El
traqueteo del expreso mece mis pensamientos. Estoy fuera del compartimento, en
el pasillo, frente a la ventana, viendo pasar la oscuridad y sumido en un mar
de recuerdos. Mucho tiempo atrás, siendo un chaval, había oído el paso del Lusitania en la noche, a lo lejos,
irreal, como el paso de un pájaro nocturno que se llevaba mis sueños a apartadas
tierras. Y Lisboa era en aquellos años algo lejano, como el Oriente, tan
desconocido y difuso como los países inventados en los comic de mi infancia. Era
una Arcadia que apenas sabia situar, con la emoción y el miedo que nos suscitan
los lugares remotos y desconocidos. Con la imaginación había viajado mil veces
en ese expreso porque, cuando se es niño, y creo que se es así más tiempo de lo
que creemos, el miedo que siempre precede a la curiosidad, es siempre vencido.
Cuando nos hacemos mayores, en la vorágine de una vida que ya no nos pertenece,
enmascaramos el temor de mil formas para no partir, para no terminar por
encontrar aquello que buscamos.
La oscuridad total da paso a luces
esporádicas, luego estas se hacen más frecuentes hasta que el tren va
reduciendo su marcha. Lentamente el expreso entra en una estación, farolas y
bancos se alternan hasta que mi vista se detiene en uno de estos últimos. El
andén, vacío y silencioso me recibe con la indiferencia de quien ve pasar a un
desconocido. Nadie parece haber subido al tren, pero al poco, al final del
pasillo, aparece un hombre con una maleta. Se dirige a donde yo estoy, me
saluda y entra en mi compartimento. Es pronto para dormir así que el hombre
sale al pasillo a charlar y a fumar un cigarrillo. Me cuenta que vuelve
jubilado a su tierra, a la tierra que no ha dejado de añorar, a su Lisboa natal
que abandonó en sus años de esperanza. Le cuento que voy a su ciudad por
motivos sentimentales y se sonríe, piensa que es por una mujer; pero no, hago
el viaje que una persona querida quiso hacer, digamos que lo hago en su nombre.
En el compartimento seguimos charlando, tiene en su mano un libro que leí hace
lustros, ya ni lo recuerdo: Por tierras
de Portugal y de España. Le pregunto si le gusta Unamuno. Me dice que sí,
ahora que ha vuelto a creer, a escuchar sermones que de joven rechazaba. A mí
también me gusta Unamuno, le comento, pero no le perdono que ignorara a Pessoa.
Él, que admiraba a Portugal, no debió pasarlo por alto. Me recuerda nuestro
tradicional desencuentro, nuestra mutua e ignorante incomprensión, siempre tan
cerca y tan lejos. Unamuno imaginaba a Portugal como:
“…una
hermosa y dulce muchacha campesina que de espaldas a Europa, sentada a orillas
del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma de las
gemebundas olas se los baña. Los codos hincados en las rodillas y la cara entre
las manos, mira cómo el sol se pone en las aguas infinitas.”
La conversación se va alargando hasta
decaer de forma progresiva en unas última palabras antes del sueño. El sueño en
los trenes es intermitente, poco reparador, pero dulce. Un ruido borroso te
acompaña a las regiones interiores y se mantiene así, de fondo, hasta que
alguien abre la puerta del compartimento o hay un ruido de railes distinto,
pero enseguida vuelve uno a sumergirse en la nada.
Por la mañana veo amanecer mientras tomo
un café. El tren poco a poco está llegando a su destino: la estación de Santa
Apolonia. El destino de un viaje es siempre presentido y Lisboa se hace con tu
alma incluso antes de perderte en sus calles, antes de bajarte del tren. No pretendo hacer turismo, pero es
inevitable recorrer la Alfama, la Baixa y el Chiado, La plaza del Rossio, la
del Comercio, el castillo, el Barrio Alto y por supuesto los Jerónimos.
Imposible es olvidarse de la historia en una ciudad como ésta y no tener en
mente a Enrique el Navegante, Don Manuel I el Afortunado o al Marqués de
Pombal; pero presiento que no he venido a Lisboa a ver todas estas maravillas,
ni siquiera a perderme en sus calles y en sus cafés, respirando su sabor.
No, con
ser suficientes motivos para visitarla, en realidad he venido para entender el
viaje soñado y nunca realizado por aquellos que, fracasados o no, han
convertido ese destino en un a Ítaca soñada, en una suerte de anhelo personal,
añorado por imposible. Me viene a la mente un film de principios de los
noventa: Corazón Roto, una clásica
historia de vidas malogradas, de penurias y de soledades, en la que el
personaje principal, interpretado por Jeff Bridges, ex convicto, tiene como
meta pasar a Alaska. En sus circunstancias es algo imposible y mientras él
persigue ese canto de sirenas, su hijo intenta ser aceptado como tal por un ser
descoyuntado moralmente. No elegimos las cosas que nos marcan, esas visiones
que, a veces falsas, se quedan en nuestra mente para siempre, sin venir a cuento,
sin un motivo aparente; pero esta película se ha quedado en mi memoria grabada
a fuego: el desamparo del muchacho, el camino de perdición del padre, la meta
inalcanzable, son ya parte de mi. Supongo que hay temores primigenios en todo
ello, si no ¿qué sentido tienen esa imágenes fosilizadas en mi mente?
Entro en un bar situado en una de las
recoletas y empinadas calles del Barrio Alto, tal vez uno de esos locales en
los que Pereira, el entrañable personaje de Tabucchi, se tomaba su limonada.
Sentado en una de las mesas, lo imagino sudando la gota gorda de un verano
lisboeta de la década de los treinta, tratando de eludir o hacer que no ve
aquello que le rodea. Para mi es tan indisociable de estas calles, que he
terminado viendo la ciudad a través de sus ojos miopes, como si yo no estuviese
aquí. Porque en realidad quien está aquí no soy yo, sino aquel que deseó venir
y al final se le hizo tarde. Sostiene
Pereira es una magnifica novela, y él, Pereira, un hombre que no quiere
meterse en líos, es el paradigma de la víctima ignorante, aquel que cierra los
ojos y los aprieta hasta que la luz de la realidad traspasa sus párpados.
Pascal Mercier, en otra memorable
novela, creó un personaje entrañable, Raimond Gregorius. En un día cualquiera
de su anodina vida, Gregorius decide tomar un tren…Un tren nocturno a Lisboa y emprende una aventura que no sabe dónde
le llevará. Esa ruptura cambia su vida, y lo hace persiguiendo el fantasma del
autor de un libro que ha caído en su mano por casualidad. La novela es una
delicia, llena de detalles que nutren un relato extraordinariamente rico en
contenido. Es un canto a la vida y al librepensamiento, algo que damos siempre
por sobrentendido, cuando es un bien escaso y poco extendido.
Ambos, Pereira y Gregorius tienen en
común el llegar y partir de la misma ciudad y, ambos también, recorren un camino
de redención. Los autores no son portugueses, como tampoco lo soy yo, ni aquel
que deseó visitarla sin conseguirlo. Solo así se comprende que esa Lisboa
imaginada deba ser algo cercano al ensueño, para que cada mente sienta algo no
escrito, no digerido, ignorado, que la haga especial.
He subido al castillo de San Jorge,
desde allí diviso toda la cuidad y el rio, el inmenso estuario. Un navío de
combate parte hacia la desembocadura y hace sonar su sirena al paso de pequeños
veleros. Me pregunto cuántos lisboetas habrán sentido la necesidad de nuevos
horizontes, más allá del estuario, del océano, hacia otros lugares lejanos y
míticos. Infinitos supongo, como infinitas son las fronteras a las que debemos
dirigirnos para olvidar nuestro destino, para no reconocer que hemos quemado
las naves inútilmente y que queda tiempo, que aún es tiempo de vivir.