“En
el undoso y resonante ponto hay una isla, a Egipto contrapuesta, de Faro con el
nombre distinguida” (Homero, Odisea, IV, 354-5)
Recorro la sala de exposiciones fascinado. Los objetos egipcios tienen una rara cualidad para maravillarnos. No solo es el encanto que el Oriente tiene para los occidentales, ya de por sí atrayente; es, como explicarlo, reconocer algo universal, civilizador, un orden frente al caos que toda sólida cultura promete. Y esta sensación se tiene tanto si se contempla una pirámide, monumental e imperturbable, como un pequeño objeto de tocador, una joya o una pintura mural de vivos colores repletos de jeroglíficos y hieráticas figuras. Las vitrinas con los más variados objetos, las cerámicas, las esculturas, se distribuyen entre las arquerías de esta moderna sala de exposiciones. No es la primera vez que vengo, tampoco es la única exposición que contemplo en Madrid con esta temática; pero hoy, esta visita tiene un cierto regusto nostálgico.

Hablar
de Cleopatra no es solo contar las románticas, calculadas o no, relaciones que
mantuvo con Marco Antonio o César, en el canto del cisne de la dinastía
Ptolemaica. También significa sumergirse en los misterios de la cultura en la
que se asentaron los herederos de Alejandro: el Egipto milenario y, sobre todo,
es hablar de su magnífica fundación, esa ciudad, tan viva hoy como entonces que
se llama Alejandría. Los brillos de ambas culturas, la griega y la Egipcia, destellaron
en un último y agonizante estertor, para darnos uno de los periodos de la
antigüedad más extraordinarios de que podemos disfrutar.
No
recuerdo cuando fue la primera vez que oí hablar de esta ciudad y del
helenismo; pero hubo dos lecturas referidas a ella que me atrajeron sobre
manera. La primera, una novela delicada y sensual: Afrodita de Pierre Louys, me sumergió en ese mundo olvidado y
seductor, lleno de belleza, pero no exento de crueldad.


Pero
no nos engañemos, Grecia y Egipto no se fundieron en Alejandría, y como muy bien dice el profesor Blanco
Freijerio, la ciudad, a pesar del oropel artístico que la envolvía, era
esencialmente una ciudad griega. Alejada de las pirámides, de Tebas, la de las
cien puertas y sobre todo del pensamiento egipcio, la gran urbe se abría más al
Mediterráneo y al norte helénico que a la tierra del Nilo.
Al
salir de la exposición es la hora de comer. Conozco esta zona, hace tiempo
trabajé unas calles más abajo y sé dónde puedo comer con garantías por una
módica cantidad. Madrid es una ciudad amable en todo, y es fácil encontrar un
sitio donde se come decentemente por poco dinero al lado de restaurantes de
gran calidad, aunque no tan económicos. Me agrada encontrar un local que
sobrevive al tiempo y a la crisis desde hace más de dos décadas. Mientras
espero el menú, abro el libro que he comprado en el museo. Es una pequeña guía
arqueológica de Alejandría.
En
lo primero que me fijo es en un plano hipotético de la ciudad y en una bella
vista panorámica ideal. En ellos se pueden apreciar el puerto bullicioso y
lleno de naves en tránsito, las murallas y los edificios más representativos, como
el palacio real que contenía el Museo y el famosísimo faro. Al terminar de
comer me salgo y me siento en un parque cercano para saber más sobre esa mítica
ciudad. Leo con sorpresa que su fundador, el gran Alejandro, tuvo la idea de crear
de la nada una ciudad en el delta del Nilo; pero cuando se estaba preparando
todo para su trazado en un determinado lugar, el gran conquistador soñó. Cuando
un rey tenía un sueño en la antigüedad, era considerado de manera distinta a
como lo sería hoy. Era, tal vez, una señal divina.
Alguien
al oído, le recitó unos versos de la Odisea que he reproducido al principio del
texto y así Alejandro Magno edificó Alejandría, una más de las múltiples
ciudades que fundó con ese nombre a lo largo y ancho del extensísimo imperio
que conquistó. Sin embargo, solo ella permaneció, solo ella fue el alma del
helenismo, la joya del Mediterráneo, lugar de seducción y de deseo, también de
cultura y conocimiento sin igual.
Sin
duda la cultura helena, aun con todo el esplendor del pasado que arrostraba, se
debía considerar humilde al lado del impresionante legado del milenario Egipto.
Es probable que sintiera la necesidad de igualar o atemperar las diferencias
que pudiese haber entre una y otra cultura y así, nació el Museo. Era este una
institución donde se reunirían las mentes más preclaras de la antigüedad. Era
necesario dar a la corte Ptolemaica el empaque que necesitaba para gobernar a
unos súbditos tan avanzados.
Siendo
este edificio, el Museion, un lugar legendario de la antigüedad, tanto que
terminó dotando de significado a nuestras modernas instalaciones, aquellas que
conocemos como museos, fue solo una parte de él, su increíble biblioteca, la
que terminó siendo el más preciado edificio de Alejandría. Se dice,
probablemente sin mucho fundamento, que los fondos de la biblioteca serían de
unos setecientos mil volúmenes. No importa el número, que puede ser simbólico,
de haber tenido solo cuarenta mil, habría sido igualmente maravillosa. Hoy,
entramos en una biblioteca media, considerada pequeña, con ese número de
volúmenes y no le damos ninguna importancia; pero entonces, cuando el
conocimiento estaba al alcance de muy pocos, era un verdadero tesoro.
Imagino
las lágrimas que debieron verter los últimos custodios de ese saber, al ver
arder tanto papiro lleno de infinitos conocimientos, aquellos que la mente
humana, sola, jamás puede si quiera imaginar. Debieron sentir derrumbarse su
mundo, en aras de un orden nuevo. Lo nuevo siempre pretende borrar lo viejo.
“borrón y cuenta nueva” es la seña de identidad de todo dictador. La tabla rasa
elimina comparaciones, referencias, puntos de vista opuestos, en definitiva,
cuanto pueda hacer pensar que el nuevo orden no es más que una nueva mentira.
Por eso debemos conservar el conocimiento; sin él, estamos expuestos a que
cualquier gurú, con la excusa de liberarnos de nuestras cadenas, vuelva a
quemar la biblioteca de Alejandría.