Es
un día gris y lluvioso de esos que mantienes en la memoria del tiempo cuando te
sientes mal o solo. Propenso a la melancolía, miro la avenida desde los
ventanales del instituto, al tiempo que la profesora habla de literatura. Mi
mente está lejos, sus palabras simplemente suenan de fondo a mi ensoñación. La
avenida no es como se la puede contemplar hoy, sino de tierra, sin apenas
aceras, provisional, con los edificios ya construidos, feos y tristemente
funcionales. Son simples celdas donde familias humildes han creado hogar en
casi la nada. La ciudad crece sin plan ni concierto en aquellos años finales de
la década de los setenta.
Apenas tengo quince o dieciséis años cuando
escucho a Doña Carmen hablar del Duque de Rivas. Es una extraordinaria
profesora de aquellas que reconoces cuando ya no puedes hablar con ella, cuando
ya no existe sino en tu recuerdo. Más sabes de su legado, un legado que está en
ti y que solo alguien de genio pudo insuflar. Habla del Romanticismo, de
Espronceda, de Carolina Coronado, de Larra. Mi mente antojadiza se ha ido por
vericuetos que solo un adolescente conoce. La causa: la imagen de una dama en
un libro de Literatura.
Contemplo un rostro iluminado por una
sonrisa inteligente y una tez de inmaculada blancura sobre la que destacan unos
ojos encantadores, una nariz perfecta y unos labios delicadamente sensuales. Mi
mente comenzó a volar por espacios y épocas distintos al mío, incluso a ser
quien no soy para poder aproximarme a ella. Así, imaginé que vivía en el Madrid
isabelino, que asistía a tertulias de café, a fiesta de grandes magnates y a
salones donde se escuchaba música y se leía poesía. En uno de estos salones
pude verla, rodeada de devotos admiradores, en animada charla, ajena a mi fascinada
atención; pero al poco, como por ensalmo, se alejaba hacia una sala vacía y se
sentaba en un sofá junto a una ventana. Los demás invitados habían desaparecido
ya y la fiesta se convertía en un atrezo que solo servía a mis propósitos, que
no eran otros que permanecer cerca de esa mirada entre risueña y divertida.
Cuando una mujer te mira así, sabe lo que piensas, pero no me importaba mucho
ser transparente, porque sencillamente no tenía palabras, era solo
contemplación.
El alboroto, propio del final de una
clase, me sacó de aquella fantasía romántica, pero la escena no fue sino un
prólogo, el comienzo de una historia que imaginaba de mil maneras y desenlaces,
cada vez que abría el texto y contemplaba su rostro. Con variantes, esas
ilusiones solían ser de dos tipos: el fracaso y la melancolía, fruto del
rechazo, o la euforia y la dicha desborda de saberme correspondido. En el
primer caso me sumía, con cierta fruición no lo niego, en la desesperación y en
la poesía, en la desdicha más genuinamente literaria de aquel momento. Me veía
escribiéndole una carta en la que le exponía mi propósito de morir al no verme
correspondido. Generalmente mi intención no se cumplía, gracias a que, en
última instancia, su mano salvadora evitaba el desastre. Por el contrario, no
se puede describir la dicha que sentía en el caso de ser aceptado como amante;
pero, con ser este el más satisfactorio, generalmente me recreaba más en la
pena de ser rechazado. Era una suerte de masoquismo generador de escenas
líricas inagotable. La dama del cuadro, aquella desconocida, con su exquisita
apostura, me parecía inaccesible, incluso a las quimeras que yo concebía.
Curiosamente he rememorado estos
episodios adolescentes con la contemplación de otro retrato femenino, pintado
por el mismo autor, pero de una naturaleza totalmente distinta. Me hallo en un
palacete de principios del siglo XX, vivienda que fue de Lázaro Galdeano, un
coleccionista y mecenas que atesoró la colección privada de arte de más
importante de España. Hoy es la sede de este magnífico museo y fundación que
lleva su nombre. Contemplo un cuadro de Federico Madrazo que presenta a una
altiva y contenida dama: Gertrudis Gómez
de Abellaneda, pintado en 1857. Representada a una cierta edad, mantiene en
su mirada el brillo de la mujer inteligente y el atractivo de su postura
distante y poderosa a un tiempo. Es el retrato clásico de una dama española: la
furia del misterio en sus ojos, la contención y la distancia con el espectador.
En cambio, mi desconocida dama, a la cual en mi adolescencia no quise poner
nombre, mostraba una disposición distinta, invitándome a contemplarla de cerca.
Este cuadro, el maravilloso retrato de La
condesa Vilches, pintado en 1853, muestra el acierto del autor y la
influencia que atesoró en su viaje a París. Se aprecia claramente el contacto
con la pintura de Jean Auguste Dominique Ingres, no solo en la disposición de
la pose, sino también en los detalles y el decorado magnifico que enmarca y destaca
las carnaciones de la modelo. La Princesa
de Broglie, obra de Ingres y pintada en el mismo año, es un ejemplo de
ello.
La mujer que estaba detrás de esa pintura era en
efecto Amalia de Llano y Dotres, una aristócrata de mediados del XIX, bella y
culta, que organizaba en su palacio obras teatrales, reunían en tertulias a la
flor y nata de los literatos de la época e incluso llego a escribir novelas.
Federico Madrazo, hijo de una familia de artista, pertenecía a su selecto
círculo de amistades y supo plasmar en el momento cumbre de su carrera, la
seductora y atrayente personalidad de Amalia.
El retrato femenino alcanza su
perfección cuando el artista consigue fijar en el tiempo, en la infinitud, el
arcano del alma femenina, aquel que seduce intemporalmente a generaciones de hombres,
como si de platónicos amantes potenciales se tratasen. Federico pintó más de seiscientos retratos, se puede decir que
nos legó un panorama iconográfico insustituible de la España isabelina, todos
ellos de una magnífica profundidad psicológica. La enumeración en el caso del
retrato femenino sería tan prolija que no citaré más que en dos que me han llamado
la atención, además de los ya citados: el de la propia Carolina Coronado con
esa deliciosa mirada, llena de encanto y apostura y en el de Elizabeth Wethered
Barringer, un magnífico retrato que, traigo a colación, por el hecho de que no
mira al observador. El misterio en este caso es imaginar que la modelo mueve lo
ojos y te sorprende.
Recorro con mi mente exposiciones que he
visitado para buscar ese misterio del rostro femenino, y descubro un enigmático
cuadro que por añadirle reservas, cabe la del propio autor. Atribuido al Greco,
La dama del armiño lo es también por
que se duda sobre la mujer representada, pero poco importa si la obra es del
Griego de Toledo o de otro artista, lo verdaderamente asombroso es pensar en su
mirada, en creer que ella te contempla ahora y siempre, como cuando posaba a
finales del siglo XVI. Esa capacidad de transportarte y pensar que ella existe
aún, que al salir a la calle, entre esas recoletas callejuelas, vas a encontrarla
y tendrás solo unos segundos para fijarla en tu memoria, para no olvidar que la
viste realmente.
En realidad no es necesario todo el
adorno que envuelve sus rostros, que las hace aún más bellas; pero podemos
hacer que todo ese ornamento desaparezca o se haga mínimo y seguiremos teniendo
las mismas impresiones. Porque todo está en su rostro, más aun, en sus ojos. Ellos
deben mirarte, siempre deben mirarte para seducirte.
Me meto ahora en la piel de un personaje
ficticio, una ficción dentro de otra. El extraordinario trabajo de Geoffrey
Rush en el papel de un experto en arte llamado Virgil Oldman. Un poco
escrupuloso tasador que, gracias a sus extensos conocimientos de arte, expolia
a sus dueños de obras maestras haciéndoles creer que son menos valiosas. Su
colección particular y secretas es bastante peculiar, se trata de retratos
femeninos de todas las épocas que guarda celosamente. Este excéntrico e
insociable personaje del filme La última
puja busca la mujer ideal en el conjunto de sus retratos, para terminar
enamorándose de una frágil mujer de carne y hueso que hará caer todas sus
defensa. Vale la pena recorrer con el personaje la transformación que sufre: ese
pasar de la indiferencia y el desprecio a la devoción más absoluta.
Si se disfruta de esta buena película,
más aún han de nutrirse los sentidos de las imágenes casi pictóricas y
evocadoras de los cuadros de Vermeer, en la extraordinaria fotografía la
película La joven de la perla. Al
margen de la realidad histórica, la luz que emana de sus escenas, es la viva
transposición del ideal del artista. Su modelo es un ejemplo más de esa
búsqueda de la que hablo: en ambas películas se entona un poético discurso
sobre el enigma de los retratos femeninos y también de la fascinación sus
admiradores.
Yo aún permanezco en aquella clase,
mirando por la ventana y pasando las hojas hasta buscar la dama del cuadro,
como si no hubiese transcurrido el tiempo porque, en la memoria no existe el
tiempo, como no existe en esos ojos que me contemplan, sin la luz del ser, sin
soplo divino ya; pero gracias al genio del artista, eternamente vivos.