Al salir del túnel imaginé entrar en un país de fábula, como si aquel pasaje que atravesaba en la casi oscuridad se asemejara al armario que daba acceso a Narnia, aquel lugar mítico que tan brillantemente imaginó C.S. Lewis, solo que no encontré un mundo congelado y sometido, sino el verde y acogedor paisaje asturiano. Había dejado atrás el infierno mesetario de julio para visitar a un amigo en un pueblo cercano a Gijón. Al regresar, unos días después, como queriendo permanecer más tiempo en el reino del origen de todo lo español, paré en Oviedo. Su catedral, sus referencias literarias, su magnífico museo de pintura y el Arqueológico, eran una gran atracción para mí. Me demoré unos días en todo esto y en otros puntos de interés y dejé para el final mi verdadero objeto de deseo, que no era otro que visitar dos de las joyas del prerrománico asturiano: Santa María del Naranco y la iglesia cercana de San Miguel de Lillo. No son las únicas obras de este estilo, San Julián de los Prados, o San Tirso el real, pueden verse en la propia ciudad y merecieron mi visita.
Accedí bajando otros dos peldaños a la gran sala abovedada y me quedé mirando los arcos fajones que protegían la bóveda de cañón. Estaba hecha de piedra y cal, atreviéndose a suprimir vigas y techos de madera. Era una verdadera innovación en su tiempo, pues el saber constructivo romano se había perdido siglos atrás. Afinando la vista pude ver extraños relieves debajo de las impostas de los arcos fajones. Se trataba de bandas decoradas en las que se representaban figuras, un tanto primitivas, portando libros elevados sobre sus cabezas y gentes de guerra en sus monturas. Debajo de estas y en sus enjutas entre los arcos, pude ver unos clípeos. En su superficie circular delimitada por un sogueado que se repite por todo el edificio en columnas y capiteles, giraban decoraciones de estilizados motivos vegetales. En el centro del mismo figuras de animales, de felino aspecto, parecían proteger el edificio.
—Lo que me fascina de los relieves de cualquier cultura es el misterio que contienen, su significado. El ignorarlo no los hace menos atractivos.
La voz que había hablado detrás de mí tenía un suave acento hispanoamericano. Al girarme vi a un hombre, orondo y jovial, que me sonreía simpático. Llevaba calado un gorro de explorador y un chaleco sobre un polo azul. Su pintoresca indumentaria se veía iluminada por una mirada abierta y sincera.—Es la iconografía de un mundo ya olvidado por el tiempo —le contesté— pero el significado era sobradamente conocido por aquellos a los que iba dirigido.
—Disculpe mi intromisión —contestó apurado y cortés— Me llamo Santos, este es mi cuñado y un amigo local que está por ahí nos acompaña. Procedemos de Roma, mi mujer no quiso acompañarme en este viaje por Europa, razones tiene, soy un pesado, lo reconozco.
—Yo vengo del sur, de una ciudad invisible a orillas del Tajo en la provincia de Toledo. —le dije, presentándome a su vez, al tiempo que le estrechaba la mano.
—Ah, qué interesante, ya le he dicho que me gustan los misterios, ¿una Ciudad Invisible? Nadie habla así para decir de donde viene, si no tiene una buena razón para ello, me dejará con la duda, lo sé. Nosotros venimos de Argentina, de Mendoza concretamente, de ahí mi acento distinto al porteño. ¿Conoce Argentina?
—No, lo cierto es que no.
El hombre rezumaba simpatía y buenas maneras y era muy curioso. Con aquella forma directa de presentarse a la gente, sin preámbulo, me había ganado en un instante.
—Y dígame, esos relieves, esas figuras, ¿que simbolizan?
—Lo que he podido saber es que son tomados de un libro famoso por su contenido y belleza. Los comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana. —y añadí— ¿Recuerda el famoso film de Jean-Jacques Annaud: El nombre de la Rosa? Es la escena en la que los dos frailes entran por primera vez en la biblioteca prohibida. Adso abre un códice, El Beato, uno entre los miles que tiene alrededor y fray Guillermo lanza una exclamación de admiración al observarlo de cerca.
—¡Si, es una de mis películas favoritas! —exclamó Santos— Recuerdo la escena. —Toda la iconografía altomedieval española está impregnada de ese códice excepcional. Sin duda tiene una influencia más allá de lo religioso, pues el poder de los reyes se apoyaba en la iglesia en su desigual lucha contra el islam.—¡Ah, la iglesia!, — vengo de Roma, puedo comprender su poder.
—Sin
embargo, tiene sentido que los hombres se apoyaran en ella en aquel
tiempo, me refiero tanto a la ideología apocalíptica
que subyace en
ese libro, como al poder aglutinador de la iglesia. Piense que era un
reino acosado por el poder de Córdoba, el
emirato controlaba
casi toda la Península. Ambas cosas les daban legitimidad y amparo.
El poder temporal del
rey
debía unir
al
suyo propio,
el
poder espiritual de
la cruz.
Vea
los tenantes de libros,
seguramente ángeles
y el temporal, los guerreros, una visión muy agustiniana del mundo.
—Si, la Ciudad de Dios y la ciudad de los hombres.
—Y ello sin hablar del problema sucesorio en el que se vio inmerso el rey Ramiro. Sin duda este edificio, visible desde Oviedo, enviaba algo más que un mensaje representativo del poder palaciego. Fíjese en esa cruz, la que está por encima del clípeo. —habíamos salido a uno de los dos excepcionales miradores laterales.
—Sí, ya la veo
—No es una cruz cualquiera, es la cruz de la Victoria. Con el alfa y el omega pendiente de sus brazos, es el emblema actual de Asturias. Es como la que hay en la catedral, los símbolos son tan importantes como las ideas y en aquel tiempo, en el que poca gente sabía leer, lo eran doblemente.
Nos quedamos admirados de la vista que enmarcaba esas bellísimas arquerías de medio punto peraltadas, adornadas por estilizados capiteles de inspiración bizantina. Su ornamentación ya sorprende, pero el paisaje es tal, que es difícil encontrar unas frases que le hagan justicia.
—Y no solo se luchaba contra el islam. —le aclaré— El arzobispado de Toledo, que estaba en tierras dominadas por aquellos, cayó en la herejía adopcionista y a ella se enfrentó el Beato con toda su energía.
—Otra querella olvidada por el tiempo —me dijo sonriendo— los hombres luchaban entre sí por cosas que ahora nos parecen ridículas.
—Pero no lo son, es sorprendente que una herejía surja por una sola palabra, pero con ella se deshaga un fundamento, un dogma: la Trinidad. En lugar de decir «el hijo de Dios…» el Arzobispo Elipando dijo «el hijo adoptivo de Dios…» que fue secundado por Félix el Obispo de Urgel, ya en territorio del otro gran imperio del momento, el de Carlomagno. Ni la iglesia asturiana ni la carolingia querían ceder el poder espiritual al primado de Toledo, bajo dominio musulmán, así que no era baladí la cuestión en lo religioso, mucho menos en lo político.
—Sigo pensado que hoy no perderíamos mucho tiempo en semejante controversia. —Me contestó el argentino con razón. —Es cierto, esas desavenencias han perdido sentido y están descontextualizadas —le contesté— pero lo mismo ocurrirá con nuestras contiendas ideológicas actuales. No hace falta dar ejemplos, la política y la cultura están repletas de esas supuestas inconsistencias que reflejan lo mismo, la pugna por el poder. Lo que ocurre es que ya se encarga este de que nos entretengamos con ellas.
—¿Sabe?, creo que me gustaba más este edificio cuando no sabía qué había detrás, pierde ese atractivo misterioso de las cosas inexplicables.
—Como la escritura desconocida o las ruinas de una civilización recientemente descubierta. Mueven nuestra imaginación. El saber las contamina para ese fin, pero preferimos entender, ¿no? El desconocimiento y la fantasía no sacian nuestra sed de saber.
Santos y sus amigos se reúnen conmigo para hacernos una foto, charlamos amigablemente. Hablamos de lo divino y de lo humano, Santos me interpela sobre la capilla Sixtina, que le parece sorprendentemente parca arquitectónicamente hablando en contraste con sus pinturas. No sé qué contestarle. «Tal vez, —le comento— se hizo con esa intención, que la arquitectura no quitase protagonismo a toda aquella pléyade de pintores con Miguel Ángel a la cabeza, que la cubrieron de gloria». Me dió pena alejarme de aquel lugar privilegiado. Un borriquillo pastaba tranquilo en un prado, es difícil disociar el paisaje y la arquitectura en este lugar, te quedarías horas contemplándolo. La vista lo agradece y también el alma. Recuerdo las letras de la cruz, el alfa y el omega, «Y me dijo: Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tuviere sed, yo le daré gratuitamente de la fuente del agua de la vida». Apocalipsis 21:6
Estas milenarias piedras buscan esa eternidad o lo más parecido a esas letras que definen a Dios. No lo logran, ninguna obra humana lo hará; pero si puede haber algo cercano a ese lugar mítico de la Jerusalén celeste, es este paraje idílico y tranquilo.