Busco
el silencio porque en él estoy únicamente yo. El silencio es la quintaesencia
del yo en soledad. Con espíritu cartujo lo busco, le doy forma en una
habitación de hotel cuya ventana muestra la fría luz de una mañana cualquiera,
donde no se ve a nadie, donde nadie es esperado.
El
silencio elimina excusas, no tengo que demostrar nada y nada me sirve de
justificación. Seguiré vivo tanto si evidencio mi pena como si no; moriré
incluso si reconozco mi culpa. La vida es esencialmente existir, ninguna meta
la mueve, ningún fin la sostiene. Si parto de ahí, de reconocer eso, tal vez no
esté todo perdido. Mi error has sido darle forma a lo que no la tiene; mi
pecado cargarme de equipajes inútiles, de condiciones de partida que lastran mi
pensamiento, que adormecen mi deseo de libertad.
Afortunadamente
me he detenido, ahora no hay movimiento alguno. Estoy en este lugar ajeno,
perdido entre dos ciudades, la mía y la de destino. Es momento de cuestionarse
el que hacer. Es fácil poner en tela de juicio cuanto he hecho hasta ahora, tal
vez no sé trata de eso, lo hecho, hecho está. Es la inercia que me mueve a
repetir una y otra vez aquello que no me define, ni me agrada, ni me seduce ni
me pertenece, lo que debo sacar de mí. Estoy en el punto de partida, no para hacer
de mi otro, sino para descubrirme.
Mi
pensamiento se ha desatado mientras contemplo la pintura de Hopper. Lo he
dejado libre y me ha golpeado sin indulgencia. La exposición sobre el pintor norteamericano,
compuesta por más de setenta obras es todo un regalo a los sentidos. No me he
detenido en cronologías ni en influencias, simplemente me he dejado empapar por
las sensaciones en aquello en lo que tu existencia conecta con la intención del
artista, y he disfrutado asintiendo a cada paso.
Los
cuadros con presencia humana en Hopper tienen peculiaridades. Estas presencias
son anónimas, desmitificadoras, como si quisiera mostrar a alguien y ese
alguien fuese cualquiera de nosotros; pero, son sus pinturas de interiores,
vacías, llenas únicamente de luz blanca, las que más me inquietan. En ellas se
intuyen presencias pasadas. La luz incide en diagonales sobre paredes huérfanas
de decoración, como si el artista hubiese querido eliminar de nuestra mente lo
accesorio para ser consciente únicamente de esa luz intensa, casi cegadora.
Paso
de una obra a otra sorprendiéndome de los detalles, sutiles a veces, que en
ellas encuentro. Descubro matices de color en una acuarela de un edificio en
los que es imposible reparar si no estás frente al original. Me sumerjo en las
meditaciones de una mujer en la penumbra de un cine, en el acogedor refugio de
un compartimento de un tren, o en el ensimismamiento de una solitaria mujer en
un café con la noche como fondo. A Hopper le gusta mostrar, en un contexto
urbano, que retrata casi metafísico y poco acogedor, la soledad del individuo
frente a la inmensa aglomeración. Las pinturas no tienen contenido ideológico o
moral alguno, el autor parece querer ser únicamente testigo de escenas alejadas
de todo contenido aparente.
Hopper
busca entre los intersticios de la naturaleza humana. Filtra aquello que no
llega a los otros, lo que únicamente está y permanece en el ser único e
impenetrable de nuestra mente, que muere con nosotros y que es imposible
transmitir sino torpemente con palabras. Pone en evidencia, una obra tras otra,
el drama de la incomunicación, y en la imposible comprensión en la que casi
todos caemos y en la que pocos reparan.
Me siento en un banco en medio de una
de las salas, estoy frente a una obra emblemática de Hopper: Primeras horas de una mañana de domingo,
una típica calle que puede encontrarse en cualquier pueblo o ciudad de los
Estados unidos. No se ve ninguna figura humana, aunque se intuye su presencia
tras las ventanas. Éstas, parecen sustituir a los rostros, a los ojos humanos.
Una vaga sensación de inquietud acompaña la mirada al recorrer los objetos y la
luz que deberían, con su presencia, alejarla. La mirada se detiene en hitos en
los que no repararía jamás si hubiese la más leve presencia humana, y con ello
consigue que nos fijemos no en lo que vemos, sino en la ausencia de lo que
esperamos ver.
Medito
sobre dónde he tenido las mismas sensaciones y descubro con sorpresa que en un
lugar alejado de mi mente, casi olvidado, llevo el recuerdo de la visita a un
caserón antiguo y decrépito de la ciudad invisible. Los dueños de la casa
deseaban rehabilitarla, aunque sin duda se trataba de una labor titánica. No me
detuve en su mínima heráldica, ni en sus desplomadas columnas que sujetaban,
sin muchas esperanzas, zapatas de madera corroídas por los siglos, sino en aquellas
habitaciones interiores en las que tímidamente se intuía la presencia de sus
últimos moradores. Seguramente aquella casa patio, con una larga fachada de
aparejo toledano, albergó en su día a la familia de un noble caballero; pero
aquellas habitaciones a las que me refiero, destilan, respiran la presencia de
gente más humilde que sin duda ocupó el edificio, cuando ya amenazaba ruina. En
esos habitáculos interiores, la luz que entra por la puerta muestra el tímido
intento de aquellos de hacerlas más habitables con pinturas a veces chillonas.
Las puertas abiertas, no transmiten el permiso de paso, las sensaciones son de
soledad y abandono, como si sus últimos habitantes no hubiesen querido
cerrarlas, por si en un último momento se arrepentían de dejar sus recuerdos y
sus vidas allí pasadas y volvían sobre sus pasos.
Recorro
estancias y pasillos deteniéndome en los efectos de luz sobre el polvo que
imperceptiblemente se levanta a mi paso. Escucho los tenues sonidos de la
madera añeja, del moho en las paredes, en desconchones que muestran capas de
pintura superpuestas, de dos, tres, no sé cuántas generaciones. Puedo intuir en
ellas lágrimas, deseos incumplidos, tristezas, también pequeñas alegrías que no
dejan tanta marca en el alma, pero ayudan a sobreponerse a las primeras. Un
deseo ferviente de conocer a aquella gente, de saber de sus vidas olvidadas me
invade y me cohíbe. Un desconocido sentimiento de solidaridad con ellas irrumpe
en mis pensamientos al darme cuenta de que yo también seré como ellos andando
el tiempo. Es una mezcla de tristeza y humilde reconocimiento de lo que soy,
uno más entre los gritos del alma que, con cada generación mueren y al tiempo
regeneran al ser humano. Con un tímido gesto saco fotos de estas estancias, en
un postrer intento de llevarme conmigo las imágenes y con ellas estos
pensamientos fugaces.
He
llegado al final de la exposición, el cuadro que la cierra muestra a una mujer
sentada en la cama, leyendo lo que parece una carta, y con el equipaje a los
pies, no sabemos si para marchar. Otra vez la luz intensa, otra vez el rostro
casi velado, una vez más la transitoria estancia en un hotel, que nos aleja o
nos acerca a alguien. Hopper parece querer darnos una información parca sobre
lo que observamos, para que completemos con nuestras emociones, una escena
privada, cotidiana, pero llena de gran significación psicológica. Casi cualquier
historia puede desarrollarse tras esta escena, pero el gran logro del pintor es
que nos quedemos con ganas de saber más de ella.
Salgo
de la exposición consciente del valor que el arte tiene para el propio
reconocimiento, pues lejos de ser únicamente sumisión a lo ecuménico, el arte
puede abrirnos las puertas al universo que se esconde dentro de nosotros. El don
que tiene el artista, la fascinación que nos acomete al contemplar su alma a
través de su obra, es una extraña mimesis o espejo de lo que buscamos en la
nuestra.