sábado, 1 de agosto de 2015

Lusitania Expreso



El traqueteo del expreso mece mis pensamientos. Estoy fuera del compartimento, en el pasillo, frente a la ventana, viendo pasar la oscuridad y sumido en un mar de recuerdos. Mucho tiempo atrás, siendo un chaval, había oído el paso del Lusitania en la noche, a lo lejos, irreal, como el paso de un pájaro nocturno que se llevaba mis sueños a apartadas tierras. Y Lisboa era en aquellos años algo lejano, como el Oriente, tan desconocido y difuso como los países inventados en los comic de mi infancia. Era una Arcadia que apenas sabia situar, con la emoción y el miedo que nos suscitan los lugares remotos y desconocidos. Con la imaginación había viajado mil veces en ese expreso porque, cuando se es niño, y creo que se es así más tiempo de lo que creemos, el miedo que siempre precede a la curiosidad, es siempre vencido. Cuando nos hacemos mayores, en la vorágine de una vida que ya no nos pertenece, enmascaramos el temor de mil formas para no partir, para no terminar por encontrar aquello que buscamos.
        La oscuridad total da paso a luces esporádicas, luego estas se hacen más frecuentes hasta que el tren va reduciendo su marcha. Lentamente el expreso entra en una estación, farolas y bancos se alternan hasta que mi vista se detiene en uno de estos últimos. El andén, vacío y silencioso me recibe con la indiferencia de quien ve pasar a un desconocido. Nadie parece haber subido al tren, pero al poco, al final del pasillo, aparece un hombre con una maleta. Se dirige a donde yo estoy, me saluda y entra en mi compartimento. Es pronto para dormir así que el hombre sale al pasillo a charlar y a fumar un cigarrillo. Me cuenta que vuelve jubilado a su tierra, a la tierra que no ha dejado de añorar, a su Lisboa natal que abandonó en sus años de esperanza. Le cuento que voy a su ciudad por motivos sentimentales y se sonríe, piensa que es por una mujer; pero no, hago el viaje que una persona querida quiso hacer, digamos que lo hago en su nombre. En el compartimento seguimos charlando, tiene en su mano un libro que leí hace lustros, ya ni lo recuerdo: Por tierras de Portugal y de España. Le pregunto si le gusta Unamuno. Me dice que sí, ahora que ha vuelto a creer, a escuchar sermones que de joven rechazaba. A mí también me gusta Unamuno, le comento, pero no le perdono que ignorara a Pessoa. 
Él, que admiraba a Portugal, no debió pasarlo por alto. Me recuerda nuestro tradicional desencuentro, nuestra mutua e ignorante incomprensión, siempre tan cerca y tan lejos. Unamuno imaginaba a Portugal como:
       
“…una hermosa y dulce muchacha campesina que de espaldas a Europa, sentada a orillas del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma de las gemebundas olas se los baña. Los codos hincados en las rodillas y la cara entre las manos, mira cómo el sol se pone en las aguas infinitas.”

        La conversación se va alargando hasta decaer de forma progresiva en unas última palabras antes del sueño. El sueño en los trenes es intermitente, poco reparador, pero dulce. Un ruido borroso te acompaña a las regiones interiores y se mantiene así, de fondo, hasta que alguien abre la puerta del compartimento o hay un ruido de railes distinto, pero enseguida vuelve uno a sumergirse en la nada.

        Por la mañana veo amanecer mientras tomo un café. El tren poco a poco está llegando a su destino: la estación de Santa Apolonia. El destino de un viaje es siempre presentido y Lisboa se hace con tu alma incluso antes de perderte en sus calles, antes de bajarte del tren.     No pretendo hacer turismo, pero es inevitable recorrer la Alfama, la Baixa y el Chiado, La plaza del Rossio, la del Comercio, el castillo, el Barrio Alto y por supuesto los Jerónimos. Imposible es olvidarse de la historia en una ciudad como ésta y no tener en mente a Enrique el Navegante, Don Manuel I el Afortunado o al Marqués de Pombal; pero presiento que no he venido a Lisboa a ver todas estas maravillas, ni siquiera a perderme en sus calles y en sus cafés, respirando su sabor. 
No, con ser suficientes motivos para visitarla, en realidad he venido para entender el viaje soñado y nunca realizado por aquellos que, fracasados o no, han convertido ese destino en un a Ítaca soñada, en una suerte de anhelo personal, añorado por imposible. Me viene a la mente un film de principios de los noventa: Corazón Roto, una clásica historia de vidas malogradas, de penurias y de soledades, en la que el personaje principal, interpretado por Jeff Bridges, ex convicto, tiene como meta pasar a Alaska. En sus circunstancias es algo imposible y mientras él persigue ese canto de sirenas, su hijo intenta ser aceptado como tal por un ser descoyuntado moralmente. No elegimos las cosas que nos marcan, esas visiones que, a veces falsas, se quedan en nuestra mente para siempre, sin venir a cuento, sin un motivo aparente; pero esta película se ha quedado en mi memoria grabada a fuego: el desamparo del muchacho, el camino de perdición del padre, la meta inalcanzable, son ya parte de mi. Supongo que hay temores primigenios en todo ello, si no ¿qué sentido tienen esa imágenes fosilizadas en mi mente?


    Entro en un bar situado en una de las recoletas y empinadas calles del Barrio Alto, tal vez uno de esos locales en los que Pereira, el entrañable personaje de Tabucchi, se tomaba su limonada. Sentado en una de las mesas, lo imagino sudando la gota gorda de un verano lisboeta de la década de los treinta, tratando de eludir o hacer que no ve aquello que le rodea. Para mi es tan indisociable de estas calles, que he terminado viendo la ciudad a través de sus ojos miopes, como si yo no estuviese aquí. Porque en realidad quien está aquí no soy yo, sino aquel que deseó venir y al final se le hizo tarde. Sostiene Pereira es una magnifica novela, y él, Pereira, un hombre que no quiere meterse en líos, es el paradigma de la víctima ignorante, aquel que cierra los ojos y los aprieta hasta que la luz de la realidad traspasa sus párpados.
      
 No comprendo como un personaje literario puede tener más entidad que una persona que respiró y vivió. Es así tal vez porque el ausente apenas dejó huella, no se dejó ver ni oír, pasó por la vida casi sin respirar, para no ser notado. Tal vez aprendió a temer, antes que a confiar. Mientras que Pereira, con su paso cansado, mil veces repetido en la mentes de infinitos lectores, vive y menudea en esta ambiente tan suyo.
        Pascal Mercier, en otra memorable novela, creó un personaje entrañable, Raimond Gregorius. En un día cualquiera de su anodina vida, Gregorius decide tomar un tren…Un tren nocturno a Lisboa y emprende una aventura que no sabe dónde le llevará. Esa ruptura cambia su vida, y lo hace persiguiendo el fantasma del autor de un libro que ha caído en su mano por casualidad. La novela es una delicia, llena de detalles que nutren un relato extraordinariamente rico en contenido. Es un canto a la vida y al librepensamiento, algo que damos siempre por sobrentendido, cuando es un bien escaso y poco extendido.
        Ambos, Pereira y Gregorius tienen en común el llegar y partir de la misma ciudad y, ambos también, recorren un camino de redención. Los autores no son portugueses, como tampoco lo soy yo, ni aquel que deseó visitarla sin conseguirlo. Solo así se comprende que esa Lisboa imaginada deba ser algo cercano al ensueño, para que cada mente sienta algo no escrito, no digerido, ignorado, que la haga especial.
        He subido al castillo de San Jorge, desde allí diviso toda la cuidad y el rio, el inmenso estuario. Un navío de combate parte hacia la desembocadura y hace sonar su sirena al paso de pequeños veleros. Me pregunto cuántos lisboetas habrán sentido la necesidad de nuevos horizontes, más allá del estuario, del océano, hacia otros lugares lejanos y míticos. Infinitos supongo, como infinitas son las fronteras a las que debemos dirigirnos para olvidar nuestro destino, para no reconocer que hemos quemado las naves inútilmente y que queda tiempo, que aún es tiempo de vivir.

sábado, 4 de julio de 2015

Descensus ad inferos



  No suelo viajar en coche, me inquieta y perturba, cuando lo hago es porque no hay alternativa posible. Es finales de diciembre, ya anochecido y me dirijo hacia el suroeste con la idea de llegar a un pueblo perdido en el que jamás he estado. Es una visita ineludible, una despedida definitiva de alguien que fue amigo y confidente años atrás.
   He cogido un desvío equivocado de la autovía y he ido a parar a una ciudad de tamaño medio de la que me cuesta salir. Al cansancio y al fastidio se unen la necesidad de parar, pues ya no me queda gasolina y necesito estirar las piernas. Una gasolinera de las afueras me salva del contratiempo. Es casi la hora del cierre cuando un solitario empleado sale a servirme.
Frente a la gasolinera hay una larga valla y tras las rejas de la única puerta visible, diminutos puntos de luz, son lucernas encendidas, es un cementerio. El individuo es poco hablador, una panza prominente le antecede y muestra a las claras cuál es su  pecado capital. Mientras le miro distraído pienso que, en realidad, todos estamos cercanos a uno, si no de obra, al menos de pensamiento.
Un extraño zumbido que no sé identificar, se oye no lejos. Entre el cansancio y la desgana pregunto al hombre por su origen y él, con un suspiro de resignación y una media sonrisa, me dice que es el alma de alguien convertida en humo.Es una poética forma de decirme que, junto al cementerio, hay un tanatorio dotado de crematorio. Miro hacia allá y veo una construcción moderna envuelta en la bruma, cuyos volúmenes más cercanos son sin duda las formas de una chimenea camuflada. Parece una torre campanario, pero es lo que es.
   Continúo mi periplo en una ya solitaria carretera de doble sentido, mientras suenan los Eagles y su Hotel California. Esta enigmática melodía es un fondo sonoro magnifico cuando conduces de día, incluso uno se imagina esos paisajes desérticos con carreteras infinitas de los Estados Unidos; pero aquí y ahora, en la noche, la sensación es de desasosiego. Las líneas de la carretera se suceden y se tiene la sensación de no ir a parte alguna. Me asalta una imagen que sólo tiene relación con ello, en la medida de que mi memoria la ha enlazado en el tiempo y en el espacio. Es un dibujo satírico que adornaba una de las paredes de un conocido bar de copas que frecuentaba treinta años atrás. Representaba una sinuosa carretera que, inevitablemente, se dirigían entre un giro y otro hacia un precipicio en la parte superior. Los vehículos que se acercaban a él no parecía ser conscientes de ello, o tal vez sí, lo cierto es que al final caían y era recogidos en una gigantesca red cazamariposas donde se amontonaba.
    Diviso una pequeña zona iluminada más adelante y me doy cuenta de lo cansado que estoy. Es un pequeño hostal de carretera, no uno de esos que salen en las películas americanas, con una sucesión de habitaciones de una sola planta, sino un único edificio de dos alturas con pocas habitaciones. Es deprimente, feo y aislado, pero necesito dormir, no preciso más.
    Casi al instante de tumbarme me duermo y empiezo a soñar. Chapoteo en el agua de una playa a la que he llegado, no sé de qué manera. Un agreste litoral se percibe desde ella, a lo lejos columnas de humo llenan el horizonte, son velas de navíos grandes y pequeños ardiendo. Tal vez soy un náufrago de los innumerables que caen al mar durante una batalla naval; pero al ver el horizonte, más allá de la playa, me doy cuenta de que no, pues el caos que parece reinar en esas plomizas aguas, se repite en tierra. Salgo como puedo del agua y me aproximo a unas dunas próximas donde, con horror, veo cadáveres expuestos al sol sobre altas picas. Otros cuerpos cuelgan de cadalsos improvisados, al tiempo que un esqueleto levanta una espada sobre la cabeza de un hombre que, con los ojos vendados, espera el tajo.

Docenas de esqueletos avanzan desde la playa contra una masa de gente que lucha contra ellos; otros, en desbandada, huyen despavoridos. De las profundidades de las fosas surgen muertos que se preparan para ese combate desigual, mientras otra multitud de esos monstruos de osamenta armada, esperan su turno para participar en la aniquilación. Llego a una pequeña elevación sobre la que diviso un paisaje aún más apocalíptico. Ya no son docenas sino cientos de osamentas las que, en formación cerrada, empujan a una masa aterrada de personas, masacrándola sin discriminación. Todos son empujados hacia la oscuridad de un averno incógnito, donde entran para no ser ejecutados allí mismo. 
   No hay escapatoria, una línea de escudos, en realidad ataúdes, cierra esa posibilidad. Fuera de esa escena abrumadora hay otras más cercanas, pero no menos espeluznantes: a una laguna infecta son arrojados varios infelices que se debaten para no morir, pero atados y con piedras al cuello, no tienen ninguna posibilidad de salvación. Entre el griterío ensordecedor oigo el sonido de campanas, tañidas por los mismos que masacran, son las de juicio final. De pronto, en medio del caos, la veo aparecer sobre su famélico e infernal caballo, seco y decrépito como ella. Es la muerte que cabalga con su guadaña segando vidas, aplastando existencias. Su furia no tiene límites, no deja duda ni interpretaciones: puedo ver a reyes, nobles y villanos morir, con riquezas y boatos, hambres y miserias, todos fenecen. Irrumpe en una mesa de juegos, en un banquete, en una escena de enamorados, a todos parece alcanzar, nadie está a salvo. Unos son atrapados en redes, otros degollados sin remisión. Huir o luchar no es más que una cuestión de cómo enfrentarla, al final todos caen ante ella.
Despierto en medio de la noche y una media sonrisa se dibuja en mi rostro, al tiempo que rememoro mi última visita al Prado. Un museo infinito si uno quiere, aunque nunca he podido sustraerme a las salas de los primitivos flamencos: Van der Weyden, Memling, Patinir o Hieronymus Bosch, nos esperan allí. Este último, más conocido como El Bosco y su Jardín de la Delicias, eternamente rodeado de una nube de japoneses con pinganillos. El cielo y el infierno conviven en estas tablas al óleo; Bellos rostros y delicadas telas de Flandes; paisajes idílicos junto a fuego y destrucción; Sátira, crítica y diversión junto a enseñanzas morales. Un universo filosófico y hedonista a un tiempo, que cautiva y avasalla a cuantos lo visitan.
    Para el final dejo inexcusablemente a Bruegel el Viejo y El triunfo de la muerte, la imagen más aterradora que imaginarse pueda. Un escenario sin concesiones a salvación alguna, sin redención, la muerte como fin último. No se extraña uno de tal visión apocalíptica conociendo la historia del siglo XVI en Europa: guerras, epidemias y muerte por doquier; sin embargo no tendríamos que ponerle mucha imaginación al asunto para trasladar esas plagas a nuestros días.
     Un aspecto que me llama la atención es la forma en la que se representan dos escenas opuestas en la pintura, a saber: cielo e infierno. Mientras que aquél se ve representado con un número limitado de imágenes de paz y sosiego, con una insulsez bastante notoria, los motivos y detalles de las zonas infernales parecen ser infinitos. Una sobreabundancia de desastres y zozobras terrenos pueden justificar esa desproporción, aunque pienso que la querencia por el infierno no sólo puede ser debida a esto. No quiero decir con ello que al final nos vaya la marcha y queramos ir al bullicio infernal, no, sobre todo de clientes; pero ahí tenemos gloriosos ejemplos de descensos a los infiernos, de personajes míticos a veces, literarios otros, que no pueden tener sólo una coartada moral. Creo que en el fondo hay un cierto deseo de conocer el mal, porque al contrario que el bien, parece tener mil caras, todas atrayentes, incluso para aquellos a los que horroriza. O eso, o es como decía Bernad Shaw que:

 “el infierno es la patria de lo irreal y de los que buscan la dicha…”

        Quizás debiéramos hacer desaparecer del todo a dichos antagonistas, porque como dice Borges, precisamente haciendo referencia a un texto de Shaw:

“Si el cielo es un soborno y el infierno una amenaza… ambos parecen indignos de la divinidad…”

        No obstante, me resisto a hacerlos desaparecer de nuestro acervo cultural, a pesar de haberlo planteado: ateos o creyentes, perderíamos más que ganaríamos. Sería como borrar del imaginario colectivo toda la mitología griega o romana, tan sólo porque son dioses olvidados que ya nadie adora. Han quedado, eso sí, como personificación y alegoría de las pasiones humanas, a fin de cuentas eras dioses mundanos. Falsos dioses, bellos iconos.