Como
sólo tengo libre el domingo, me decido por la visita a un amigo que vive cerca
de Plaza de España. No me prodigo con él, esa es la verdad; pero cuando
hablamos, pasamos un rato agradable y distendido. Vive en una zona de
contrastes, muy próximo al bullicio de la Calle Princesa, tan cerca que parece
increíble que, al penetrar en esa estrecha calle y luego en su casa, ese jaleo
se convierta en sosiego, casi en retiro. Hablamos de todo lo divino y lo
humano, es decir, nos ponemos al día, para luego terminar ineludiblemente
hablando de libros. Comparto con él cuantos textos caen en mis manos. Un libro
que se lee y no se hace partícipe a otros, es como rezar a un ídolo, no sirve
de nada. Te conviertes en un Robinsón literario, pobre y solitario que busca
desesperadamente su Viernes
particular. No hay mejor forma de vivir la literatura que la amistad. Así, él
me habla de las interminables novelas de los rusos, de su placer por la obra de
Dostoievski o Tolstoi, de personajes que arrastran sus culpas o dichas por
cientos de páginas; yo, fascinado, le hablo de mi enésimo descubrimiento en esa
monstruosa, laberíntica e infinita biblioteca de Babel Borgeana en la que me
gusta bucear. No, no está en ninguna parte y está en todas, como un Aleph imposible de ubicar. Puede estar
en una biblioteca pública, en la librería de la esquina o en la modesta estantería
que tengo detrás.
La tarde será perfecta para la visita.
En la mañana, sin embargo, he salido de casa con la intención de visitar un
museo y fijar mi mirada en algo que, aunque no quede en mi cámara, al menos
impresionase mi retina. Había pensado en el Prado, tengo pendiente una visita a
Van der Weyden, pero no quiero coger el metro o un taxi, me apetece andar. Así
que, sin rumbo, cruzo la calle y me dirijo donde me lleven los pies, que es la
mejor forma de encontrar inesperadas sensaciones. Me gusta moverme, viajar,
montarme en el primer vehículo que encuentre y dejar que me lleve al algún
sitio; pero ello también puede ser un estado de ánimo, una predisposición, un
tener los ojos abiertos a la vida. El simple caminar, observando distraídamente
cuanto tienes alrededor, puede reportar tantas experiencias y placeres como
cualquier viaje.
Llevo andando media hora cuando me llama
la atención un edifico moderno, la calle es relativamente estrecha y la
perspectiva que tengo de él es atractiva pero incompleta. Al acercarme veo una sucesión
de cristales corridos oscuros, que marcan las plantas sobre un fondo blanco: es
la Fundación Juan March, un edifico imponente, sin duda un buen reclamo. Entro
en su amplio vestíbulo y descubro una interesante exposición temporal sobre el Art déco. Recuerdo este estilo nebulosamente, de cuando
estudiaba las asignaturas de arte y digo esto porque creo que se le dedicaban
un espacio marginal. Es comprensible, si se tiene en cuenta todo lo que hay que
tratar. Lo cierto es que en la historia del arte en general, se ve a esta
tendencia como algo más cercano a las artes decorativas que como arte con
mayúsculas; cuando, si nos atenemos a su influencia, especialmente en
arquitectura, hay icónicos ejemplos que desbaratan dicha creencia. Su
influencia se deja sentir aún hoy.
La muestra es una verdadera delicia de
objetos cotidianos, que van desde el mobiliario a las telas, desde los libros
magníficamente encuadernados a la joyas, pero también hay arte con mayúsculas,
representado en la pintura y escultura cubistas. Una de las piezas que más me
ha impresionado es una escultura de puras e inmaculadas formas, que representa
a una mujer. Uno imagina los volúmenes cubistas y piensa enseguida en obras
conocidas, pero ésta es sencillamente magnífica.
También lo es esta exposición del lujo y
de la modernidad, representado en coches, aviones y transatlánticos, fruto del
optimismo que se respiraba en esta época entre guerras. Un optimismo en el progreso y la velocidad, en
la moda, en la liberación de la mujer. Sobre todo en la vida social de esos
felices veinte que no sabían o no quería ver los nubarrones que se aproximaban.
Otro de sus atractivos es la influencia
colonial. Europa aún conservaba posesiones en África y Asia y fruto de ello,
son esa profusión de decoraciones con animales exóticos y vegetación exuberante.
Todo ello está ejecutado en materiales nobles procedentes de lejanas tierras,
que contrastan con la pureza de líneas que observamos en arquitectura y
mobiliario.
Foco de atractiva influencia fueron los
grandes descubrimientos arqueológicos de la época en Egipto y Mesopotamia. Me
viene a la memoria el diario de Howard Carter, donde narra, con la emoción del
saberse en la historia, los momentos previos a la entrada en la tumba de
Tutankamón. Recuerdo también parte del ajuar, una abigarrada colección de objetos
entre los que había muebles, que me recuerdan a algunas formas que veo aquí
hoy.
Sigo con deleite la exposición: las
maquetas y dibujos de edificios, las revistas con vanguardistas imágenes donde,
modelos con el cabello a lo garçón,
lucen un atrevido vestuario. Todo parece anticipación y modernidad,
especialmente al llegar a la sala de ingenios: los coches de carreras, los
aviones con aerodinámicas formas, los grandes transatlánticos de la época donde
todo es lujo, servicios nunca vistos y decoración fabulosa.
Me he quedado extasiado ante una gran
pantalla muda que muestra las excelencias de un crucero de lujo de la época: el
Normandie, que estaba profusamente
decorado con este estilo. El crucero era un gigante de los mares y en sus
inmensos salones se desarrollaba una intensa vida social. Mi mirada ha seguido
con fascinación las caras de las personas y, al final, mis ojos se han posado
en una belleza rubia, muy joven, que cenaba y charlaba animadamente con su
pareja. Llevaba un vestido de noche que dejaba gran parte de su espalda al
descubierto y al contemplarla fascinado me he dado cuenta que…que ya no es más
que una sombra. Alguien anónimo que probablemente murió hace mucho tiempo y yo
la contemplo como si fuese algo real, tangible, deseable. Todos aquellos objetos
que he admirado, incluso el más modesto, tienen más entidad que ella y que todos
los que en ese barco iban que ahora no son sino fantasmas del pasado. Qué
triste es que una belleza así desaparezca, qué triste no saber nada de ella, ni
su nombre, ni sus deseos o anhelos, todo ello enterrado en el olvido.
Camino a casa de mi amigo y reflexiono
sobre los objetos que he visto y lo que nos cuentan de las personas. El lujo es
una representación del poder, pero hay algo más en ellos. Creo que nos dotamos
de esos objetos para dar corporeidad a nuestras ideas, pero las ideas nos
identifican en la medida que las mostramos con la palabra; los objetos nos
visten sin necesidad de explicación.
Los objetos personajes no son sólo un
adorno con el que revestir nuestra personalidad, es decir, una forma de
dotarnos de identidad, son además parte de nosotros, son nuestro yo, en cuanto
a que sin ellos nos sentimos algo huérfanos, distintos, provisionales. Nos
rodeamos de ellos para sentir que somos.
Cuando viajamos prescindimos de muchos
de ellos y no es necesario decir qué sentimiento de vaciedad se tiene cuando,
en la soledad de una habitación de hotel, no tienes a mano aquello que usas
habitualmente. No encuentro mejor representación de esto que digo que la
pintura de Hopper. En su imaginario hay habitaciones de moteles bañadas por una
luz intensa pero fría, con un mobiliario parco e impersonal que acentúa la
soledad del sujeto, sumido además en intensa reflexión. Los objetos, pues,
sobrepasan la utilidad para entra en una esfera icónico simbólica, donde la
estética juega un papel no desdeñable. Todo ello no deja de ser un decorado
perfecto sobre el que nuestra experiencia y nuestro yo personal se asientan.
Y cuando morimos, ellos, los objetos,
quedan ahí, como pobres pistas de la personalidad, al albur de que un ser querido
los retenga o se deshaga de ellos, como un extraño ajuar funerario que apenas
dice nada. Me sumerjo en la fantasía de imaginar que un día escribiré un texto
que hable de una persona cuya única pista sea ese objeto. Orson Welles ya lo
hizo con una palabra fugaz en Ciudadano
Kane: viajar al corazón de un hombre por una frase
dicha durante la agonía. Qué bella imagen de lo que somos, qué contraste con lo
que queremos ser.