Unos
días atrás un amigo me había propuesto hacer una colaboración para una revista
de arte. Se trataba de escribir pequeños artículos sobre exposiciones alejadas
de los grandes focos mediáticos, pero no exentas del sabor y el interés que
estos lugares dispersos muestran. Le dije que no podía comprometerme a enviar
con regularidad dichas colaboraciones, pero eso no pareció importarle. “Escribe —me dijo— y luego ya se verá”.
La
galería de arte estaba en un edificio de ladrillo antiguo que contrastaba con
el entorno populoso y activo de su calle. Parecía un milagro que aquella casa,
a todas luces un rescoldo de la antigua vitalidad comercial de la Ciudad Invisible, no hubiese sido
derribada en su día para no desentonar con la fea y grotesca arquitectura
utilitaria que la acompañaba. Al terminar mi visita comprendí parte de ese
milagro, si es que los milagros pueden ser escoltados por la razón.
Cuando
me encontré frente a la trabajada madera de su puerta intuí que iba a acceder a
un mundo perdido, una reserva de ilusiones consentidas únicamente por el tesón
y la obstinación de algún mecenas desconocido.
Después
de un rato que me pareció largo, abrió la puerta un hombre de edad ya avanzada,
me sonrió y me hizo pasar a un salón que, con toda seguridad era la sala de
exposiciones. Más allá divisaba un patio con una arquería bajo la cual
adivinaba formas escultóricas abstractas. El ladrillo de las paredes y de
pilares, se mezclaba hábilmente en su estructura con pies derechos y vigas de
madera restauradas. Una escalera del mismo material que ascendía a un
desconocido piso superior era promesa de otras atrayentes estancias.
La
sala de exposiciones no era un espacio vacío desde el cual observar las paredes
cubiertas de pinturas, sino un cúmulo de ambientes delimitados por sillas y
mesas de estilo castellano. Aquí y allá se apreciaban formas cerámicas, lámparas
grandes y pequeñas, decorativas plantas y objetos de escritorio que daban
cercanía a un cálido ambiente, matizado por la luz que se posaba mansamente sobre
los volúmenes de suaves tonos.
Como
era ya bien entrado el otoño no paramos mucho en el patio, no hubiese sido un
mal rincón de charla en meses tórridos, pero ya hacía frio. Me condujo en su
lugar a un salón de estar ya en la parte de la casa que tenía por vivienda.
Mientras tomábamos café hablamos de temas diversos, de la decoración y
restauración de la casa, en la cual había invertido, como en un pozo sin fondo,
cuantiosos medios. No se arrepentía de ello, pues aquella casa era a un tiempo
su lugar de trabajo, vivienda y lugar de tertulias varias. También hablamos de
libros, sobre todo del Decadentismo de finales del XIX y de la visión sesgada
que tenemos hoy de aquellos escritores.
—No
reprocho a la gente que trata de huir de la realidad —comentó al levantarse con
torpeza—. No apruebo la despectiva actitud con la que se define a los que se
alejan momentáneamente de ella para obtener otras experiencias que,
aparentemente la realidad no nos da. Como si la fantasía fuera una prueba de su
torpeza, o de su locura para enfrentarse a lo real. Todo ello es falso, claro
está, puesto que todo nace de nuestra naturaleza y en ella está también la
capacidad de ensoñación, de la búsqueda del mito y de la creación de mundos
paralelos que nuestra mente crea para sentirse bien. Sígame, le mostraré algo
que le interesará, es mi pequeña pasión.
Ascendimos
por la escalera al piso superior. En una de las habitaciones que dan a la
fachada tenía su despacho, en realidad una amplia sala que le servía de lugar
de trabajo y biblioteca. Contenía además una pequeña colección de cuadros que
cubrían las paredes bañadas por la generosa luz de los balcones. Entendí
claramente las preferencias de mi anfitrión, los lienzos y tablas eran todos
reproducciones de un solo autor: Gustave Moreau, un artista entre la pasión
romántica y el simbolismo del cual fue precursor.
—Entenderá
caballero que la evasión de la realidad debe tener un espacio físico que lo
acompañe, que lo inspire, un ambiente desde el que partir a otras realidades
paralelas. Este es mi lugar de tránsito.
—Lo
entiendo perfectamente. En mi caso, no tengo un lugar así, sino varios. Cuando
busco esa evasión indago fuera —le comenté—pero, dígame, ¿quién hizo estar
reproducciones? Son sencillamente perfectas.
—Las
hizo mi mujer a lo largo de los años, únicamente con la intención de complacer
mi deseo de tener esos cuadros cerca de mí. Yo jamás entraba en su estudio en
el que se encerraba durante meses. En señaladas fechas me entregaba las obras,
que iban progresivamente llenando las paredes de mi refugio. La conocí en la
universidad, yo estudiaba Letras y ella Bellas artes. Sigo siendo enamorado de
aquellas, mas como puede comprobar, me pasé a su terreno con armas y bagajes.
Me
acerqué un poco a admirar el primer lienzo. No era una obra completa del original
sino un fragmento de la misma que corresponde a un cuadro de Moreau, en la que
se representa la danza de Salomé frente a Herodes. En ella solo se muestra la
figura de la joven, tiene en su mano unas flores blancas, símbolo de pureza. Su
vestido, de un barroquismo exótico apabullante, es una auténtica muestra de
fantasía oriental muy del gusto del XIX.
—Tal
vez su mujer pretendió centrarse en el verdadero leitmotiv del cuadro de Moreau
—interpreté— quizá quiso eliminar los rastros de corrupción del entorno que
rodeaba su figura.
—Ella
nunca explicaba las cosas que hacía, decía que en el arte solo caben
sensaciones. No sé con qué intención centró el motivo de su obra, solo sé que
acertó y ahí está presidiendo esta sala.
—Pero
los símbolos son claves para el alma que contempla —argumenté— son esa
explicación. Si se quiere un camino para llegar al alma del artista.
—Para
quienes son ajenos, sin duda lo son, pero el cuadro era para mí. Ella conocía
mi alma tan bien como yo conocía la suya, en esa conexión no necesitábamos
mediación, solo belleza que la representara.
Este
cuadro era escoltado por dos escenas totalmente diferentes, dos mitos griegos
que conocía bien. Sobre todo Edipo y la
esfinge, una obra llena de misterio y hechizo, donde los rivales se miran
intensamente antes del desenlace del acertijo que la esfinge lanza al mítico
rey de Tebas. Siempre me fascinó este cuadro. Su paisaje dantesco y su
primitiva concepción renacentista atrapa, al igual que nos atrae la idea de la
lucha contra el destino, una recurrente baza literaria.
El
otro cuadro, Diomedes devorado por sus
caballos es una terrorífica imagen que contrastaba con las otras dos. Aunque
en seguida traté de buscar un significado al conjunto, no acerté a encontrarlo.
Mi anfitrión adivinó mi confusión.
—El
arte en ocasiones es un muy buen instrumento moralizante, pues es fácil
combinar sus símbolos y adoptarlos como advertencias para nuestra vida. La
maldad termina pagándose, el destino nos alcanza siempre. ¿No le parece?
—No
creo en el destino, —le contesté— en cuanto a la maldad, no estoy seguro de que
se termine pagando, para ello el mal debe tener conciencia, pudor, no sé. Ojalá
fuese así, pero no lo creo.
—Recuerde
para quien son estos cuadros. Uno siempre peca, aunque no pretenda hacerlo, por
hecho u omisión. Diómedes y Edipo responden a dos formas de hacer el mal.
Sus
enigmáticas palabras me siguieron hasta los otros tres lienzos que me quedaban
por ver en la estancia. Todos representaban a mujeres: la sensualidad de
Cleopatra en un entorno entre ideal y onírico; la bíblica Dalila y, por último,
otra representación de Salomé en La
Aparición.
—Mujeres
fascinantes, las de Moreau —susurré—, malvadas, pero bellas y siempre
atrayentes.
El
hombre dirigió su mirada a un panel entre dos librerías que me pasó
desapercibido. Aparentemente nada había allí que justificara ese hueco sin más.
Se acercó a la pared y accionó un mando casi invisible. El panel se movió
lentamente para mostrar, ante mi asombro, el retrato de una joven mujer. No
tuve dudas de quien se trataba. Sus ojos seguían al observador allí donde este
se moviese y había en su mirada una suficiencia contenida, de quien sabe que es
dueño de sus actos sin recrearse en ello.
—Ella
era fascinante bien lo sé —contestó el anciano— la hubiese aceptado con todas
las maldades del mundo. Y sin ellas que puedo decir…Era simple y adorablemente
bella, culta, vital, real y ficticia a la vez…
Miré
a mi interlocutor, tenía lágrimas en los ojos, unas lágrimas silenciosas,
aquellas que salen de un viejo dolor, ya cauterizado en apariencia y tan
profundo que permanece bajo las cicatrices del alma. Comprendí que mi visita
había terminado. Al salir el hombre me dio la mano. No hubo más palabras, solo
miradas de comprensión.
De
regreso a casa decidí escribir este artículo. Moreau era la excusa. Recordé que
él también había tenido un gran amor: Alexandrine Dureux, muerta en 1890. El
arte no es ajeno a la vida, ni a sus sufrimientos.