domingo, 27 de marzo de 2016

El despertar de la conciencia




Trabajé unos meses en una pequeña editorial de la capital. Estaba situada en un viejo edificio cerca de la plaza Mayor. Me gustaba su olor a viejo, la vetustez que se respiraba al subir sus escaleras de madera que amortiguaban tus pasos y hacían que te alejaras progresiva y mentalmente del bullicio exterior. Aquel trabajo era ameno y atractivo, y como las cosas así suelen ser efímeras por naturaleza, acabó pronto.
Tras un primer contacto con el trabajo para desperezarme, solía bajar a desayunar a una cafetería cercana. Era un local acogedor donde hacían un café excelente; pero a mí me gustaba porque podía sentarme a pensar el trabajo del día en una de sus mesas frente a un ventanal amplio. Desde él veía pasar gente sin cesar. Los cuadros de las paredes, la madera algo ajada de mesas y sillas, el entarimado del suelo, todo contribuía a crear un ambiente agradable.
Una mañana de otoño, lluviosa y triste, encontré el local singularmente vacío, no era habitual que así fuese. Yo solía repasar mis notas tomando café, en medio del bullicio de las conversaciones, sin que ello supusiese disgusto para mí. Estaba acostumbrado a ello, incluso me ayudaba a concentrarme en lo mío; pero aquella mañana, al estar solo, me sentía extraño y bebí sorbos pequeños mientras contemplaba la calle. En esto entró una chica al local y se sentó en una mesa cercana. No me prestó la menor atención, simplemente pidió café y abrió un libro que comenzó a leer con urgencia. La recuerdo muy bien, su pelo largo, algo rizado y de un color cobrizo que hoy abunda, y que en aquel entonces solo lucían aquellas que eran pelirrojas de verdad. La blancura de su piel y las pecas en la nariz, que le daban aire de niña buena, completaban un rostro interesante, yo no diría bello, pero si atrayente. Estaba frente a mí y pude ver con claridad el libro que tenía entre las manos, era uno de esos delgados volúmenes de arte que, a precios asequibles, habían inundado el mercado, poniendo al alcance de todos las grandes obras de los maestros de la pintura.
Me llamó la atención el hecho de que la contraportada del libro, aquella que yo podía ver, tuviese un retrato de mujer, con unas características muy similares a la lectora. Conocía bien el cuadro, se trataba de Helena de Troya, una pintura que Dante Gabriel Rossetti ejecutó en 1863. Cuando estudiaba arte, La Hermandad Prerrafaelista, efímera pero de gran influencia posterior, junto a los Nazarenos, fue uno de los movimientos artísticos del XIX que más me llamó la atención. Eran pinturas sugestivas, nostálgicas y evocadoras, llenas de alegorías y un simbolismo que siempre he apreciado. Sus retratos de mujeres, elegantes, luminosos y de gran colorido, encajaban plenamente con un romanticismo al que siempre fui sensible.
En estos pensamientos estaba sumergido cuando levanté los ojos posados en el libro para encontrarme con la mirada curiosa e interrogativa de la chica. Supongo que superé la sorpresa y reaccioné como mejor pude con una sonrisa. Mi gesto pretendía ser al mismo tiempo una disculpa y una invitación a que ella me hablara. No lo hizo y su mirada bajó nuevamente a las líneas del libro; sin embargo, en sus labios se dibujó otra sonrisa que yo interpreté como de agrado por mi interés.
El primer contacto que tuve con los Prerrafaelistas había sido tiempo antes de mis estudios, cuando leí un libro de ensayos de un escritor venerado y maldito a la vez. El escrito en cuestión se titulaba: El Renacimiento inglés del arte, obra de Oscar Wilde y se trataba más de una disertación sobre lo que hoy llamaríamos teoría del arte que sobre los Prerrafaelistas. Fue tiempo después cuando descubrí a la Hermandad Prerrafaelista y a sus fundadores: Dante Gabriel Rossetti, William Holman Hunt y John Everett Millais, quienes desde 1848 firmaban sus cuadros, además de con su nombre, con las iniciales PRB (Pre-Raphaelite Brotherhood)
No volví a ver a la misteriosa chica. Aquello me entristeció ya que tenía la secreta esperanza de volver a encontrarla y conocerla. Tenía una buena excusa, el arte siempre lo es, pero mi temor es que ella no fuese de aquel lugar, ni trabajara cerca. Tal vez era una visitante o una turista y jamás volviese a verla. Me daba cierto pudor preguntar por ella en el local, pero era el local el único nexo de unión que tenía para encontrarla. Aquel episodio fue el pretexto perfecto para volver a los libros y apuntes que guardaba de mi época de estudios. Libros subrayados con impresiones, reproducciones de cuadros admirados e historias en torno a los artistas que me habían sorprendido y sobrecogido.
Un ejemplo de esto último era la intrahistoria de un cuadro que por reproducido y admirado, no era menos terrible. Beata Beatrix (1864) de Dante Gabriel Rossetti, es un cuadro que pinta el autor superponiendo dos historias: una tardomedieval, la de Dante y su reverenciada amante y la de la propia mujer de Rossetti, Elisabeth Siddal, muerta de sobredosis de láudano dos años antes. Es un retrato de planos de escenas y de simbólicos elementos, como el de la paloma, el reloj con la hora final y la adormidera que acabó con ella. Elisabeth posó también para un cuadro de Millais, tan famoso y reproducido como aquél: Ofelia (1851), una bellísima transmigración del literario personaje de Shakespeare al lienzo de este niño prodigio del prerrafaelismo.
Así, esta pintura en el entorno del naturalismo y de la pintura realista, mezcla elementos mágicos, legendarios y neblinosos de la historia medieval y de la literatura, con la conciencia sobre la vida real, el compromiso social y el progreso no aceptado de la Inglaterra victoriana. Buscaban retroceder a los primitivos, a los pintores medievales y renacentistas anteriores a Rafael, al mismo tiempo que pretendían alejarse de la pintura académica, fría y carente de sentimientos que imperaba en aquellos años.
El tercer componente de este exaltado grupo inicial, Willian Holman Hunt, fue uno de los que se aproximó a esa realidad social en la que después William Morris, ya en la segunda generación de prerrafaelistas, profundizó. Su cuadro titulado El despertar de la conciencia, basado en otra obra literaria, esta vez de Dickens, representa el momento en el que la mujer atrapada por la prostitución, al escuchar una canción de su infancia, recobra la inocencia perdida y se aleja de la seducción del personaje masculino del cuadro. Es otro lienzo lleno de simbólicas propuestas, como los anillos de las manos, el gato y su presa o el guante en el suelo.
Fue ya entrada la primavera, en una luminosa mañana cuando la volví a ver. Apareció con el mismo libro bajo el brazo y, con la misma indiferencia que me mostró la primera vez, se sentó en una mesa contigua. Tal vez no me había visto o no se acordaba de mí. Por la hora deduje por qué no la había vuelto a ver, había bajado a la cafetería más tarde que de ordinario. Probablemente había seguido viniendo todos los días sin que nos cruzásemos en el tiempo.
Su rostro mostraba los efectos de quien no ha dormido o quien ha dormido poco, pero abrió el libro y se enfrascó en su lectura sin dilación. Cuando le dirigí las primeras palabras no pareció escucharlas. Sus ojos seguían centrados en el texto y para cuando levantó la vista, ya me había arrepentido de abordarla así. Sin embargo me equivocaba pues la dureza de su mirada se dulcificó en una leve sonrisa.
Durante la conversación en ningún momento dejó de tener una actitud de abandono, como si mi presencia allí fuera solo una anécdota, un accidente del paisaje, algo agradable pero no importante. Descubrí que el libro era para ella una especie de fetiche, un objeto que alguien le regaló en algún momento de su vida, ese alguien debió significar mucho para ella. Tenía un fuerte contenido sentimental y lo llevaba siempre consigo, abriéndolo en momentos dispersos, aquellos en los que nada más se puede hacer, como ir en metro o desayunar en una cafetería. Entonces comprendí que no podía ir más allá sin sentirme un intruso y que ella no era receptiva en absoluto a mi interés. Había algo que nos separaba como un muro descomunal, sin que la conversación en sí lo delatara.  Hablamos de arte, de esas mujeres representadas en el libro, ídolos de aquellos hombres que las amaron y que veían en ellas deidades y heroínas del pasado.
En un momento determinado dijo que debía irse. Volvió a sonreírme y se levantó de la silla con su libro en la mano. Vi desaparecer su rojiza cabellera entre la gente, sin más, como si no hubiese existido nunca. E hice lo mismo que aquellos exaltados, aquellos románticos desesperados, iluminé su vida con fantasías fruto de mi mente, la convertí en un bello espectro de la mujer que probablemente nunca fue y así permanece en mi memoria.
Me levanté a pagar los cafés sumido en esa fantasía y el camarero me miró interrogativo. Le devolví la mirada con interés y le pregunté si la conocía. Me dijo que no, pero que sabía a qué se dedicaba. No me hicieron falta más explicaciones, ahora lo comprendía todo. Sin saberlo, había vuelto a representar aquella escena de Dickens, había hecho sonar aquella vieja melodía que, una y otra vez en la historia, representa el despertar de la conciencia. 

martes, 2 de febrero de 2016

El sueño de Alejandro




“En el undoso y resonante ponto hay una isla, a Egipto contrapuesta, de Faro con el nombre distinguida” (Homero, Odisea, IV, 354-5)


       
       Recorro la sala de exposiciones fascinado. Los objetos egipcios tienen una rara cualidad para maravillarnos. No solo es el encanto que el Oriente tiene para los occidentales, ya de por sí atrayente; es, como explicarlo, reconocer algo universal, civilizador, un orden frente al caos que toda sólida cultura promete. Y esta sensación se tiene tanto si se contempla una pirámide, monumental e imperturbable, como un pequeño objeto de tocador, una joya o una pintura mural de vivos colores repletos de jeroglíficos y hieráticas figuras. Las vitrinas con los más variados objetos, las cerámicas, las esculturas, se distribuyen entre las arquerías de esta moderna sala de exposiciones. No es la primera vez que vengo, tampoco es la única exposición que contemplo en Madrid con esta temática; pero hoy, esta visita tiene un cierto regusto nostálgico.
Las exposiciones modernas ya no tienen nada de ese aburrido recorrido por los objetos que se repiten una y otra vez. Es frecuente ver reconstrucciones de edificios y simulaciones de todo tipo que nos acercan a la realidad de los objetos expuestos. En ese sentido contemplo, un tanto perplejo, la simulación por ordenador del diseño de los antiguos depósitos que surtían de agua a Alejandría. Lo hago en un lugar de exposiciones que es exactamente eso, un depósito de agua, casi calcado al que, más de dos mil años atrás, construyeron los egipcios.  
Hablar de Cleopatra no es solo contar las románticas, calculadas o no, relaciones que mantuvo con Marco Antonio o César, en el canto del cisne de la dinastía Ptolemaica. También significa sumergirse en los misterios de la cultura en la que se asentaron los herederos de Alejandro: el Egipto milenario y, sobre todo, es hablar de su magnífica fundación, esa ciudad, tan viva hoy como entonces que se llama Alejandría. Los brillos de ambas culturas, la griega y la Egipcia, destellaron en un último y agonizante estertor, para darnos uno de los periodos de la antigüedad más extraordinarios de que podemos disfrutar.

No recuerdo cuando fue la primera vez que oí hablar de esta ciudad y del helenismo; pero hubo dos lecturas referidas a ella que me atrajeron sobre manera. La primera, una novela delicada y sensual: Afrodita de Pierre Louys, me sumergió en ese mundo olvidado y seductor, lleno de belleza, pero no exento de crueldad. 
Mientras que una obra muy distinta y distante a la novela, hizo que me enamorara del mundo antiguo y de la ciencia que él atesoraba. A principios de los ochenta la televisión emitió una serie documental titulada Cosmos: un viaje personal, narrada por el inolvidable Carl Sagan. Una serie de divulgación donde la astronomía y la ciencia eran las protagonistas. Entre las poéticas explicaciones científicas del astrónomo y la música de Vangelis, pude descubrir la ciencia del pasado, gran parte de ella atesorada en la biblioteca de Alejandría. Aquella institución sin igual que la guerra y la incomprensión destruyó para siempre, es ahora símbolo del conocimiento como si de una antigua arca de Noé sapiencial se tratase. Posteriormente Sagan publicó un libro con el mismo título: Cosmos, un verdadero best seller, como lo son hoy las obras de Stephen Hawking. Tenía ese libro la atracción de lo nuevo, junto al encanto de lo pasado, tan sabiamente mezclados, cultura, ciencia y tecnología, que se convirtió para mí en una lectura de culto, a la que con frecuencia he regresado con placer.
No he dicho que la exposición está dedicada a ella, a Cleopatra, mujer cultivada y astuta, que es reproducida infinidad de veces en pintura antigua y moderna, en monedas y en relieves. La amplia difusión hoy de su nombre y de su figura, no responde únicamente al deseo de todo monarca de permanecer en la memoria, creo que eso lo consiguió con creces. Fue el cine, como amplificador de toda figura histórica en ámbitos que no se preocupan mucho por ella, por la historia me refiero, ejerció como catalizador de un mito que todo el mundo conoce. Al final de la exposición pude ver las ropas que Elisabeth Taylor vistió en la película Cleopatra, y las armaduras de sus dos galanes: Cesar y Antonio, representados por Rex Harrison y Richard Burton respectivamente. Reconozco que vistas de cerca no impresionan tanto como en las espectaculares escenas de la película. Sin duda nos encantan los mitos, ¿O no se enamora uno de esa mujer entrando en el Foro Romano, transportada en una esfinge gigantesca arrastrada por multitud de porteadores?
Pero no nos engañemos, Grecia y Egipto no se fundieron en Alejandría,  y como muy bien dice el profesor Blanco Freijerio, la ciudad, a pesar del oropel artístico que la envolvía, era esencialmente una ciudad griega. Alejada de las pirámides, de Tebas, la de las cien puertas y sobre todo del pensamiento egipcio, la gran urbe se abría más al Mediterráneo y al norte helénico que a la tierra del Nilo.
Al salir de la exposición es la hora de comer. Conozco esta zona, hace tiempo trabajé unas calles más abajo y sé dónde puedo comer con garantías por una módica cantidad. Madrid es una ciudad amable en todo, y es fácil encontrar un sitio donde se come decentemente por poco dinero al lado de restaurantes de gran calidad, aunque no tan económicos. Me agrada encontrar un local que sobrevive al tiempo y a la crisis desde hace más de dos décadas. Mientras espero el menú, abro el libro que he comprado en el museo. Es una pequeña guía arqueológica de Alejandría.
En lo primero que me fijo es en un plano hipotético de la ciudad y en una bella vista panorámica ideal. En ellos se pueden apreciar el puerto bullicioso y lleno de naves en tránsito, las murallas y los edificios más representativos, como el palacio real que contenía el Museo y el famosísimo faro. Al terminar de comer me salgo y me siento en un parque cercano para saber más sobre esa mítica ciudad. Leo con sorpresa que su fundador, el gran Alejandro, tuvo la idea de crear de la nada una ciudad en el delta del Nilo; pero cuando se estaba preparando todo para su trazado en un determinado lugar, el gran conquistador soñó. Cuando un rey tenía un sueño en la antigüedad, era considerado de manera distinta a como lo sería hoy. Era, tal vez, una señal divina.
Alguien al oído, le recitó unos versos de la Odisea que he reproducido al principio del texto y así Alejandro Magno edificó Alejandría, una más de las múltiples ciudades que fundó con ese nombre a lo largo y ancho del extensísimo imperio que conquistó. Sin embargo, solo ella permaneció, solo ella fue el alma del helenismo, la joya del Mediterráneo, lugar de seducción y de deseo, también de cultura y conocimiento sin igual.
 Sin duda la cultura helena, aun con todo el esplendor del pasado que arrostraba, se debía considerar humilde al lado del impresionante legado del milenario Egipto. Es probable que sintiera la necesidad de igualar o atemperar las diferencias que pudiese haber entre una y otra cultura y así, nació el Museo. Era este una institución donde se reunirían las mentes más preclaras de la antigüedad. Era necesario dar a la corte Ptolemaica el empaque que necesitaba para gobernar a unos súbditos tan avanzados.
Siendo este edificio, el Museion, un lugar legendario de la antigüedad, tanto que terminó dotando de significado a nuestras modernas instalaciones, aquellas que conocemos como museos, fue solo una parte de él, su increíble biblioteca, la que terminó siendo el más preciado edificio de Alejandría. Se dice, probablemente sin mucho fundamento, que los fondos de la biblioteca serían de unos setecientos mil volúmenes. No importa el número, que puede ser simbólico, de haber tenido solo cuarenta mil, habría sido igualmente maravillosa. Hoy, entramos en una biblioteca media, considerada pequeña, con ese número de volúmenes y no le damos ninguna importancia; pero entonces, cuando el conocimiento estaba al alcance de muy pocos, era un verdadero tesoro.
Imagino las lágrimas que debieron verter los últimos custodios de ese saber, al ver arder tanto papiro lleno de infinitos conocimientos, aquellos que la mente humana, sola, jamás puede si quiera imaginar. Debieron sentir derrumbarse su mundo, en aras de un orden nuevo. Lo nuevo siempre pretende borrar lo viejo. “borrón y cuenta nueva” es la seña de identidad de todo dictador. La tabla rasa elimina comparaciones, referencias, puntos de vista opuestos, en definitiva, cuanto pueda hacer pensar que el nuevo orden no es más que una nueva mentira. Por eso debemos conservar el conocimiento; sin él, estamos expuestos a que cualquier gurú, con la excusa de liberarnos de nuestras cadenas, vuelva a quemar la biblioteca de Alejandría.