Mi
cicerone se ha parado poco en la fachada, parece tener prisa por entrar y no lo
achaco al frío, sospecho premura de tiempo. Mientras me habla, mis ojos van de
los suyos a las bóvedas y de éstas a la pasión que desatan sus palabras. He vuelto a la ciudad invisible. Me he
quedado tantas cosas por ver en sus anónimos templos, en sus calles olvidadas,
que he decido regresar para encontrar en sus añejos muros, respuesta no
contestadas.
El templo está vacío, la voz de mi amigo
se pierde en un recogido silencio que atesora el espacio. El arte de pilares y
nervios ha hecho esclavo este espacio destinado a Dios, se respira distinto
aquí dentro. Mi espíritu se ha acogido a sagrado, como aquellos que en tiempos
no encontraban otro lugar donde refugiarse, donde estar a salvo de todo. Mi mente
parece haber entendido esto y mientras camino entre olvidos y anónimos
sepulcros, creo oír los susurros de pretéritos rezos.
Oigo las dificultades y los avatares de
su construcción, los retos de fábrica de las bóvedas en la altura, los defectos
subsanados, los escudos de los comitentes, las fechas, los acontecimientos
históricos paralelos, mezclados con la nobleza y la realeza de Castilla, de España al fin. Me pregunto
cuántos de estos templos olvidados pueblan la geografía de las Españas y aún de
las Américas, que están al margen de los grandes nombres y reconozco que es
ello lo que los hace valiosos, como pequeñas joyas arrinconadas en cajones de
nuestra casa.
Volvemos a entrar en la nave lateral y
recorremos, en lenta sucesión, las capillas hasta llegar a la sacristía. Un bella
imagen de la Virgen, de rubios cabellos, la preside; pero yo me fijo en un
documento tras un vitrina, un pergamino del siglo XIII escrito en pulcros y cabalístico
signos góticos. Se rompe el misterio al conocer la razón de ser de este texto;
mas a mí me hubiese gustado no saberla, pues los texto ilegibles o no
descifrados tienen un no sé qué de misterio, un halo oculto que los hace
especialmente apto para alimentar la imaginación. Esas apretadas y vistosas
letras cuya tinta, ya oxidada, que han pasado del negro original a un ocre
tenue, me hacen imaginar al experto amanuense copiando el texto sobre el
pergamino. En el fondo, lo que nos hace amar el pasado no es el amor a las
cosas muertas sino los fragmentos fosilizados de vida, de otras innumerables
vidas que poblaros nuestro prestado mundo.
Al
salir a la plaza todo cambia, vengo de otro mundo, de sonidos apagados por el
paso del tiempo, pero me siento bien, esto es el mundo, pero me alegra que aún
contenga lo que fue en otro tiempo. En la plaza nos volvemos hacia el templo
admirando el bellísimo rosetón de la portada. Miro a mi guía, le noto triste e
intuyo porqué, en la escasa hora que hemos permanecido en el templo, nadie ha
acompañado nuestro pasos. En una ciudad populosa como es esta, no debería ser
así, eso me dice, pero es la realidad.
En la despedida, mi guía me acompaña a
la estación, el frio nos sigue al borde del ocaso entre las hojas muertas del
otoño. Le prometo volver si, en la búsqueda de otras pequeñas joyas de su
ciudad, él me acompaña. Una sonrisa abierta ilumina su rostro y la veo
difuminarle en la oscura estación cuando el tren se aleja de la ciudad
invisible.