Mi
cicerone se ha parado poco en la fachada, parece tener prisa por entrar y no lo
achaco al frío, sospecho premura de tiempo. Mientras me habla, mis ojos van de
los suyos a las bóvedas y de éstas a la pasión que desatan sus palabras. He vuelto a la ciudad invisible. Me he
quedado tantas cosas por ver en sus anónimos templos, en sus calles olvidadas,
que he decido regresar para encontrar en sus añejos muros, respuesta no
contestadas.
Mi guía continua hablando sin detenerse,
quiere que sus palabras sirvan de fondo a las imágenes que mi retina intenta
fijar. Llevo la cámara conmigo pero, vuelvo a tener misma la impresión, las
imágenes no se ajustan a las sensaciones que me embargan. Estamos en la nave
principal, la bóveda sobre nuestras cabezas genera una extraña luz, difusa pero
evidente, en contraste con cierta penumbra que atesora la parte baja. Mi
imaginación fermenta y cree reconocer una platónica dicotomía: lo celestial de
lo terrenal, lo ideal de lo sensible. No sé si el artífice buscaba ese efecto,
pero es bello y sugerente.
El templo está vacío, la voz de mi amigo
se pierde en un recogido silencio que atesora el espacio. El arte de pilares y
nervios ha hecho esclavo este espacio destinado a Dios, se respira distinto
aquí dentro. Mi espíritu se ha acogido a sagrado, como aquellos que en tiempos
no encontraban otro lugar donde refugiarse, donde estar a salvo de todo. Mi mente
parece haber entendido esto y mientras camino entre olvidos y anónimos
sepulcros, creo oír los susurros de pretéritos rezos.
Reconozco el sabor del gótico, de la
luz, pero la extrañeza se adueña de mí al contemplar ladrillos tras los revocos
que simulan piedra. Extraños símbolos, no obstaste, me dicen que no todo es
obra de alarifes, también los canteros de Dios están presentes donde la solidez
y la fuerza lo exige. Solo se valora la pureza de estilo, pero no hay mayor
belleza que el mestizaje, aquel que se mueve en la línea de sombra, que se asoma
a dos realidades distintas. El templo se descubre en ellas en el tiempo en el
que el mudéjar se muestra visible aún y el ultimo gótico se vuelve flamígero.
Oigo las dificultades y los avatares de
su construcción, los retos de fábrica de las bóvedas en la altura, los defectos
subsanados, los escudos de los comitentes, las fechas, los acontecimientos
históricos paralelos, mezclados con la nobleza y la realeza de Castilla, de España al fin. Me pregunto
cuántos de estos templos olvidados pueblan la geografía de las Españas y aún de
las Américas, que están al margen de los grandes nombres y reconozco que es
ello lo que los hace valiosos, como pequeñas joyas arrinconadas en cajones de
nuestra casa.
Recorro las capillas laterales que
cubren y ocultan los contrafuertes, son como pequeñas capsulas de eternidad.
Están a caballo entre dos siglos, protegidas por viejas rejerías que convierten
estos templos menores en algo exclusivo e íntimo. Negras letras góticas rezan
en latín por el alma de los difuntos de otra realidad, de otro tiempo. Bellas
esculturas en mármol o alabastros detienen su paso en el momento en que
guerreros o santos han entregado su alma a Dios. En ellas, en las capillas, encontramos
retablos, pinturas, tallas de santos y de vírgenes, sublimes crucificados, ecce
homos, dolorosas y toda iconografía necesaria para la invocación y el consuelo
de los mortales.
Por una capilla lateral salimos al
claustro, austero, este sí enteramente gótico. En él vemos retablos vacíos,
restos de esculturas y más sepulturas, unas en el suelo, otras empotradas en la
pared y algunos sarcófagos de granito en el patio. Se respira una extraña
soledad aquí y una frialdad que contrasta con la luz que llega a través de las
arquerías. Parece un pequeño museo de las cosas olvidadas, de distintas épocas,
desde los visigodos hasta el Siglo de las Luces. Mi interlocutor me explica el
poco común juego de contrafuertes que nacen de la nave, y mientras conozco su
origen y razón de ser, sigo la cornisa con sus gárgolas de animales
reconocibles unos, fantásticos otros. Erosionados y orgullos pináculos de granito
coronas los contrafuerte. Al salir del claustro mi mirada, antes de llegar al
umbral de la puerta, se fija en una sepultura sin nombre. Tan solo una pocas
letras capitales suelta atestiguan lo que quiso ser el recuerdo de alguien,
pero ya no son nada. Le comento a mi guía sobre el particular y convenimos que
los epitafios e inscripciones sepulcrales pretende el recuerdo, pero solo
retardan lo que terminará llegando: el olvido.
Volvemos a entrar en la nave lateral y
recorremos, en lenta sucesión, las capillas hasta llegar a la sacristía. Un bella
imagen de la Virgen, de rubios cabellos, la preside; pero yo me fijo en un
documento tras un vitrina, un pergamino del siglo XIII escrito en pulcros y cabalístico
signos góticos. Se rompe el misterio al conocer la razón de ser de este texto;
mas a mí me hubiese gustado no saberla, pues los texto ilegibles o no
descifrados tienen un no sé qué de misterio, un halo oculto que los hace
especialmente apto para alimentar la imaginación. Esas apretadas y vistosas
letras cuya tinta, ya oxidada, que han pasado del negro original a un ocre
tenue, me hacen imaginar al experto amanuense copiando el texto sobre el
pergamino. En el fondo, lo que nos hace amar el pasado no es el amor a las
cosas muertas sino los fragmentos fosilizados de vida, de otras innumerables
vidas que poblaros nuestro prestado mundo.
Cruzamos la nave central y nos detenemos
un instante frente al retablo de la Capilla Mayor, neoclásico, que enmarca un
gran cuadro de la Asunción de la Virgen, para luego continuar viendo las capillas
del lado de del Evangelio. Me llama la atención un lienzo de azulejos de
cerámica en el banco de un retablo. Mi acompañante, un tanto exaltado, me habla
del pasado glorioso de este arte en la ciudad y de su posterior decadencia.
Admiro el horro vacui de un grutesco
muy del gusto renacentista que recuerda, como no podía ser de otro modo, la
antigüedad clásica.
Casi a punto de salir, en la sala del
capítulo, admiramos un bello cantoral abierto, sus pesadas tapas se apoyan en
el atril. Estando relativamente lejos, puedo ver con claridad los enormes
signos delineados sobre los gruesos pergaminos que le dan soporte. Mi guía me
hace imaginar ese maravilloso objeto presidiendo la sillería del coro, hoy
desaparecido, y la riqueza de notas de la música sacra ascendiendo hacia la luz
del crucero.
Al
salir a la plaza todo cambia, vengo de otro mundo, de sonidos apagados por el
paso del tiempo, pero me siento bien, esto es el mundo, pero me alegra que aún
contenga lo que fue en otro tiempo. En la plaza nos volvemos hacia el templo
admirando el bellísimo rosetón de la portada. Miro a mi guía, le noto triste e
intuyo porqué, en la escasa hora que hemos permanecido en el templo, nadie ha
acompañado nuestro pasos. En una ciudad populosa como es esta, no debería ser
así, eso me dice, pero es la realidad.
A mi regreso a casa busco información
sobre el templo, apenas encuentro nada, hasta que indago donde debo. En una
magnífica, exhaustiva y ya clásica obra llamada Historia de la arquitectura española del eminente Fernando Chueca
Goitia, discípulo del gran Leopoldo Torres-Balbás, encuentro una descripción.
Es concisa y casi poética, pero deja constancia de la importancia y
peculiaridad del edificio. Luego, en la soledad de mi estudio, visualizo las
fotos y rememoro las últimas frases que trabé con mi guía. Las fotos no son
digna si no lo son para el recuerdo vaporoso e impreciso, pero sí lo son las
reflexiones, a medio camino entre la exaltación y la melancolía. Exaltación por
el descubrimiento de realidades ocultas, abandonadas; melancolía porque una vez
descubiertas, el manto del olvido vuelve a cubrirlas inexorablemente.
En la despedida, mi guía me acompaña a
la estación, el frio nos sigue al borde del ocaso entre las hojas muertas del
otoño. Le prometo volver si, en la búsqueda de otras pequeñas joyas de su
ciudad, él me acompaña. Una sonrisa abierta ilumina su rostro y la veo
difuminarle en la oscura estación cuando el tren se aleja de la ciudad
invisible.