónimo de vivir. Si eso es ser trascendentalista, lo soy. En cuanto lo
de aislarme, no lo busco, pero disfruto de ello cuando se da.
—Siempre
me ha interesado el fenómeno, —le dije—¿por qué la gente se retira del mundo?
Yo sería incapaz, soy tan urbanita que no concibo vivir sin gente alrededor,
por eso me llama la atención una actitud tan extrema.
Y diciendo esto siguió tocando la guitarra. Recorrí con la vista aquellas venerables piedras, aquellas tallas que nos hablaban de la inmortalidad del alma, del paraíso y de la vida venidera. Sin duda no fueron tiempos fáciles para los talladores de los relieves. Aquellas eran tierras de frontera, no tanto porque lo fueran físicamente, que también; sino que, fuese cual fuese la época, visigoda o posterior, se trataba del fin de una era para entrar en otra. La nuestra puede serlo sin que nos demos cuenta pues ningún ser humano tiene una verdadera perspectiva de su época.
Sobre uno de los minimalistas capiteles, apenas un sillar horizontal, aparecía una inscripción en latín: + OC EXIGUUM EXIGUA OFF… D…O FLAMMOLA VOTUM. Le pregunté a nuestro cicerone por aquel nombre.
—Quien
lo sabe…—contestó el músico sin dejar de tocar— se supone que alguien que fundó
la iglesia o la reparó en algún momento de su azarosa vida. Unos dicen que Flámola
fue alguna pariente del famoso Fernán González, otros que pudo ser alguien
anónimo, pues era nombre de uso común en aquellos siglos.
—Al
menos de ella ha quedado el nombre…—casi susurré— un nombre perdido en el
tiempo, como esos de las anónimas lápidas romanas o de cualquier época a los
que ya nadie llora. Me fascina imaginar cómo pudieron ser sus vidas. Tal vez
sea triste que de una persona solo quede un nombre sin más, o tal vez no, acaso ese anonimato les protege.
—Nadie
quiere morir del todo —sentenció el artista— el último recurso es la memoria,
luego la nada. Pero no se preocupe, la piedra suele proteger la memoria, tarda
mucho en disgregarse. A veces en la soledad hablo con ella, con Flámola, sigue
viniendo a rezar.
—¿Tiene
un fantasma en su ermita?
—¿Qué
son esos entes si no hay nadie que crea en ellos? ¡Claro que tengo un fantasma!
No estamos en el Siglo XIX, ni soy un Bécquer; pero sí, me gusta verla entrar
en la iglesia, incluso oigo los oficios a veces cuando el viento sopla y no hay
nadie por aquí.
Alguien
había hecho algunas pequeñas maquetas de la iglesia tal como debió ser, están
sobre los sillares tallados. Hay un delicioso ambiente de improvisación en todo
ello y con él nos vamos de aquel lugar con la sensación de una visita
irrepetible. Ahora, con el tiempo, imagino que lo hemos soñado y que aquel
personaje entrañable que nos mostró la iglesia no es sino otro fantasma,
alguien que nos hechizó durante la visita, haciéndonos sentir cosas que solo la
gente predispuesta quiere creer.