jueves, 26 de septiembre de 2024

Alfa y Omega



Al salir del túnel imaginé entrar en un país de fábula, como si aquel pasaje que atravesaba en la casi oscuridad se asemejara al armario que daba acceso a Narnia, aquel lugar mítico que tan brillantemente imaginó C.S. Lewis, solo que no encontré un mundo congelado y sometido, sino el verde y acogedor paisaje asturiano. Había dejado atrás el infierno mesetario de julio para visitar a un amigo en un pueblo cercano a Gijón. Al regresar, unos días después, como queriendo permanecer más tiempo en el reino del origen de todo lo español, paré en Oviedo. Su catedral, sus referencias literarias, su magnífico museo de pintura y el Arqueológico, eran una gran atracción para mí. Me demoré unos días en todo esto y en otros puntos de interés y dejé para el final mi verdadero objeto de deseo, que no era otro que visitar dos de las joyas del prerrománico asturiano: Santa María del Naranco y la iglesia cercana de San Miguel de Lillo. No son las únicas obras de este estilo, San Julián de los Prados, o San Tirso el real, pueden verse en la propia ciudad y merecieron mi visita.


Solo unas pocas personas esperaban para entrar en el singular edificio. Santa María del Naranco, no es en realidad una iglesia, o no lo fue en origen, sino una aula regia o palacio, con funciones representativas de poder, que Ramiro I, rey de Asturias, hizo construir a mediados del siglo noveno. Me detuve a contemplar la perspectiva mil veces vista en los libros de arte o historia. El edificio, por los huecos que presenta, parece tener tres plantas, cuando en realidad solo tiene dos. Este engaño, muy deliberado, le presta una sensación de esbeltez y altura de extraña perfección y belleza.

Al subir por uno de los tramos de la doble escalera de acceso al piso superior, me detuve un momento en la entrada, ya en el pequeño pórtico que la protege y observé el umbral de la puerta. Este se hallaba muy gastado y pulido por siglos de pasos anónimos como el mio. Es curioso que la percepción se centre en detalles tan insignificantes, cuando delante de ti hay magníficos arcos, capiteles, frisos decorados y sólidas bóvedas; pero tal vez son esas pequeñas sensaciones las que atraviesan las eras para hacernos partícipes de que estamos ante algo remoto y especial.


Accedí bajando otros dos peldaños a
la gran sala abovedada y me quedé mirando los arcos fajones que protegían la bóveda de cañón. Estaba hecha de piedra y cal, atreviéndose a suprimir vigas y techos de madera. Era una verdadera innovación en su tiempo, pues el saber constructivo romano se había perdido siglos atrás. Afinando la vista pude ver extraños relieves debajo de las impostas de los arcos fajones. Se trataba de bandas decoradas en las que se representaban figuras, un tanto primitivas, portando libros elevados sobre sus cabezas y gentes de guerra en sus monturas. Debajo de estas y en sus enjutas entre los arcos, pude ver unos clípeos. En su superficie circular delimitada por un sogueado que se repite por todo el edificio en columnas y capiteles, giraban decoraciones de estilizados motivos vegetales. En el centro del mismo figuras de animales, de felino aspecto, parecían proteger el edificio.

Lo que me fascina de los relieves de cualquier cultura es el misterio que contienen, su significado. El ignorarlo no los hace menos atractivos.

La voz que había hablado detrás de mí tenía un suave acento hispanoamericano. Al girarme vi a un hombre, orondo y jovial, que me sonreía simpático. Llevaba calado un gorro de explorador y un chaleco sobre un polo azul. Su pintoresca indumentaria se veía iluminada por una mirada abierta y sincera.

Es la iconografía de un mundo ya olvidado por el tiempo —le contesté— pero el significado era sobradamente conocido por aquellos a los que iba dirigido.

Disculpe mi intromisión —contestó apurado y cortés— Me llamo Santos, este es mi cuñado y un amigo local que está por ahí nos acompaña. Procedemos de Roma, mi mujer no quiso acompañarme en este viaje por Europa, razones tiene, soy un pesado, lo reconozco.

Yo vengo del sur, de una ciudad invisible a orillas del Tajo en la provincia de Toledo. —le dije, presentándome a su vez, al tiempo que le estrechaba la mano.


Ah, qué interesante, ya le he dicho que me gustan los misterios, ¿una Ciudad Invisible? Nadie habla así para decir de donde viene, si no tiene una buena razón para ello, me dejará con la duda, lo sé. Nosotros venimos de Argentina, de Mendoza concretamente, de ahí mi acento distinto al porteño. ¿Conoce Argentina?

No, lo cierto es que no.

El hombre rezumaba simpatía y buenas maneras y era muy curioso. Con aquella forma directa de presentarse a la gente, sin preámbulo, me había ganado en un instante.

Y dígame, esos relieves, esas figuras, ¿que simbolizan?


Lo que he podido saber es que son tomados de un libro famoso por su contenido y belleza. Los comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana. —y añadí— ¿Recuerda el famoso film de Jean-Jacques Annaud: El nombre de la Rosa? Es la escena en la que los dos frailes entran por primera vez en la biblioteca prohibida. Adso abre un códice, El Beato, uno entre los miles que tiene alrededor y fray Guillermo lanza una exclamación de admiración al observarlo de cerca.

¡Si, es una de mis películas favoritas! —exclamó Santos— Recuerdo la escena.

Toda la iconografía altomedieval española está impregnada de ese códice excepcional. Sin duda tiene una influencia más allá de lo religioso, pues el poder de los reyes se apoyaba en la iglesia en su desigual lucha contra el islam.

¡Ah, la iglesia!, — vengo de Roma, puedo comprender su poder.


Sin embargo, tiene sentido que los hombres se apoyaran en ella en aquel tiempo, me refiero tanto a la ideología apocalíptica que subyace en ese libro, como al poder aglutinador de la iglesia. Piense que era un reino acosado por el poder de Córdoba, el emirato controlaba casi toda la Península. Ambas cosas les daban legitimidad y amparo. El poder temporal del rey debía unir al suyo propio, el poder espiritual de la cruz. Vea los tenantes de libros, seguramente ángeles y el temporal, los guerreros, una visión muy agustiniana del mundo.


Si, la Ciudad de Dios y la ciudad de los hombres.

Y ello sin hablar del problema sucesorio en el que se vio inmerso el rey Ramiro. Sin duda este edificio, visible desde Oviedo, enviaba algo más que un mensaje representativo del poder palaciego. Fíjese en esa cruz, la que está por encima del clípeo. —habíamos salido a uno de los dos excepcionales miradores laterales.

Sí, ya la veo

No es una cruz cualquiera, es la cruz de la Victoria. Con el alfa y el omega pendiente de sus brazos, es el emblema actual de Asturias. Es como la que hay en la catedral, los símbolos son tan importantes como las ideas y en aquel tiempo, en el que poca gente sabía leer, lo eran doblemente.


Nos quedamos admirados de la vista que enmarcaba esas bellísimas arquerías de medio punto peraltadas, adornadas por estilizados capiteles de inspiración bizantina. Su ornamentación ya sorprende, pero el paisaje es tal, que es difícil encontrar unas frases que le hagan justicia.

Y no solo se luchaba contra el islam. —le aclaré— El arzobispado de Toledo, que estaba en tierras dominadas por aquellos, cayó en la herejía adopcionista y a ella se enfrentó el Beato con toda su energía.

Otra querella olvidada por el tiempo —me dijo sonriendo— los hombres luchaban entre sí por cosas que ahora nos parecen ridículas.

Pero no lo son, es sorprendente que una herejía surja por una sola palabra, pero con ella se deshaga un fundamento, un dogma: la Trinidad. En lugar de decir «el hijo de Dios…» el Arzobispo Elipando dijo «el hijo adoptivo de Dios…» que fue secundado por Félix el Obispo de Urgel, ya en territorio del otro gran imperio del momento, el de Carlomagno. Ni la iglesia asturiana ni la carolingia querían ceder el poder espiritual al primado de Toledo, bajo dominio musulmán, así que no era baladí la cuestión en lo religioso, mucho menos en lo político.


Sigo pensado que hoy no perderíamos mucho tiempo en semejante controversia. —Me contestó el argentino con razón.

Es cierto, esas desavenencias han perdido sentido y están descontextualizadas —le contesté— pero lo mismo ocurrirá con nuestras contiendas ideológicas actuales. No hace falta dar ejemplos, la política y la cultura están repletas de esas supuestas inconsistencias que reflejan lo mismo, la pugna por el poder. Lo que ocurre es que ya se encarga este de que nos entretengamos con ellas.

¿Sabe?, creo que me gustaba más este edificio cuando no sabía qué había detrás, pierde ese atractivo misterioso de las cosas inexplicables.

Como la escritura desconocida o las ruinas de una civilización recientemente descubierta. Mueven nuestra imaginación. El saber las contamina para ese fin, pero preferimos entender, ¿no? El desconocimiento y la fantasía no sacian nuestra sed de saber.

Nos trasladamos a la cercana iglesia de San Miguel de Lillo a solo unos doscientos
metros. En un primer vistazo resulta corta para su altura, lo que le da un aspecto de iglesita de cuento, como esos castillos dibujados en la cerámica de la Ciudad Invisible, que buscan más la altura que la fuerza. En un video del Museo Arqueológico pude ver que de la iglesia solo sobrevivía un tramo, por tanto, es engañoso su estado actual; sin embargo, nos quedamos embelesados, mirando sus recios contrafuertes o sus diminutas ventanas con arcos geminados y cubiertas con deliciosas celosías. Cuando entramos nos sorprendieron nuevos relieves. Los de las jambas de entrada son tan espectaculares que sorprenden por su movimiento en un contexto de obras tan hieráticas, aquí también se ve la influencia bizantina.


Santos y sus amigos se reúnen conmigo para hacernos una foto, charlamos amigablemente.
Hablamos de lo divino y de lo humano, Santos me interpela sobre la capilla Sixtina, que le parece sorprendentemente parca arquitectónicamente hablando en contraste con sus pinturas. No sé qué contestarle. «Tal vez, —le comento— se hizo con esa intención, que la arquitectura no quitase protagonismo a toda aquella pléyade de pintores con Miguel Ángel a la cabeza, que la cubrieron de gloria».

Me d pena alejarme de aquel lugar privilegiado. Un borriquillo pastaba tranquilo en un prado, es difícil disociar el paisaje y la arquitectura en este lugar, te quedarías horas contemplándolo. La vista lo agradece y también el alma. Recuerdo las letras de la cruz, el alfa y el omega,

«Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida». Apocalipsis 21:6

Estas milenarias piedras buscan esa eternidad o lo más parecido a esas letras que definen a Dios. No lo logran, ninguna obra humana lo hará; pero si puede haber algo cercano a ese lugar mítico de la Jerusalén celeste, es este paraje idílico y tranquilo.









domingo, 2 de octubre de 2022

Ur, de viajeros y arqueólogos.



No esperaba una típica casa suiza, pero allí estaba. Era una fachada sacada de un libro de Juana Spyri, de planta baja más dos alturas y un tejado a dos aguas que terminaba en dos grandes aleros. Sus contraventanas verdes contrastaban con el blanco de sus muros, dándole un aspecto de casa de muñecas.  Su dueño, un diplomático español ya retirado, me había citado allí, en lugar de un balneario que solía frecuentar en Yverdon-les-Bains, cerca de otro lago, el Neuchâtel; no le faltaban motivos para ello, me hubiese perdido muchos detalles de no haber visitado su interior. Juan de Vinuesa y Calafat procedía de una añeja familia aristocrática cuyo padre, del mismo nombre, había sido un apasionado de la arqueología. Comenzó contándome cómo su antecesor, desde bien joven y con una sólida posición financiera había participado intensamente en la vida cultural del Madrid de los veinte. El foco más distinguido y vanguardista era la Residencia de Estudiantes que albergaba la flor y nata de lo que sería una generación de intelectuales irrepetible en España.

—Mi padre se unió con entusiasmo al grupo del Duque de Alba al crear El Comité


Hispano-inglés. —y añadió— No lo creerá joven, pero lo cierto es que aquella institución tan progresista y moderna era en gran parte financiada por nuestra más rancia aristocracia.

—He oído hablar de ese Comité —le dije— y de las conferencias de personalidades de la ciencia que promovió.

—Me quedó grabada en la memoria las impresiones que le causó a mi padre la conferencia en la Residencia de un arqueólogo británico que visitó Madrid en 1929. Ante los asombrados ojos de unas trescientas personas, el que luego sería Sir Charles Leonard Woolley, explicó, acompañándose de abundantes fotos y dibujos, sus descubrimientos en el cementerio Real de Ur. Me contó muchas veces como aquello fue la causa por la que se entregó en cuerpo y alma a los estudios orientales y más concretamente al país de Sumer, cuna de la civilización.

—¿Cómo fue aquella conferencia? —e inquirí—¿Cómo era Woolley?

—Le causó una honda impresión —contestó mi anfitrión con la pasión que deja la memoria— Primero de todo un perfecto gentleman, minucioso y profesional. Un arqueólogo tal como hoy lo entendemos, pero al mismo tiempo un magnífico publicista de su propia obra, pues no sé cansó de promocionar sus excavaciones con conferencias por todo el orbe. Mi padre lo admiró siempre. Explicaba sus asombrosos descubrimientos con ese desinterés muy de los británicos, ya sabe, la famosa flema, como si no tuviesen importancia; pero con esa mirada de águila que todo lo escudriña y revisa. Su conferencia no solo se quedó ahí. Estaba interesado en relacionar sus investigaciones con el relato bíblico e insistió en hablar de Abraham, Patriarca cuya cuna fue precisamente Ur, y del Diluvio que tienen un precedente en la epopeya sumeria de Gilgamesh. Sabía que esto interesaría a la concurrencia, más si cabe, que el oro y los macabros hallazgos en aquellas tumbas olvidadas.


Mi anfitrión me hizo pasar a la biblioteca. Mi sorpresa fue mayúscula, era como si me hubiera transportado a una casa victoriana con todos los detalles: esculturas, cuadros, relojes, pesadas mesas con patas de bellos torneados, anaqueles llenos de libros, mapas antiguos de oriente próximo en sus muros, armas y otros objetos de la cultura sumeria. Sobre una chimenea decorada con motivos clásicos estaba el retrato de su padre, un rostro sereno y altivo.

—No sé qué será de esta biblioteca cuando yo muera, mis hijos no tienen interés por la arqueología. Tal vez termine cediéndola a una sobrina que parece querer seguir mis estudios, no lo sé. —Me decía esto con pena y resignación, mientras miraba la reproducción increíblemente bella de un arpa sumeria. Una cabeza de toro dorada cuya barba eran incrustaciones de lapislázuli. —a fin de cuentas, esto es el pasado, ahora todo es tecnología e ingeniería financiera.

—¿Su padre estuvo en las excavaciones de Ur? —le pregunté mientras miraba detenidamente su pintura en la pared.

—Sí, desde luego, fue diplomático en Londres un tiempo, antes de ser trasladado a un consulado en Egipto. En ese primer destino conoció a Woolley, a su mujer Katherine, todo un carácter; a T.E. Lawrence (el famoso Lawrence de Arabia) y a otros más. Fíjese en el estandarte de Ur, ¿no es magnífico? Nos dice más de la sociedad sumeria que sus propios textos. —Mi anfitrión se había parado ante una de las obras más representativas de la cultura de Sumer— Nos habla de guerras, de comercio, de impuestos, de la vida cortesana. No ha cambiado tanto la vida en casi 5000 años, ¿no le parece?

—No, por desgracia no. —contesté y añadí— es difícil imaginar una Edad de Oro donde no ocurrieran cosas como las que vivimos hoy.

—En ese sentido, en cierto modo Woolley sacó del error a muchos investigadores impresionados por aquella cultura. Los sacrificios humanos de aquella primigenia dinastía, que por otra parte no se repitieron, nos hablan de una sociedad más injusta y violenta de lo que imaginábamos. No solo desenterró armas y bellas arpas, también decenas de cadáveres de los desgraciados sirvientes que fueron obligados a acompañar a los monarcas a su última morada. Muchos investigadores simplemente obviaron esto al hablar de la increíble cultura sumeria. Tal como tiempo después ocurriría con la cultura maya, a la que, ingenuamente, se la imaginaba modélica. Ningún imperio o cultura, por desgracia, se crea sin opresión de unos sobre otros. Esa es la realidad.

—Cuando me cuenta todas esas impresiones de su padre, me parece oírle hablar de un mundo desaparecido.


—En cierto sentido lo es. Mire esta estancia. Mis objetos del pasado no solo son sumerios, como esta daga ritual o este sello en forma de rodillo; muebles y recuerdos, como ese retrato, lo son igualmente. También los viajes que mi padre hizo en el Orient Express, cuando desde Londres iba camino de Irak y la gente que conoció allí, no solo a arqueólogos, sino escritores y artistas. ¿Ha leído alguna novela de Agatha Christie?  Quien no…pues bien, allí se plantó en Ur, una mujer sola en los años 20. Un viaje increíble en aquella época. Todas esas relaciones y detalles, trenes lujosos y viajes tortuosos, el gusto por las culturas desaparecidas, los lugares que ya no existen, o que han cambiado de tal manera que no se les reconoce; todo, absolutamente todo es solo un recuerdo. Porque aquella época tenia el halo de ver cosas primigenias en su esencia, que ya no lo tienen. La gente visitaba las excavaciones y hablaba con los responsables, como si tal cosa. Christie, conoció allí a su marido, el ayudante de Woolley, Max Mallowan. Mi padre también fue allí, entre la emoción y la decepción, lo primero por saberse en un lugar que cita la Biblia y lo segundo porque allí no había más que montículos de tierra cubiertos de hierba…, y sin embargo vivió una experiencia fundamental y única.

—¿Qué le atrae más de la cultura sumeria?

—No lo puedo decir con certeza. El origen desconocido de su etnia; el carácter primigenio en paralelo cronológico con Egipto; su misteriosa escritura, tan enigmática coma la jeroglífica; las joyas, dignas de una majestuosa corte de nuestro tiempo, con materias primas que venían de lejanos lugares; los zigurats, torres que ponen a los hombres en contacto con los dioses. Siendo admirador de la cultura egipcia, las culturas mesopotámicas son más híbridas, más porosas a múltiples influencias de razas y culturas. Una Babel no solo idiomática sino étnica y religiosa. Supongo que lo habrá leído, pero le recomiendo un libro clásico. La historia empieza en Sumer, de S.N, Kramer.

—No lo he leído —confesé.

—Es una visión de la cultura sumeria desde sus textos…es admirable como hace un


repaso, con títulos de capítulos como: La primera escuela, La primera guerra de nervios, la primera reducción de impuestos, la primera sentencia de un tribunal, la primera farmacopea, etc. Todo ello nos hace ver que no hay nada nuevo bajo el sol, pero también que todo rastro de civilización como estos debió tener un primer ejemplo y ese fue en Sumer.

Nos detenemos ante una vitrina de cristal que contiene un extraño objeto, parece el tablero de un juego con fichas de dos colores. Me quedo mirando con interés las bellas taraceas que adornan las casillas, no es regular como el de damas o ajedrez, pero tiene aire de ser similar. Interrogo con la mirada al anciano aristócrata.

—Es sorprendente, ¿verdad? 2600 años A.C, dos tipos como usted y yo jugaban a este juego desconocido. Fue hallado por Woolley en Ur, y no se conocen sus reglas, es una lástima; pero por un texto posterior en escritura cuneiforme, se intuye que era un juego de persecución similar al parchís actual.

—¿Tiene algún objeto original sumerio? Todo lo que veo aquí parece antiguo.


No se preocupe, no he robado nada, todos estos objetos, incluido ese famoso casco, son reproducciones. A pesar de que el dorado es similar al de nuestros retablos, me costaron una fortuna. Original, original solo guardo algunos fragmentos de cerámica que le regalaron a mi padre en sus visitas a oriente.

Nos detenemos ante un mapa enmarcado del Creciente Fértil. Sumer en el sur, ocupa solo una pequeña parte y está señalado por un rectángulo que contiene nombres míticos como Ur, Uruk, Babilonia, Nippur o Lagash. Tiene esa estética cuidada de los mapas hechos por los primeros geógrafos, al que se añade el amarillear de su papel.

—Una última cuestión, es algo que me pregunto muchas veces, y supongo que todo historiador lo hace ¿En su caso por qué le fascina el pasado remoto, porqué ese interés?

—La gente dice que se tiene por la curiosidad de conocer nuestro origen; para no repetir
errores; aprender de ellos y crear una sociedad mejor. No le niego esos valores a la historia; pero tiene que haber algo más, una pulsión, un sentimiento. En mi caso creo que me fascina lo que ha sido y ya no es, sí, esa flor marchita que nos habla de una primavera bella y olvidada. Lo que ya ni siquiera es recuerdo y al ser investigado vuelve a la vida solo para nosotros. Creo que hay un punto de exclusivismo y cierto narcisismo intelectual; pero, qué quiere que le diga, a mi edad, no me importa caer en esos pequeños pecados.

Abandoné con cierta sensación de pérdida aquella casa, sabía, que al igual que aquel mundo investigado por Woolley, desaparecería con su decrépito dueño. Llevarla en mi retina y escribirla aquí, es cuanto puedo hacer, además de tener presente que todo desaparece In ictu oculi, que diría Valdés Leal.


domingo, 19 de diciembre de 2021

El arte de vivir


“La superficie de la tierra es suave e impresionable a las pisadas de los hombres y lo mismo ocurre con los senderos que recorre la imaginación…”

                                               Henry David Thoreau

 

Viajábamos por tierras de Burgos con la intención de visitar un famoso monasterio románico sin horario ni prisas. Por eso, al aparecer un letrero que nos indicaba la presencia de una ermita visigoda, no dudé en tomar aquella estrecha carretera que atravesaba el páramo que parecía no llevar a parte alguna. Cuando viajas por un camino sin conocer distancias ni presencias, se suele hacer largo y así ocurrió con aquella sinuosa carretera. Nos rodeaba un paisaje ralo en vegetación y carente de presencia humana, solo al fondo se divisaban unos riscos como frontera de aquella planicie, casi vacía. Al final llegamos a un pequeño pueblo sin divisar la ermita, con la sensación de estar perdidos. En los tiempos en que vivimos, de GPS e internet, perderse es casi una extravagancia, no tienes más que mirar la pantallita de tu coche o móvil, pero no disponemos de lo primero y me he negado a mirar el segundo. Al final llegamos a una bifurcación y sin pensarlo dejamos que la intuición nos diera a elegir el camino. Y fue el correcto, allí estaba la ermita a poco menos de un kilómetro del solitario pueblecito.



Dejamos el coche debajo de uno de los escasos árboles que rodeaban el pequeño monumento. De éste apenas quedaba un ábside cuadrado, los brazos de un transepto a todas luces incompleto y las marcas en el suelo excavadas de lo que debió ser su corta nave. La primera impresión fue de decepción no tanto por lo que quedaba de la iglesia, algo que ya presuponíamos; sino porque era bastante probable que no se pudiera visitar su interior, ya que no se divisaba nadie en aquel paisaje desolado. Pero como he dicho, fue una primera y desde luego falsa impresión; porque al rodear el edificio, pudimos admirar que el ábside y la prolongación de los brazos del crucero eran recorridos por frisos con maravillosos relieves. Tallados en los viejos sillares, tal vez reutilizados de algún edificio romano anterior, bandas de roleos vegetales formados por círculos sogueados sucesivos contenían formas vegetales, animales, geometrías y extraños e incomprensibles monogramas. De lejos el edificio era simple, parco y frío; de cerca, cobraba vida. Una segunda sorpresa vino al rodear la iglesia y comprobar que no estábamos solos. Saliendo de una caseta junto a la que vimos una pequeña moto, el guarda nos dio la bienvenida. Era un extraño individuo muy lejos de lo que uno espera encontrar como guía de un monumento. Esta impresión no solo era por su indumentaria, sino por su actitud. De la primera solo me quedé con el sombrero de ala corta y flexible (a lo Indiana Jones) que no se quitó ni en el interior de la iglesia; de la segunda, su cercanía, era como si nos conociera de siempre. Portaba en su mano, lo cual era insólito en el lugar y el momento, una guitarra española. Nos dijo que odiaba las visitas de grupos, pues perturbaban su tranquila existencia. Mientras nos explicaba los exóticos relieves, nos hablaba de su forma de vida y estudio. 




De los relieves reveló su increíble delicadeza y calidad. Según los estudiosos, parecían de influencia bizantina o sasánida, lugares muy alejados de aquel páramo, lo que les confería no solo el misterio de su procedencia sino el carácter incierto de su significado. El friso superior contenía animales, algunos imaginarios como los grifos y otros reales como toros, felinos o ciervos. El inferior alternaba motivos vegetales como vides y arboles de la vida, con aves de diversos tipos, todos ellos envueltos en roleos. Mientras que el friso central contenía rosetas y cruces en cuyos brazos aparecían enigmáticas letras.


Al entrar en el interior una luz rojiza lo envolvía todo formando una penumbra atenuada por la intensa luz de julio. Ésta entraba por las breves ventanas a modo de saeteras confiriendo al interior un ambiente de sereno recogimiento. Lo único reseñable del transepto era el arco de entrada al ábside, cuya rosca estaba decorada con motivos vegetales entre aves. Dos columnitas flanqueaban el arco y en sus primitivos capiteles había talladas figuras que representaban al sol y a la luna.

 

Aquí y allá, por el suelo y arrimadas a los muros, encontrábamos piezas sueltas de columnitas y sillares, algunos de estos últimos tallados también con misteriosos personajes identificados con Cristo y acompañados de ángeles. La explicación del significado de todo ello fue breve por parte de nuestro anfitrión, luego se sentó en uno de los sillares sueltos del suelo y, ante nuestro asombro, tomó su guitarra y empezó a tocar. No nos metió premura en la visita, parecía estar disfrutando tanto como nosotros. De sus explicaciones, aunque breves, obtuvimos la conciencia de las fuertes controversias de los estudiosos por situar en el tiempo aquella obscura construcción. Para unos era visigoda (siglo VII); otros, basándose en el estilo de las tallas y las posibles influencias, lo situaban en el siglo X.
  Sin duda había muchas similitudes entre esas tallas interiores y algunos códices mozárabes. Los comentarios al apocalipsis nutren también de esa iconografía a todos estos relieves.

Pero tan intrigado estaba por aquellas controversias como por la actitud de nuestro guía. Junto a la guitarra había un libro que conocía bien y que daba pistas de su filosofía de vida, se trataba de Walden de H. D. Thoreau.


¿Está interesado en el transcendentalismo? —le interrogué, señalando el libro.

—Si lo quiere ver así… —me contestó deteniendo la música—No, no más que la mayoría de la gente que se ha aproximado a Thoreau. Hoy todos lo reivindican, yo me quedo con algunas ideas suyas que me ayudan a hacer mejor mi vida.

De vez en cuando entre frase y frase sonaban de nuevo notas de su guitarra, como si quisiera apostillar con ellas lo que decía. Ahora lo veía como a un ermitaño laico, alguien que decide separarse del mundo sin otro fin que vivir mejor.

—¿Le gusta la idea de aislarse? este parece un sitio muy a la mano: una ermita solitaria, un pueblo con pocas personas y un paisaje casi desértico. Me recuerda a los primitivos eremitas del desierto egipcio.


—Al ver el libro seguro que ha pensado en la cabaña de Thoreau y en su retiro voluntario; pero no era un eremita, no lo era y tampoco un ecologista al uso, o al menos como lo entendemos hoy, sino un hombre libre, cuyo fin vital era experimentar como sinónimo de vivir. Si eso es ser trascendentalista, lo soy. En cuanto lo de aislarme, no lo busco, pero disfruto de ello cuando se da.

—Siempre me ha interesado el fenómeno, —le dije—¿por qué la gente se retira del mundo? Yo sería incapaz, soy tan urbanita que no concibo vivir sin gente alrededor, por eso me llama la atención una actitud tan extrema.

—Puede haber muchos motivos para ello. La gente se retira del ruido y también para que el tiempo de su vida sea suyo de verdad. Unas veces el porqué es Dios, sin intermediarios ni influencias; otras entrar en contacto con uno mismo, no es poco. Thoreau se probaba a sí mismo, demostraba que no necesitamos más que unas pocas cosas, no solo para vivir físicamente, sino para ser felices. El trabajo lo es si no nos convierte en esclavos y, en cuanto a la vida social también, si es realmente un contacto sentido con los otros. ¿No cree?


Y diciendo esto siguió tocando la guitarra. Recorrí con la vista aquellas venerables piedras, aquellas tallas que nos hablaban de la inmortalidad del alma, del paraíso y de la vida venidera. Sin duda no fueron tiempos fáciles para los talladores de los relieves. Aquellas eran tierras de frontera, no tanto porque lo fueran físicamente, que también; sino que, fuese cual fuese la época, visigoda o posterior, se trataba del fin de una era para entrar en otra. La nuestra puede serlo sin que nos demos cuenta pues ningún ser humano tiene una verdadera perspectiva de su época.

Sobre uno de los minimalistas capiteles, apenas un sillar horizontal, aparecía una inscripción en latín:  + OC EXIGUUM EXIGUA OFF… D…O FLAMMOLA VOTUM. Le pregunté a nuestro cicerone por aquel nombre.


—Quien lo sabe…—contestó el músico sin dejar de tocar— se supone que alguien que fundó la iglesia o la reparó en algún momento de su azarosa vida. Unos dicen que Flámola fue alguna pariente del famoso Fernán González, otros que pudo ser alguien anónimo, pues era nombre de uso común en aquellos siglos.

—Al menos de ella ha quedado el nombre…—casi susurré— un nombre perdido en el tiempo, como esos de las anónimas lápidas romanas o de cualquier época a los que ya nadie llora. Me fascina imaginar cómo pudieron ser sus vidas. Tal vez sea triste que de una persona solo quede un nombre sin más, o tal vez no, acaso ese anonimato les protege.

—Nadie quiere morir del todo —sentenció el artista— el último recurso es la memoria, luego la nada. Pero no se preocupe, la piedra suele proteger la memoria, tarda mucho en disgregarse. A veces en la soledad hablo con ella, con Flámola, sigue viniendo a rezar.

—¿Tiene un fantasma en su ermita?

—¿Qué son esos entes si no hay nadie que crea en ellos? ¡Claro que tengo un fantasma! No estamos en el Siglo XIX, ni soy un Bécquer; pero sí, me gusta verla entrar en la iglesia, incluso oigo los oficios a veces cuando el viento sopla y no hay nadie por aquí.

Alguien había hecho algunas pequeñas maquetas de la iglesia tal como debió ser, están sobre los sillares tallados. Hay un delicioso ambiente de improvisación en todo ello y con él nos vamos de aquel lugar con la sensación de una visita irrepetible. Ahora, con el tiempo, imagino que lo hemos soñado y que aquel personaje entrañable que nos mostró la iglesia no es sino otro fantasma, alguien que nos hechizó durante la visita, haciéndonos sentir cosas que solo la gente predispuesta quiere creer.