Trabajé
unos meses en una pequeña editorial de la capital. Estaba situada en un viejo
edificio cerca de la plaza Mayor. Me gustaba su olor a viejo, la vetustez que
se respiraba al subir sus escaleras de madera que amortiguaban tus pasos y
hacían que te alejaras progresiva y mentalmente del bullicio exterior. Aquel
trabajo era ameno y atractivo, y como las cosas así suelen ser efímeras por
naturaleza, acabó pronto.
Tras
un primer contacto con el trabajo para desperezarme, solía bajar a desayunar a
una cafetería cercana. Era un local acogedor donde hacían un café excelente;
pero a mí me gustaba porque podía sentarme a pensar el trabajo del día en una
de sus mesas frente a un ventanal amplio. Desde él veía pasar gente sin cesar.
Los cuadros de las paredes, la madera algo ajada de mesas y sillas, el
entarimado del suelo, todo contribuía a crear un ambiente agradable.
Una
mañana de otoño, lluviosa y triste, encontré el local singularmente vacío, no
era habitual que así fuese. Yo solía repasar mis notas tomando café, en medio
del bullicio de las conversaciones, sin que ello supusiese disgusto para mí.
Estaba acostumbrado a ello, incluso me ayudaba a concentrarme en lo mío; pero
aquella mañana, al estar solo, me sentía extraño y bebí sorbos pequeños
mientras contemplaba la calle. En esto entró una chica al local y se sentó en
una mesa cercana. No me prestó la menor atención, simplemente pidió café y
abrió un libro que comenzó a leer con urgencia. La recuerdo muy bien, su pelo
largo, algo rizado y de un color cobrizo que hoy abunda, y que en aquel
entonces solo lucían aquellas que eran pelirrojas de verdad. La blancura de su
piel y las pecas en la nariz, que le daban aire de niña buena, completaban un rostro
interesante, yo no diría bello, pero si atrayente. Estaba
frente a mí y pude ver con claridad el libro que tenía entre las manos, era uno
de esos delgados volúmenes de arte que, a precios asequibles, habían inundado
el mercado, poniendo al alcance de todos las grandes obras de los maestros de
la pintura.
Me
llamó la atención el hecho de que la contraportada del libro, aquella que yo
podía ver, tuviese un retrato de mujer, con unas características muy similares
a la lectora. Conocía bien el cuadro, se trataba de Helena de Troya, una pintura que Dante Gabriel Rossetti ejecutó en
1863. Cuando estudiaba arte, La Hermandad Prerrafaelista, efímera pero de gran
influencia posterior, junto a los Nazarenos, fue uno de los movimientos
artísticos del XIX que más me llamó la atención. Eran pinturas sugestivas,
nostálgicas y evocadoras, llenas de alegorías y un simbolismo que siempre he
apreciado. Sus retratos de mujeres, elegantes, luminosos y de gran colorido,
encajaban plenamente con un romanticismo al que siempre fui sensible.
En
estos pensamientos estaba sumergido cuando levanté los ojos posados en el libro
para encontrarme con la mirada curiosa e interrogativa de la chica. Supongo que
superé la sorpresa y reaccioné como mejor pude con una sonrisa. Mi gesto
pretendía ser al mismo tiempo una disculpa y una invitación a que ella me
hablara. No lo hizo y su mirada bajó nuevamente a las líneas del libro; sin
embargo, en sus labios se dibujó otra sonrisa que yo interpreté como de agrado
por mi interés.
El
primer contacto que tuve con los Prerrafaelistas había sido tiempo antes de mis
estudios, cuando leí un libro de ensayos de un escritor venerado y maldito a la
vez. El escrito en cuestión se titulaba: El
Renacimiento inglés del arte, obra de Oscar Wilde y se trataba más de una
disertación sobre lo que hoy llamaríamos teoría del arte que sobre los
Prerrafaelistas. Fue tiempo después cuando descubrí a la Hermandad Prerrafaelista
y a sus fundadores: Dante Gabriel Rossetti, William Holman Hunt y John Everett Millais,
quienes desde 1848 firmaban sus cuadros, además de con su nombre, con las
iniciales PRB (Pre-Raphaelite Brotherhood)
No
volví a ver a la misteriosa chica. Aquello me entristeció ya que tenía la
secreta esperanza de volver a encontrarla y conocerla. Tenía una buena excusa,
el arte siempre lo es, pero mi temor es que ella no fuese de aquel lugar, ni
trabajara cerca. Tal vez era una visitante o una turista y jamás volviese a
verla. Me daba cierto pudor preguntar por ella en el local, pero era el local
el único nexo de unión que tenía para encontrarla. Aquel episodio fue el pretexto
perfecto para volver a los libros y apuntes que guardaba de mi época de
estudios. Libros subrayados con impresiones, reproducciones de cuadros
admirados e historias en torno a los artistas que me habían sorprendido y
sobrecogido.
Un
ejemplo de esto último era la intrahistoria de un cuadro que por reproducido y
admirado, no era menos terrible. Beata
Beatrix (1864) de Dante Gabriel Rossetti, es un cuadro que pinta el autor
superponiendo dos historias: una tardomedieval, la de Dante y su reverenciada
amante y la de la propia mujer de Rossetti, Elisabeth Siddal, muerta de
sobredosis de láudano dos años antes. Es un retrato de planos de escenas y de
simbólicos elementos, como el de la paloma, el reloj con la hora final y la
adormidera que acabó con ella. Elisabeth posó también para un cuadro de
Millais, tan famoso y reproducido como aquél: Ofelia (1851), una bellísima transmigración del literario personaje
de Shakespeare al lienzo de este niño prodigio del prerrafaelismo.
Así,
esta pintura en el entorno del naturalismo y de la pintura realista, mezcla
elementos mágicos, legendarios y neblinosos de la historia medieval y de la
literatura, con la conciencia sobre la vida real, el compromiso social y el
progreso no aceptado de la Inglaterra victoriana. Buscaban retroceder a los
primitivos, a los pintores medievales y renacentistas anteriores a Rafael, al
mismo tiempo que pretendían alejarse de la pintura académica, fría y carente de
sentimientos que imperaba en aquellos años.
El
tercer componente de este exaltado grupo inicial, Willian Holman Hunt, fue uno
de los que se aproximó a esa realidad social en la que después William Morris,
ya en la segunda generación de prerrafaelistas, profundizó. Su cuadro titulado El despertar de la conciencia, basado en
otra obra literaria, esta vez de Dickens, representa el momento en el que la
mujer atrapada por la prostitución, al escuchar una canción de su infancia, recobra
la inocencia perdida y se aleja de la seducción del personaje masculino del
cuadro. Es otro lienzo lleno de simbólicas propuestas, como los anillos de las
manos, el gato y su presa o el guante en el suelo.
Fue
ya entrada la primavera, en una luminosa mañana cuando la volví a ver. Apareció
con el mismo libro bajo el brazo y, con la misma indiferencia que me mostró la
primera vez, se sentó en una mesa contigua. Tal vez no me había visto o no se acordaba
de mí. Por la hora deduje por qué no la había vuelto a ver, había bajado a la
cafetería más tarde que de ordinario. Probablemente había seguido viniendo
todos los días sin que nos cruzásemos en el tiempo.
Su
rostro mostraba los efectos de quien no ha dormido o quien ha dormido poco,
pero abrió el libro y se enfrascó en su lectura sin dilación. Cuando le dirigí
las primeras palabras no pareció escucharlas. Sus ojos seguían centrados en el
texto y para cuando levantó la vista, ya me había arrepentido de abordarla así.
Sin embargo me equivocaba pues la dureza de su mirada se dulcificó en una leve
sonrisa.
Durante
la conversación en ningún momento dejó de tener una actitud de abandono, como
si mi presencia allí fuera solo una anécdota, un accidente del paisaje, algo
agradable pero no importante. Descubrí que el libro era para ella una especie
de fetiche, un objeto que alguien le regaló en algún momento de su vida, ese
alguien debió significar mucho para ella. Tenía un fuerte contenido sentimental
y lo llevaba siempre consigo, abriéndolo en momentos dispersos, aquellos en los
que nada más se puede hacer, como ir en metro o desayunar en una cafetería.
Entonces comprendí que no podía ir más allá sin sentirme un intruso y que ella
no era receptiva en absoluto a mi interés. Había algo que nos separaba como un
muro descomunal, sin que la conversación en sí lo delatara. Hablamos de arte, de esas mujeres
representadas en el libro, ídolos de aquellos hombres que las amaron y que
veían en ellas deidades y heroínas del pasado.
En
un momento determinado dijo que debía irse. Volvió a sonreírme y se levantó de
la silla con su libro en la mano. Vi desaparecer su rojiza cabellera entre la
gente, sin más, como si no hubiese existido nunca. E hice lo mismo que aquellos
exaltados, aquellos románticos desesperados, iluminé su vida con fantasías
fruto de mi mente, la convertí en un bello espectro de la mujer que
probablemente nunca fue y así permanece en mi memoria.
Me
levanté a pagar los cafés sumido en esa fantasía y el camarero me miró
interrogativo. Le devolví la mirada con interés y le pregunté si la conocía. Me
dijo que no, pero que sabía a qué se dedicaba. No me hicieron falta más explicaciones,
ahora lo comprendía todo. Sin saberlo, había vuelto a representar aquella
escena de Dickens, había hecho sonar aquella vieja melodía que, una y otra vez
en la historia, representa el despertar de la conciencia.